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Capítulo III
Aparición del autor

Ahora, de nuevo bajo los auspicios de la divina Talía, recupero para nuestra historia la aldea de O***, en donde abandoné a nuestro afamado héroe, y observo cómo este aún permanece en la posada con aspecto pensativo y melancólico24. Dado que esta escena tiene poco de atractivo o divertido, me dirigiré rápidamente hacia la próxima, en la que ya veo al personaje para el que, a pesar de todas mis reflexiones, no puedo encontrar un nombre.

Entró, pues, un hombre en la sala. Este llevaba un vestido ajironado y lleno de parches, junto a todo lo que se corresponde con una vestimenta elegante. Sus gestos se asemejaban en su arrogancia a los de un escritor o a los de un suizo, y parecía que debía de ser una de las dos cosas. Se sentó junto al marqués, lo saludó y rápidamente trató de informarse acerca de la causa de su melancolía. Bellamonte quedó impresionado por el atrevimiento del extraño, y le hubiera gustado saber cómo se llamaba, hasta que finalmente supo que se trataba de un autor.

En este punto quiero, quizás demasiado pronto y en secreto, desvelar a mis lectores que yo mismo, el historiador de las hazañas del gran Bellamonte, era precisamente este autor, a pesar de que en el futuro no dejaré que se note demasiado, ya que hablaré de mí mismo únicamente en tercera persona. Pensé que no podía encontrar un nombre mejor que el de autor, pues de este modo me ahorro el esfuerzo de inventarme un nombre para mí mismo, mientras que por otra parte este apelativo me permitirá ser absolutamente diferenciable del resto de héroes, ya que en esta historia soy el único de mi especie, justo como los campesinos de una aldea llaman el párroco al pastor de las almas de la iglesia de su parroquia, o por emplear un símil algo más ilustre, de la misma manera que los griegos o los romanos llaman a su Atenas o a su Roma la ciudad, pues creen que estas son los ejemplos más notables de este tipo de lugares, característica a la que me gustaría recurrir a la hora de situarme entre los escritores.

Una vez que nuestro héroe hubo conocido la categoría de su acompañante, se le ocurrió inmediatamente que quizás sus hazañas tuviesen el mismo valor que las de otros marqueses, y que por lo tanto bien podrían ser descritas por una mente talentosa, siendo de este modo arrancadas al olvido. Se admiró de la providencia celestial al enviarle justo en ese preciso momento a un hombre de talento y pensó que este haría que su historia resultase aún más verosímil al poder asegurar que había visto y hablado con su héroe. Tras estas reflexiones, Bellamonte comenzó a sentir una estima tan grande por este autor como antes lo había sido su molestia por su presencia y curiosidad.

p. 82Hasta ese momento, el marqués había despachado al autor con respuestas rápidas y generales, pero ahora se dejó engatusar por él para que le hablase de ciertos acontecimientos, y le contó, tras las insistentes peticiones por parte del autor, la causa de su melancólica tristeza, pasando a continuación a contarle toda su historia.

Bellamonte la contó exactamente de la misma forma en la que él se imaginaba sus aventuras, y solamente ofreció la verdad exacta en lo referido a las circunstancias relativas a sus orígenes, aunque con el añadido de que por sus sentimientos tan altos y nobles, que le diferenciaban abismalmente de los del resto de hombres, no podía dejarse convencer de que fuese realmente el hijo y sobrino de las personas que por tal le tomaban, algo en lo que el autor le dio la razón.

Tras una cierta reflexión, le dijo:

—Señor marqués, vuestras circunstancias me parecen tan insólitas, que me he decidido a escribir vuestra historia. Habéis experimentado tantas aventuras en un día como otros en todo un año. ¡Qué obra tan magnífica será esta! Os aseguro que, en todo este lugar, qué digo, en toda Alemania, jamás se escribirá un libro como este.

