Capítulo VI
La lluvia como comienzo de un nudo novelesco
Cuando ya se hubieron puesto en camino, el viejo Glück se dirigió a su sobrino y le dijo:
—No sé, sobrino, por qué os habéis metido en este asunto. La razón está de vuestra parte, pues siempre se ha dicho que este lugar está lleno de maleantes y que los súbditos de Herr von *** son tan ladrones como los cuervos. También me creo de buena gana que el tal Märten haya asaltado y robado a uno. Sin embargo…
En ese momento le interrumpió el marqués diciéndole:
—Sin embargo… ¿consideráis acaso inapropiado que haya acudido en ayuda de ese pobre infeliz?
—Exactamente –respondió su tío–. No os iba nada en ello, y si algo no nos incumbe, no tenemos por qué inmiscuirnos. ¿Qué beneficio podríais sacar de todo este asunto? ¿De qué sirven las pendencias con rudos campesinos? ¿Os habéis llevado también golpes de ellos?
Bellamonte no podía hablar por la ira, pero fue Du Bois quien exclamó:
—¡Golpes y capones no han faltado, mi señor! Particularmente a mí me han molido a palos, eran demasiados canallas como para que me hubiese podido defender yo solo.
—¡Bien! –dijo el tío antes de continuar con su discurso–. Además, este acontecimiento ha sido la causa de que tenga que darle al que nos alquila los caballos un tálero, pues en estos momentos los caballos son muy escasos por el buen tiempo, y asimismo os habríais podido ahorrar completamente lo de las seis pistolas: yo le habría dado dos o como mucho tres, y con eso habríamos zanjado el asunto. Todavía no sabéis manejaros con el dinero. No hay nada más valioso en el mundo que el dinero, la vida adquiere todas sus comodidades de él y, sin embargo, no hay nada más huidizo: es redondo como la Fortuna y escapa tan rápido como aquella si no la agarramos por el lugar correcto12.
Las sabias consejas fluían instructivamente de los labios marchitos del viejo Glück, que en esta materia eran inagotables. Si hubiera llegado a saber el regalo que su sobrino le había hecho a un desconocido poco tiempo antes, probablemente hubiera añadido algo más de acidez a la moralidad de su discurso.
p. 44Mientras tanto, el marqués le escuchaba con el mayor de los disgustos. Estas vulgares opiniones, tal y como él las denominaba, insultaban sus oídos, a lo que cabía añadir que sus planes se habían ido al traste. En su interior se lamentaba amargamente sobre su adverso destino y permanecía sentado en el caballo como si estuviera trastornado, como si a un bravo semental español unos maliciosos jovenzuelos del campo le metieran unos cardos punzantes debajo de la cola: se irrita, salta, corre aquí y allá y da coces en todas las direcciones. Así de intranquilo se hallaba el gran Bellamonte, y su pobre caballo debió de sentirlo, pues lo pinchaba y espoleaba sin misericordia alguna.
Su sirviente parecía mucho más satisfecho, si exceptuamos el hecho de que el hambre le atormentaba un poco. Ya había decidido dar por terminadas las gestas acometidas junto al marqués, especialmente si estaba destinado a encontrarse únicamente con aventuras como la del bosque. En ese momento le contaba tranquilamente a su padre cómo se habían desarrollado las cosas, sin pensar por un momento en su nuevo estatus ni en el regalo del marqués. Thomas realizó todo tipo de observaciones al respecto, particularmente en relación al reloj de oro que su hijo había visto llevar a uno de los bandidos, y deseó que este hubiera tenido la buena suerte de hacerse con él.
La pequeña tropa proseguía su viaje en este modo cuando de repente, no demasiado lejos de la ciudad, comenzó a caer una leve llovizna. Esta llovizna estaba ahí de manera natural, y no es en modo alguno un efecto estético nacido de mi pluma. Si se toman la molestia de volver al comienzo de esta obra mía, podrán leer sobre el tremendo calor que hizo durante este día, por lo que la lluvia ha de ser sin duda considerada como un acontecimiento muy probable. Comenzó, por lo tanto, a llover, y el viejo tío consideró realmente afortunado que se hallasen tan cerca de una aldea como para poder atender los designios de su sabia providencia e impedir de ese modo que sus ropajes sufriesen daño alguno. El sirviente no parecía el más contento con esta sugerencia. Echaba de menos la ciudad, o más bien su pastel de mijo, cuyo recuerdo le atraía como un imán. De hecho, su estómago pronto habría hecho que se olvidara del nombre de Du Bois, que tan dignamente había portado en la batalla anterior.
¡Qué consuelo no sentiría cuando, en contra de todas sus suposiciones, vio que entraban en una posada! ¡Y más aún cuando vio que preparaban unas tortitas! ¡Qué deleite!
El marqués, por el contrario, no pensaba ni en comer ni en beber, sino que se saciaba con sus propios pensamientos, ya que, como buen caballero andante enamorado, valoraba más el recuerdo de su amada que un buen filete de ternera.
—¡Ay, excelencia! –le susurró Du Bois al oído–. Estoy tan cansado y tan molido a golpes como el asno que tira de las ruedas de un molino… ¡Qué bien me las apañaría con una de esas tortitas que tan bien huelen! La bocazas de nuestra Marie seguro que no puede preparar unas tan apetitosas.
