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Capítulo VII
En el que el lector se sorprenderá de cómo se ha llegado a este punto

En los alrededores de la ciudad que era la patria de mi héroe, vivía una dama noble en una penosa hacienda, sobre la que tenía derecho de usufructo junto a otros cuatro nobles, algo que ocurre muy habitualmente en distintos lugares de Alemania. Esta dama había enviudado hacía ya tiempo, y no sé a qué se debía que no se hubiera vuelto a casar ya hacía tiempo también. No sé si la falta de dinero tuvo algo que ver con ello. Quizás seguía manteniendo su viudedad por amor a sus hijos, uno de los cuales vivía no demasiado lejos de ella en unas condiciones que tampoco eran mucho mejores que las suyas, mientras que su hija, que era una muchacha de lo más virtuosa, vivía con ella.

«¿Qué clase de cháchara es esta?», escucho decir a mis impacientes lectores. «¡Este es el tipo más molesto del mundo con sus malditas digresiones!» Es cierto, quizás el lector tenga cierta razón en decir algo así, pero tampoco es que tenga muchos deseos de disculparme. Ya he demostrado en otras ocasiones cuán racionalmente divago y cuán pocas veces lo hago en vano. Al mismo tiempo, me encantaría que se me considerase de mal gusto con tal de poder poner a prueba un poco la paciencia de mis lectores. La paciencia es una virtud tan bella que no se la puede practicar lo suficiente. Esto no es más que un capricho mío gracias al cual he tenido ahora la idea que da pie a esta digresión. ¡Mirad qué edificante! Hace ya unas semanas que no trabajo en mi obra y se me han olvidado algunas cosas. Ahora que me siento a trabajar de nuevo en ella, me encuentro además en una habitación y en una época del año en la que tanto mis dedos como mis pensamientos e imaginación se ven entumecidos y congelados. ¡Qué bien podría aprovechar aquí la oportunidad para hablar del entumecimiento de los pensamientos y de los maravillosos partos de la imaginación congelada! Sin embargo, dejo todo esto a aquellos que hablarán sobre mí dentro de cien años, pues no me tengo en tan poca estima como para no tener esperanzas de contar al menos con una docena de commentatores*, ya sean de otras naciones o de entre nosotros, aunque seguro que habrá algunos entre los alemanes. A ese futuro commentator me gustaría señalarle que bien podría relacionar este pasaje con las palabras congeladas de Herr Rabelais13.¡Qué bello es divagar! ¡Más de un pequeño espíritu desaparecería sin la fama de grandioso autor si no existiese este arte en el mundo! El autor, por lo tanto, únicamente ha de ponerse a escribir. Cuando la pluma está en la mano, comienza a caer una digresión tras otra, y de este modo se ve capacitado para producir un libro bien gordo lleno de digresiones. Me temo, en cualquier caso, que debería ir parando. Mis lectores serán tan amables de esperar a que mi furor digresor se vaya apagando, algo que creo que ocurrirá tan pronto como se caliente mi habitación, y entonces prometo volver a la senda correcta tan pronto como mis pensamientos se hayan deshelado. Mientras esperan a este deshielo, volveré a retomar la historia de la hija de la dama rural, que trataré de representar de una manera tan amable que mis lectores darán por buenas las pruebas a las que su paciencia ha sido sometida.

La ya mencionada viuda noble tenía una hija, esto ya lo conocen. Esta hija era guapa, algo que es nuevo para el lector. Una señorita bella ha de tener algo encantador –ya lo sé, dejemos pasar la ira respecto a mis digresiones y me ocuparé únicamente de la bella señorita– y vale mucho más que un pobre comerciante loco. ¡Bien hablado! Me hubiera gustado poder hacerla la heroína de mi historia, y si esto no ocurre no es por su culpa. Diremos que al menos era digna de haberlo sido.

