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Capítulo XIV
Valville, Kleveland e Hipólito21

Apenas escuchó a su señor cabalgando detrás suya, Du Bois clavó aún más fuerte las espuelas en su caballo, y no paró hasta que hubo pasado un buen cuarto de hora, en parte por el miedo a que les estuviesen persiguiendo, pues no sabía que no había en la hacienda otros caballos aparte de aquellos en condiciones similares a Rocinante, ya que estaban exhaustos aquel día; y en parte por la preocupación de que al marqués se le ocurriese la infeliz idea de volver allí. En este último caso no andaba del todo desencaminado, pues el desesperado Bellamonte, al poco de alcanzarlo, gritó con voz terrible:

―¡Traidor, bellaco! ¿Es esta tu lealtad hacia mí, obligarme a abandonar a aquella a quien estimo más que a mi propia vida, y además en esas desamparadas circunstancias?

Estas duras palabras se vieron acompañadas de la amenaza de partirle la cabeza en dos, lo cual habría llevado a cabo en aquel infausto instante en que levantó su invencible brazo derecho de no ser porque el ayuda de cámara esquivó su golpe entre gritos y con gran terror justo en el momento en el que se dio cuenta de que no le amenazaba una espada desenvainada, sino un mayal, ya que el marqués, en su aturdimiento, se había olvidado de que ya no tenía espada alguna, y utilizaba aquello que tenía en la mano. ¡Qué felicidad invadió al ayuda de cámara al darse cuenta de esta circunstancia! Sacó su sable y gritó:

—Excelencia, no pienso dejar que se me rebane el gaznate como a un pollo, pero volved de nuevo en vos, y hagamos las paces. Os pido sumisa y humildemente perdón, pero he de deciros que en realidad lo que tenéis entre las manos es únicamente un mayal. ¿No recordáis que vuestra espada está rota?

Bellamonte se asombró tanto por la osadía de su ayuda de cámara como por su deseo de partirle la cabeza en dos con un mayal. Completamente avergonzado, bajó la mirada al suelo y dejó caer el mayal, tal y como el confaloniero deja caer su confalón* delante de la tienda del comandante en jefe enemigo:

―Está bien, Du Bois –dijo–. Te lo perdono, pero deberás volver conmigo para liberar a la doncella lo antes posible.

—¡Ay, señor! –respondió el ayuda de cámara–. ¿Qué queréis emprender ahora? Podríais recibir un daño incluso más grande. Esperemos hasta que llegue el día y después ya veremos cómo empezamos el siguiente. Las noches son ahora cortas, y deben de ser ya las once22.

p. 68—No quiero escuchar nada de esto, Du Bois –dijo el marqués muy reacio–. ¿Acaso no debería salvar a mi amada, quien acudió tan valientemente en mi ayuda, y que quizás se encuentra en estos momentos en las circunstancias más acuciantes? Sin duda lo está, necesita mi apoyo, y allí volaré ora para salvarla, ora para morir a sus pies.

En ese momento se dio la vuelta, pero el ayuda de cámara lo detuvo:

—Ya que veo, señor, que vuestra voluntad no ha de ser cambiada, permitidme deciros un par de palabras, y cuando hayáis reflexionado sobre ellas, haced lo que queráis. Pensad que quizás hayan cerrado ya las puertas, que la condesa ya estará descansando, y que tanto el juez como los alguaciles quizás se encuentren ya allí junto a todos los campesinos, por lo que difícilmente podremos hacer nada frente a esa cantidad de gente, ya que no tenéis espada, y mi viejo sable probablemente salte por los aires como vuestra espada, por lo que con vuestra impetuosidad quizás hagáis más mal que bien a vuestra amada.

Bellamonte reflexionó un poco, y finalmente suspiró diciendo:

―¡Cruel destino! Debo esquivarte –y tras decir estas palabras, cayó en una melancolía que le llevó a cabalgar junto a su criado durante casi una hora, sin pausa y sin pronunciar palabra alguna, hasta que llegaron al bosque, que se extendía ampliamente en este lugar. Aquí se despertó como de un sueño, y dándose la vuelta, dijo:

—Du Bois, quiero pasar la noche en este bosque. Mi alma se encuentra en una noche oscura y la luz de la luna me resulta insoportable en este estado. Apeémonos de nuestros caballos y pasemos nuestras penas bajo la más densa sombra de los oscuros árboles.

—¡Ay, señor marqués! –respondió el asustadizo Du Bois–. ¿Qué espíritu maligno le sugiere que pasemos la noche sin arma alguna en el bosque, expuestos a fantasmas, ladrones, asesinos y miles de otras cosas terroríficas? Será mejor que cabalguemos hasta la próxima aldea, allí encontraremos camas y un techo bajo el que cobijarnos.

—¡Cobarde! –gritó el marqués–. ¿Te asusta compartir conmigo un peligro que quizás no llegue? Has de saber que estoy decidido a quedarme aquí incluso sin ti, pues para mi estado de ánimo no necesito otro albergue.