Nuestro héroe se animó bastante, de hecho, parecía como si hubiera despertado de un sueño –símil que por otra parte ya ha sido empleado, al menos, por un centenar de escritores–, y pidió que les sirviesen las tortitas. Su tío se volvió a enfadar por este nuevo gasto, y no comió nada, quizás porque ya lo había hecho en casa antes de salir, algo que su joven sobrino no se tomó nada bien. El joven Glück intentó comer un poco de las tortitas, pero el aplicado Du Bois demostró cómo le resultaba mucho más fácil engullir unas tortitas que impedir que le dejasen la espalda morada por el golpe de una pistola, o plantar cara a una compañía de campesinos. Su padre, mientras tanto, se ocupó de los caballos.
p. 45Tras la comida, ambos se dirigieron hacia el establo, y la llovizna, que en un principio parecía que terminaría pronto, comenzó a convertirse en una lluvia mucho más potente. En el establo, el marqués tan pronto miraba a su sirviente como a sus caballos, y la inquietud causada por el pensamiento de que pronto debería abandonar su alta alcurnia y volver a hacerse llamar Herr Johann comenzó a roerle el corazón. Finalmente, comenzó a hablar:
—Du Bois –dijo–, ¿es que no te afecta esta horrible aventura?
—Pues claro, excelencia –respondió–, creo que algo me ha afectado, todavía la siento.
—¿Qué? –respondió Bellamonte–. ¿Acaso eres tan vulgar como para afirmar que, para tu gran fama, has recibido más golpes de los que yo mismo he recibido?
—¡Oh, señor! –dijo el sirviente–. Preferiría no gozar de fama alguna y no haber sido apaleado, pues esta fama lo único que me ha traído es dolor para la espalda y los lomos.
—Ya veo –contestó su señor– que no vas a acompañarme si decido continuar con mis aventuras, pues tienes miedo de los golpes. Sin embargo, has de considerar, hijo mío, la honra que nos espera…
—¡La honra puede esperar hasta que me azucen hacia ella mediante horcas y rastrillos, o hasta que uno me empuje hacia ella con una pistola! ¿Qué tendrá que decir vuestro tío sobre todo esto? Vuestra herencia, excelen…
—¡Basta! –dijo nuestro héroe enfurecido–. Cobarde, no eres digno de ser mi sirviente. Quédate donde estás, encontraré fácilmente a un mozo mejor que tú. No quiero oír hablar de nada más. Me escaparé de mi tío, y como te atrevas a traicionarme…
—¡Ay, mi amado señor marqués! –le interrumpió Du Bois–. ¡Llevadme con vos, si es esa vuestra inamovible voluntad! Es imposible que me quede aquí, temo al viejo señor.
—Está bien –dijo el valeroso Bellamonte con una pose aristocrática mientras le extendía la mano para que se la besara–, estoy satisfecho contigo.
El sirviente no estaba familiarizado con el gesto y preguntó qué debía hacer.
—Te permito que beses mi mano para asegurarte mi favor –respondió el señor.
Du Bois procedió a besar la mano, y se convenció a sí mismo de que su señor debía de ser en realidad alguien importante –a pesar de que en esos momentos no resultase todavía evidente–, pues se conducía de una manera de lo más aristocrática.
Poco después surgió la duda de hacia dónde deberían dirigirse.
—Desde luego que no podemos retomar el camino anterior –comentó nuestro héroe muy sabiamente–, ya que de ese modo podríamos ser alcanzados.
—En lo que a eso se refiere –contestó el sirviente–, me conozco bien esta zona, y sé de un sitio que está a una hora andando de aquí, como a mano derecha del camino hay una aldea en la que podríamos pasar la noche, pero la posada está en las peores condiciones.
p. 46El marqués hizo tan poco caso a lo anterior como a la incesante lluvia, y Du Bois sacó los caballos. Se montaron y cabalgaron a todo galope, saliendo por la puerta trasera de la posada, sin pensar en un solo momento en el viejo tío y en el buen Thomas.
En media hora llegaron a la aldea, en cuya posada la comida estaba tan fría como caliente lo había estado en la anterior. Ante esto, Du Bois puso una cara de profunda tristeza y la lluvia comenzó a caer de manera tan fuerte que el agua caía a cántaros de las nubes, directamente sobre ellos. Mientras en el patio se disponían a ocuparse de los exhaustos caballos, apareció una calesa, o más bien el armazón de una calesa. Las mujeres que iban en ella habían decidido entrar en la posada para poner a salvo sus ropajes, que no se veían protegidos de la lluvia por la penosa capota de la calesa y que, no obstante, evidenciaban tal manufactura que fueron capaces de atraer hacia sí la mirada de nuestro héroe.
12.Hace referencia aquí en realidad a la Ocasión, a la que se confunde con frecuencia con la diosa Fortuna. A aquella se la representaba con alas en los pies, calva en la nuca y con un mechón de pelo en la parte frontal, lo cual daba a entender que no hay que vacilar si se presenta una ocasión propicia y hay que agarrarla antes de que pase. De ahí procede la paremia «A la ocasión la pintan calva».