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Capítulo V
Una de las casualidades que conforman una historia admirable y digna de lectura

El nuevo día extendía ya sus alas purpúreas sobre los mares levantinos y la Aurora retiraba con sus dedos rosados los cortinajes oscuros de la cama de Febo mientras el intrépido Du Bois todavía roncaba plácidamente en su catre39. El solícito Bellamonte ya había abandonado el lecho y esperaba a que llegara la hora del desayuno. Sus pensamientos estaban ocupados con la hermosa condesa de Villafranca y su impaciencia lo llevó a despertar a su ayuda de cámara.

—¡Oh, señor –dijo este todavía bostezando–, y a qué endiablada velocidad dormís! Si ayer os hubierais visto en un lance como el mío con la maldita moza, no perturbaríais ahora mi descanso. –Todavía gruñó algo entre dientes, se levantó con esfuerzo y bajó tambaleándose de sueño junto con el marqués, pero cuando su nariz percibió el olor de una sopa de vino y un par de pollos asados, se despertó del todo. Tras un copioso desayuno, montó en su cabalgadura para dirigirse con su señor allá donde este se sentía llamado por el amor, el honor y la sed de aventuras.

El autor, que iba indicándoles el camino a seguir, cabalgaba por delante, y cuando llevaban alrededor de cuatro horas de camino, llegaron de nuevo a una aldea desde la cual un camino llevaba al bosque mencionado ya en varias ocasiones. Bellamonte tenía la intención de descansar un poco en dicho bosque. Cuando ya habían atravesado la aldea y se encontraban en el camino, un carruaje que por allí pasaba les impidió adentrarse en el bosque. El ruido del vehículo les llamó la atención y, como de costumbre, sentían gran curiosidad por ver qué tipo de personas iban allí.

—¡Por el amor de Dios! –gritó sorprendido el marqués cuando creyó divisar en el carruaje a su amada junto con su doncella. Un «Ah, Bellamonte» surgido de allá le confirmó, así como a mis lectores, que realmente se trataba de ella. Las presurosas ruedas ya le raptaban su diosa a nuestro héroe y se disponía a seguir al carruaje una vez recuperado de su asombro cuando lo detuvo una voz a su espalda:

—¡A vuestro servicio, señor caballero! Es un placer volver a veros –Bellamonte se dio la vuelta y vio al noble del gabán verde a quien pocos días antes le había salvado su talego. Este iba unos veinte pasos por detrás del carruaje de la condesa junto a otro noble de su ralea y los criados de ambos. A continuación, le preguntó al marqués de dónde venía y adónde se dirigía. Bellamonte respondió que venía de la ciudad, atravesando el bosque, y que se dirigía a la siguiente aldea, hacia donde se dirigía el carruaje.

p. 115—Si no tenéis asuntos demasiado urgentes que despachar, señor de Laideval –le dijo el noble–, os ruego que tengáis a bien visitarme en mi casa. Vivo en la aldea hacia la que os dirigís y acompaño a mi hermana, que viene de visita.

—¿La que va en el carruaje…? –lo interrumpió el autor.

—Es mi hermana –dijo el noble rural, al tiempo que notaba el gran asombro que producía en el caballero, una estuperfacción tan notable que se vio empujado a preguntarle por el motivo.

—Creía haber visto a vuestra señora hermana en otro lugar –replicó el señor de Laideval.

—Muy bien, entonces la volveréis a ver –respondió el noble hacendado–, así que veníos conmigo. De otro modo, nos perderemos el almuerzo que a punto están de servir. Venid, pero no creáis que voy a serviros platos delicados; un conejo y tantas botellas como gustéis beber de una buena, oh sí, excelente cerveza de pueblo. –Y en ese punto Laideval, pues así es como voy a llamar a mi héroe hasta el final de esta parte, Laideval, así pues, admiraba los prodigiosos caminos de la providencia y no se hizo mucho más de rogar por el hermano de su amada, sino que marchó a caballo con él. El otro noble rural, que era igual de indómito que su vecino, pues también él vivía en la misma aldea, se ofreció también a ser su huésped, y asimismo instaron al autor, el cual, tras ser preguntado, se presentó como el secretario del señor caballero. Esta cortesía del noble no puedo atribuirla sino al anillo regalado, pues en modo alguno era propia de él.