—Pero señor… –dijo el ayuda de cámara–. No puedo ocultaros que flojeo un poco.

—La hierba está alta y mullida –respondió Bellamonte–. Si está bien para mí, cómo no lo estará para ti, maldito campesino.

Tras decir esto, se bajó del caballo y comenzó a andar de un lado para otro con el mayal en la mano, moviéndolo arriba y abajo:

—El sueño es insoportable a mis ojos, ¡qué suerte tienes, Du Bois! Tú puedes dormir, de mí huye el sosiego. ¡Dios mío! ¿A qué debo que me endoses este infausto destino?

Mientras tanto, Du Bois se encargaba de atar los caballos a un árbol. El sueño se apoderaba poco a poco de él, pero resistía. El marqués continuó con su lamento:

p. 69—Y tú, la más bella, la señora de mi alma… ¿qué harás ahora que tu esclavo pierde el tiempo con inútiles lamentos porque no puede ayudarte? Quizás ya te hayan obligado a entregar tu mano a un hombre malvado, a alguien indigno de besar el suelo que pisas. ¡Ay, horrible pensamiento! ¡No te soporto! ¡Ay, pobre de mí! ¡Toda mi esperanza está perdida! ¡He perdido a Villafranca, la he perdido para siempre! ¡Este pecho será antes atravesado por mi espada! –al decir esto, elevó el mayal y dijo, intentando apuñalarse preso de la más absoluta desesperación–: Acepta este sacrificio, venerada condesa.

Sin embargo, se vio interrumpido cuando la risa horrible que procedía de la boca bien abierta de su ayuda de cámara llamó su atención.

Justo cuando estaba a punto de romper en la más iracunda reprimenda contra el pobre Du Bois, que apenas podía hablar por la risa, y que, con las mejillas hinchadas, tenía que sujetarse los costados con las manos, pudo comprobar Bellamonte al lanzar una mirada a su mano derecha que en lugar de su espada tenía el maldito mayal, y que esta era la razón por la que Du Bois no podía contener la risa. Preso de la ira, el marqués lanzó el irrisorio mayal lejos de sí, y maldijo tanto el mayal como a su ayuda de cámara de la manera más insultante posible. Finalmente dijo:

—Mira, idiota, si no paras de reírte volveré a tomar el mayal en la mano, y prometo que será solamente para partirte tu maldita cabeza de perro.

En ese preciso momento Du Bois adquirió un semblante serio, y quedó convencido de que a su señor no le gustaba que se riesen de él en circunstancias tales:

—¡Maldita sea la bruja de la condesa, que en pocos minutos ha sido capaz de volver loca la mejor cabeza del mundo y hacer que quiera apuñalarse! ¡Maldita sea con ella la pequeña bruja Lisette, que me podía haber llevado a un lugar más seguro que el maldito cuartucho de las narices!

—¡Cállate, perro, o…! –gritó el marqués con un gesto terrorífico en su rostro.

—Pero… –le interrumpió su ayuda de cámara–; debo ser bueno con ella, mi señor: tengo verdadero cariño por mi angelical Lisette, la amo afectuosamente… ¿Acaso no os ocurre igual con vuestra señora? Uahhr... ¡Cómo bostezo! ¡Ahora sí que tengo sueño!

―Duerme a pierna suelta, ladrón estúpido –dijo reaciamente Bellamonte–, mientras mi desasosiego y mi pena me mantengan en constante vigilia.

Du Bois no permitió que se lo dijera dos veces. Se tumbó debajo de un árbol y comenzó a roncar poco después, tanto que retumbó en el bosque. Por su parte, Bellamonte se sentó debajo de un grueso roble, y durante toda la noche dio rienda suelta a sus pensamientos marquesiles hasta que rompió la aurora, que lo encontró pensativo, y a su compañero, dormido. Sus dorados rayos animaron a nuestro héroe a despertar a su sirviente, que se desperezó, bostezó y, tras un cuarto de hora, se subió al caballo, tras lo cual ambos continuaron cabalgando.

*Neugebauer emplea el término Fahnenträger, que podría traducirse como 'portaestandarte'. Dada las connotaciones militares del término, hemos optado por los términos confaloniero-confalón, que se refieren al soldado que porta el pendón.

21.Valville es un personaje de la novela inconclusa La vie de Marianne (1731-1745), de Marivaux. Por su parte, Cleveland es el protagonista de la Histoire de M. Cleveland, fils natural de Cromwell (1731-1739), del Abate Prévost. Hipólito es el héroe de la Histoire d’Hipolyte, comte de Douglas (1690), de la condesa d’Aulnoy.

22.La elección de la hora no parece casual. Como señala Javier García Albero en su edición al Clavigo de Goethe (Cátedra, Letras Universales, 2018), las once de las noche era el límite temporal en el que se llevaban a cabo acciones socialmente aceptadas.