Fueron estas unas palabras que arrobaron al de Bellamonte y que lo arrancaron por unos minutos del recuerdo de su amada Villafranca, y eran palabras como las que había deseado escuchar alguna vez. Si la ambición y la impaciencia propia de los escritores no hubiesen llevado al autor a mencionar este punto, seguramente el propio marqués habría sido el primero en hablar al autor de ello, o incluso le habría rogado que lo hiciera. Su cabeza ya estaba ocupada en su futura y eterna fama, ese bello y reluciente fantasma que tantos atractivos muestra, y tras el que una buena cantidad de los mortales corre, siendo alcanzado únicamente por unos pocos, mientras que los que lo alcanzan, al hacerlo, no sienten más que aire, o incluso no llegan a saber si lo han atrapado realmente. Finalmente, el atrevido escritor lo sacó de estos pensamientos, ya que no le gustaba demasiado estar callado cuando tenía a una persona cerca. El marqués, ante la escasez de vino, aceptó que se le llevase una buena cerveza de pueblo, y se la bebió muy complacido con el otro, pues su imaginación había ahuyentado las oscuras nieblas y había llenado su alma de las más bellas esperanzas.

p. 83—En realidad –prosiguió el autor–, señor marqués, no podríais haber encontrado entre todos los escritores uno mejor que yo para escribir vuestra historia, que tan digna es de ser narrada. Conozco las bellas artes hasta su raíz, hasta donde llega la erudición. La elocuencia es un don que casi me viene de nacimiento, y soy, sin vanagloria alguna, el mejor escritor de mi patria. Si tuviera a mano un poema heroico que escribí sobre la muerte de Catón, y que supera las Farsalias de Lucano, os mostraría que no digo más que la verdad25. He encontrado el verdadero sentido de la palabra sublime, sobre la que Longino y Boileau26 han escrito cosas tan bellas y al mismo tiempo tan poco concretas, ya que tomaron el sentido de esta palabra o bien de manera demasiado amplia o bien de modo demasiado estricto. Mirad, mi señor, lo sublime… –aquí comenzó a carraspear–… lo sublime… es lo sublime –y aquí dio un trago–, y no acabaría esta noche si tuviera que deciros todo lo que se puede decir sobre este asunto. En definitiva, estoy profundamente enamorado de lo sublime. Sin embargo –continuó–, me gusta que todas mis obras sean sublimes y que todas alberguen cosas sublimes en ellas, y que, en consecuencia, también tengan una naturaleza sublime. Ahora bien, he podido ver que tenéis la suficiente dosis de lo sublime en vos. También he podido ver que la tristeza en la que os encontré sumido, y perdonad mi honestidad de autor, era demasiado profunda para lo sublime. Animaos un poco para poder pasar por un héroe más adecuado para mi libro. Incluso los más intrincados embrollos han encontrado un final feliz gracias a maravillosas casualidades. Me gustaría contaros precisamente una aventura que demostrará mi inventiva. Hoy hace un día estupendo, y movernos un poco de la mesa no nos hará daño.

Ambos se fueron a dar un paseo por la aldea, y el autor contó la siguiente historia.

24.En la mitología griega, Talía era una de las musas asociadas al teatro, concretamente la inspiradora de la comedia, y también era asociada a la poesía bucólica y pastoril. Dado el carácter cómico del capítulo, parece que Neugebauer evoca a Talía en su dimensión puramente cómica.

25.Dados los pocos datos que conocemos sobre la biografía de Neugebauer, no podemos aseverar que este llegase a componer cualquiera de las obras que se atribuye el autor en la novela. En cualquier caso, conviene no olvidar que el autor fingido que aparece dentro de la obra ofrece datos sobre sí que resultan incongruentes con los que sí conocemos de Neugebauer, como su supuesta edad avanzada o su procedencia francesa, por lo que no se debe confundir autor real con el ficticio o representado en la obra.

26. De lo sublime (siglo I a.C.), habitualmente atribuida a Casio Longino, es uno de los tratados estético-literarios más importantes de la Antigüedad. El tratado, en forma de varias epístolas, trata de abordar el estilo elevado en la escritura, al que el autor dedica el concepto de lo sublime. Nicolás Boileau tradujo el tratado al francés en 1674, recuperándolo para la discusión crítica en las letras occidentales. El concepto adquirirá nuevas connotaciones durante el siglo XVIII gracias a la obra de Edmund Burke A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and the Beautiful, publicado en 1757.