Así pues, cabalgaron hasta la hacienda del noble. En cuanto entraron en el salón, se presentó ante ellos una escena admirable: la condesa de Villafranca se encontraba allí y conversaba con su doncella acerca de la repentina aparición del marqués. Podréis juzgar cuán grande fue su asombro cuando vio entrar al mismo en la sala, precedido por su hermano.

—¡Mira! ¡Lene! –comenzó a vociferar el último–. Te traigo unos invitados. Encárgate de la cocina y sé considerada con ellos.

—¡Pero cómo! ¡Señor caballero! –dijo ella y se desplomó desconcertada en su silla. El marqués se quedó confundido al verla, se acercó a ella y la abrazó a la altura de las rodillas, y apenas si podía articular otra cosa que no fueran suspiros y alocuciones entrecortadas.

—¡Por todos los demonios! ¡Vosotros! –dijo el señor anfitrión–. ¡Vosotros os conocéis! Qué cosas más extrañas hace esa majadera de Lene. Ten dignidad y no gimotees de ese modo; y vos, señor de Laideval, me vais a convertir a la moza en una presuntuosa si os humilláis de ese modo.

A Bellamonte esta zafia argumentación le atravesó el alma. No podía reprimir observar con desprecio a esta persona, a la que además no consideraba el verdadero hermano de su amada. La mujer recobró la compostura antes que él. Le ordenó que se levantara y se dirigió a su hermano:

—El señor caballero –dijo– me conoce, es cierto, mas avergüénzate tú ahora en lugar de nuestra estimada señora madre de que él sí me ha comprendido. Él es el caballero a quien algunos días ha se recibió de manera tan indigna en casa de aquella, como tú bien sabrás. –Esto hizo germinar algunos pensamientos en la cabeza del hermano, quien, no obstante, debido a la composición excesivamente somática de su cerebro, no era capaz de desembrollarlos del todo. Le rogó entonces a su insigne huésped, no tanto por el socorro prestado, sino más bien por el anillo que llevaba en el dedo, que no le tomara a mal dicho encuentro.

p. 116—Mi hermana –añadió– es buena con vos y vos con ella. Quiere subsanar el error. A mí no me importa. Cierto es que Lene ya es una mujer prometida, mas vos sois un buen hidalgo y un mercachifle tiene que darse por satisfecho con una mujerzuela aunque esta ya se haya acostado con una docena de hidalgos.

La hermosa condesa se ruborizó y se cubrió los ojos con la mano. Laideval se indignó, mas una enérgica imprecación por parte del anfitrión y una sonrisa impertinente de su honorable vecino dieron por concluida esta conversación, tras lo cual ambos abandonaron la estancia silbando y retozando.

A continuación, el marqués se echó de nuevo a los pies de su señora, la cual estaba más interesada en saber cómo había ido a parar allí que en cómo había logrado sortear en casa de su madre el peligro de muerte que lo amenazaba. Tras narrarle que había sido precisamente a su hermano a quien él, la mañana de aquel día tan peligroso para su corazón y para su vida, había logrado liberar de la adversidad de regresar a casa sin su talego, la hermosa condesa coincidió con él en ensalzar los asombrosos lances de la fortuna. Bellamonte le besaba las pequeñas manos.

—Pero, señora mía –dijo él–, ¿podrá este ser indigno de vos albergar alguna esperanza de que mantengáis vuestra determinación favorable a escuchar las pruebas de mi amor y consideréis todavía mi corazón como vuestro?

—Marqués –replicó ella–, me ofendéis si pensáis que pudiera cambiar mi decisión. Tenéis mi permiso para amarme, sí, y os permito albergar esperanzas de un amor correspondido por mí, mas tendréis que ganároslo, eso está en vuestras manos. ¿Qué más podéis desear de mí?

De los labios del héroe enamorado brotaban los agradecimientos más delicados.