p. 48No tenía más de diecisiete o dieciocho años y contaba con una inteligencia fuera de lo común. Era perspicaz y veía en minutos aquello que a algunos les llevaba horas ver. Quizás fuese precisamente por ello por lo que únicamente necesitaba un cuarto de hora para vestirse, algo a lo que sus señoras vecinas dedicaban al menos una hora y media. Una gran vivacidad había de ser necesariamente la consecuencia natural de su inteligencia, algo que había degenerado en una cierta impetuosidad en todas sus acciones y discursos, ya que no había sido lo suficientemente instruida en el uso correcto de sus dones y porque la habían dejado leer la Melusina antes que las máximas de la marquesa de Sable14. De ello surgía, además, una tendencia a la incorrección en los juicios, una inclinación al cambio y a todo lo que fuera novedoso. Si esta persona hubiese sido educada en el así llamado gran mundo, habría tenido un amante no durante un día, sino durante años, mas este le había sido negado. En cualquier caso, hasta ese momento no había tenido más amantes que los maleducados terratenientes rurales, a los que prefería usar para divertirse que para casarse. Pese a todo, por su gran inteligencia siempre habría tenido en sí algo de extravagante en todo momento, incluso después de que en su educación se la hubiera dirigido en esta o en aquella dirección, ya que habría debido aprender a mesurar su vivacidad bajo la orientación de una persona inteligente. Véase entonces cómo, necesariamente, había de contar con un carácter extravagante. Puede que la culpa sea mía, ya que yo mismo estoy siendo excesivo en este momento, aunque quizás tampoco se deba a ello. Sea como fuere, a mi señorita le faltó la tutela de una persona inteligente. Así pues, el lector podrá sacar de ello todas las conclusiones que considere oportunas.

Las mismas novelas que habían hecho a Herr Johann Glück odiar su nombre habían tenido exactamente el mismo efecto en la joven noble, si bien por unas causas bien distintas. A Herr Johann le atraía de ellas la exageración de los grandes sentimientos, mientras que la señorita se había enamorado de todo lo reluciente, novedoso, y, por lo tanto, seductor, que podía encontrarse en estas historietas. Una de sus doncellas de cámara, o, mejor dicho, una costurera, le ayudaba a avivar sus imaginaciones, ya que, como todas las doncellas de cámara, era una gran aficionada a las quimeras. ¡Mirad! Un personaje al que Homero, el más grande de los escritores a la hora de retratar personajes, no habría podido describir mejor. Antes de que abandone a mi señorita, quizás para siempre, quiero decir algo más de su figura. Era alta, delgada y delicada. La blancura de su piel deslumbraba a cualquiera, y sus cabellos negros no podían armonizar mejor con aquella. Unos grandes ojos de un color azul celeste, tan pronto vivaces como nostálgicos, una nariz algo elevada, unos labios rojos de color rubí y una tez pálida le otorgaban la mayor de las bellezas, al menos para mi gusto. Los poetas y sus amantes podrán exponer el resto de sus encantos, yo solamente quiero añadir que su voz era muy clara, sus manecitas gráciles, su pecho ligeramente abultado y sus pies eran muy pequeños. Su cuerpo contaba además con un porte noble y caminaba con elegancia. Si mis lectores pudieran seguirla con la mirada, verían, ahora que se aleja –quizás para siempre– de mi escena, cuán noble resulta su paso.

*Mantenemos los términos latinos commentator y commentatores, equiparables a 'exégeta' y 'exégetas', ya que Neugebauer mantiene el término y grafía latinas (y no gótica, como en el resto del texto) en el original alemán, otorgándole un deliberado sentido erudito y hasta pedante.

13.Neugebauer se refiere al capítulo LVI del cuarto libro del Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais «De cómo Pantagruel encontró palabrotas entre las palabras heladas». Concretamente, el pasaje que hace referencia a las palabras heladas es el siguiente:
Señor, no os espantéis por nada. Aquí estamos en los confines del mar glacial, en donde, a comienzos del pasado invierno, tuvo lugar una gran y feroz batalla entre los arimaspianos y los nefelibatos. Por entonces se helaron en el aire las palabras y los gritos de hombres y mujeres, el chasquido de las mazas, el estrépito de las corazas y los arneses, los relinchos de los caballos y todo el fragor del combate. Ahora, pasado todo el rigor del invierno, con la llegada de la calma y la templanza del buen tiempo, se funden y se oyen (IV. 56. 1181).
Sigo la traducción y edición de Gabriel Hormaechea para la editorial Acantilado, publicada en 2011.

14.Referencia al personaje de Melusina, figura de las sagas artúricas francesas e hija del hada Persina. Magdaleine de Souvré, marquesa de Sable (1599-1678), es la autora de las Conversations précieuses de l’hôtel de Sable (1678).