Índice

Capítulo XIII
De la astucia de los comandantes

Las primeras palabras con sentido que pudo expresar fueron las siguientes:

—Querida madre: os pido humildemente que no permitáis que un hombre tan distinguido como el señor marqués tenga que recibir sin razón aparente tantas injurias e injusticias.

—¡Al diablo con el hombre distinguido! –exclamó la anciana con voz ronca–. ¡Puede que sea un ladrón, o un asesino! Quiere asaltar mi casa y estrangularnos tanto a mí como a mis sirvientes. Ahora mismo voy a convocar a todo el pueblo, haré que vengan tanto el juez de la aldea como los alguaciles para que lo procesen.

—¡Escuchad! –gritó el marqués con su temible mayal en la mano, lo que hizo callar a todos menos a Andreas y Hans, que continuaban ofreciendo un rugiente e ininterrumpido concierto de música nasal–. No voy a negar que he cometido la osadía de sentir una intrépida afición por la señorita, más ello solo puede calificarse de audaz cuando se contempla la perfección de las excelentes cualidades que la misma posee. Mi condición es sin duda lo suficientemente distinguida como para que con razón no se le pueda poner tacha alguna. Cuento con amigos de reconocido poder, y mis bienes son de lo más considerable. ¿Debe atacárseme por ello de una manera tan vergonzosa? ¿Deben mancharse por ello las normas de la hospitalidad y mi buen nombre tachándome de asesino? De una manera inmerecida se actúa de este modo contra mí, pero me vengaré. Sé muy bien –y aquí se giró hacia la señora–, que por una desgracia del destino ejercéis la tutela de esta adorable belleza, y que pretendéis someterla por la fuerza. No sería yo el marqués de Bellamonte si no intentase evitar esta injusticia. Y vosotros, los malditos instrumentos de esta maldad, vosotros, malvados –dijo dirigiéndose hacia los campesinos–, lo lamentaréis. Sin la más mínima razón habéis acabado con mi leal ayuda de cámara –aquí elevó los ojos hacia el cielo y suspiró–. ¡Buen viaje, luz y espejo de lealtad para todos los futuros ayudas de cámara! –y continuando su discurso, dijo–: Pero vosotros, impíos asesinos, debéis saber que con una palabra que envíe a la ciudad os puedo mandar al patíbulo. Como muestra de esto, me ofrezco a permanecer bajo vuestra custodia hasta que se envíe una carta mía a la ciudad. Pronto vendrán a liberarme y a colgaros, maldita gentuza.

p. 66Este patético discurso causó una gran impresión en los corazones de todos los presentes, quizás porque la amenaza con el patíbulo tenía en sí algo de terrorífico. Los campesinos callaron ante unos motivos tan convincentes. Por su parte, Andreas y Hans, junto con el vaquero, el causante de todo este embrollo, se escondieron lejos del patio. Incluso la misma anciana comenzó a pensar de otra manera. No sabía cómo interpretar todo el barullo que se había generado, ni los inconexos discursos del marqués sobre el amor por su hija y los asesinos a sueldo. La condesa, sin embargo, estaba algo descontenta con su enamorado por haber proclamado tan públicamente su amor por ella.

Mientras todo el mundo permanecía pensativo ante este triste espectáculo, el supuestamente fallecido Du Bois, sin que nadie fuera capaz de darse cuenta, se escabulló hacia el establo y llevó los caballos ensillados hasta el patio. Apenas puedo contenerme en expresar un panegírico sobre la astucia de este leal ayuda de cámara. Su lealtad no es tan digna de asombro como esta inteligente maniobra, cuyo desenlace revelará el provecho que yo mismo, el autor de esta historia, obtengo de ella, por lo que daré buena cuenta de ella.

El marqués se vio doblemente asombrado, por un lado, por ver a su leal Du Bois con vida, y por otro por ver a sus caballos en buen estado, y al instante se dirigió a aquel lugar.

Tan pronto como se comprobó que Du Bois no estaba muerto y que nada impedía la huida de Bellamonte, pues ya se encontraba montándose en su rocín, se levantó un griterío por todo el patio que le acusaba de ser un estafador. El asedio contra el marqués comenzó de nuevo, y Bellamonte, montado sobre su caballo, golpeaba con su mayal a diestra y siniestra, y corría de un lado a otro junto a Du Bois, quien por su parte lograba rechazar los golpes que le iban cayendo con su sable. El ayuda de cámara le gritó que se salvase, pero predicaba en el desierto, ya que Bellamonte no quería dejar en la estacada a la condesa, quien, aterrorizada, había caído inconsciente en los brazos de su doncella diciendo las palabras: «¡Ay, Bellamonte!».

Su madre pronto comprendió que su hija tenía que tener algún tipo de inclinación hacia el extraño, lo que la encolerizó aún más. El secuestrador de su hija debía ser detenido, gritaba sin parar, y mandó llamar al juez y a los alguaciles.

Cuando Du Bois escuchó esto, le dijo a su señor:

—Señor, tenéis que salvaros. Aquí no os espera más honor que los golpes y la cárcel. La astucia exige que os salvéis: cuando el enemigo es demasiado poderoso, el mariscal de campo se retira.

—Pero mi amada… –respondió Bellamonte.

—¡Os esperará! –gritó Du Bois, que atravesó las filas de los campesinos a toda carrera en dirección a la puerta trasera que daba al campo, por la cual habían huido el vaquero y los otros por miedo al patíbulo.

El caballo de Bellamonte, ante la rápida cabalgada de su camarada, se vio asaltado por un deseo tal de seguirlo que el marqués tuvo que abandonar el patio contra su propia voluntad, persiguiendo a su ayuda de cámara, y lleno de pesar por tener que dejar a su amada condesa de Villafranca en un estado tal.