—Aún no estoy en disposición de comprender, hermosa entre las hermosas –dijo él–, que mi dicha llegue hasta tal punto. ¡Pondré todo mi empeño en hacer mía esta dicha tanto como le resulte posible a un mortal! ¿Debo hacer frente a los mayores peligros? ¿Debo desafiar a la muerte? ¿O debe mi invencible brazo conquistar principados y reinos para colocar a vuestros pies las coronas de aquellos? ¡No tenéis más que ordenarlo! ¡Una palabra, tan solo una palabra será suficiente para que yo cumpla mi promesa!

Tan apasionado estaba y con tal vehemencia hablaba como indolente y endeble se vuelve ahora mi pluma al describirlo. Sí, el autor, que prestaba atención a cada palabra, de todo el discurso no había logrado guardar en la memoria más que estas. Del resto solamente se quedó con el asunto, en el cual lo más extraordinario era que el caballero había de mantenerse alerta para la liberación de la condesa a una hora conveniente de la noche. Con tales augurios se separó la pareja de enamorados. El señor de Laideval se quedó en la estancia y su amada, siguiendo las disposiciones de su despótico hermano, tuvo que presentarse en la cocina para poner orden, tanto como fuera posible con aquellas prisas. Aquel, mientras tanto, todavía tuvo que soportar muchas preguntas insustanciales de los dos especímenes de hidalgo hasta que por fin se sirvió la cena, por la cual suspiraba, más que su señor, el abatido Du Bois, a pesar de que acababa de tener una conversación sumamente agradable con su Lisette, cuya contemplación le devolvió las ganas de aventuras, pese a que de mala gana había emprendido este viaje con su señor.

p. 117Había observado cómo lo hacía su señor, así que del mismo modo se arrodilló ante la doncella y quiso besar su mano sin mediar palabra. Es de suponer que su silencio se debiera al embelesamiento. Ella, sin embargo, dio un paso atrás. Al aproximarse a la mano de Lisette había desplazado tanto el peso de la parte superior de su cuerpo hacia delante que le habría resultado imposible mantenerse durante mucho más tiempo en tal sumisa posición, la cual se volvió aún más sumisa, pues tan largo como era fue a dar con el rostro en el suelo ante los ojos de la atemorizada muchacha.

—¡Eh! ¡Señor ayuda de cámara! ¡Por el amor de Dios! ¿Estáis bien? –Se acercó a él y con la colaboración del autor lo ayudó a levantarse. Apenas hubo escuchado las palabras de ella, consideró que la mejor manera de justificar su descuido era con una indisposición pasajera y, consecuentemente, fingió que estaba más débil de cuanto aparentaba. No obstante, lo hizo con tal torpeza que movió a risa al autor, pues ponía los ojos en blanco de una manera horrorosa, retorcía el gesto de forma exagerada y bostezaba retorciendo la boca de tal manera que podían verse todos y cada uno de sus largos, amplios y negros dientes. Además de ello, se dejaba llevar como si fuera un tronco y decía con voz ronca:

—¡Ah! ¡Bella Lisette!

Ella advirtió su fingimiento tanto como el autor, pero para guardar las formas se acercó deprisa a Du Bois, a quien el escritor colocó en posición erguida agarrándolo por debajo de los brazos, extrajo un bote de bálsamo con el cual le untó el pulso y las sienes, y asimismo se lo colocó bajo la nariz. Él fingió entonces que comenzaba a retornar en sí. De su debilidad pasó repentinamente a recobrar el ánimo, se levantó, porque ya no consideraba necesario estar arrodillado, y dijo:

—Ya veis, hermosa Lisette, que vuestras delicadas manos tienen tanto poder sobre mí que podríais incluso despertarme de la muerte. Observad la grandeza de mi amor, de mi dicha al haberos encontrado de nuevo y del poder que ejercéis sobre mi cuerpo y mi alma.

La doncella de cámara puede que hubiera respondido, mas su señora salía en este instante de la sala y la acompañó, como era su deber, a la cocina, adonde se dirigió igualmente su admirador, a quien el olor de un asado lo encandilaba casi tanto como el ver a su amada.

39.El capítulo XX de la Segunda Parte de Don Quijote comienza igual: «Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo con el ardor de sus calientes rayos las líquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba». Habitual epíteto del dios Apolo en la mitología clásica, generalmente utilizado para referise al sol.