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Capítulo VI
Del semblante de crítico de arte de un noble rural

Se sentaron a la mesa y la comida comenzó con mayor sosiego que la noche anterior, probablemente porque la composición presente de la mesa armonizaba mejor que la del día de antes. Los nobles rurales conversaban acerca de sus cacerías –sin mencionar que, debido a la carencia de munición, apenas si cazaban una liebre a la semana–, de sus perros, caballos, de la caza de aves y de los encuentros de la nobleza. Estas conversaciones siempre venían reforzadas por severas imprecaciones y atormentaban no poco los delicados oídos del marqués y de la condesa, quienes de tanto en tanto tomaban parte en la conversación para que no pareciera que despreciaban el trato de la alta nobleza. Al fingido Laideval le quedaba el consuelo de poder de tanto en tanto tomar las pequeñas manos de su amada, la cual estaba sentada a la cabecera de la mesa entre él y el hidalgo desconocido. El señor anfitrión, por su parte, se había sentado junto al autor, que le parecía mucho más bizarro que el caballero, pues había demostrado ser tan ducho en el beber que le dijo:

—Señor secretario, por todos los diablos, bebéis tanto como yo y algunos más de mis parroquianos juntos, y eso que yo no soy ningún bisoño en esto de empinar el codo.

El autor sonrió ante esta declaración y, de hecho, se enorgullecía de ello. Laideval, en cambio, tomó la palabra y dijo que no le gustaría que lo tomaran por un bebedor, pues siempre lo había considerado diametralmente opuesto a la distinción en el decoro. Todavía siguió hablando un rato de ello y aquellos nobles lo escuchaban, pero no lo entendían, y solo el autor repuso que en cierto modo cabría diferenciar la distinción del decoro. El anfitrión los interrumpió con un par de grandes copas en la mano y dijo:

—¡Que vivan los bebedores! Que no se me note hoy que me voy a tomar yo solo un barrilete.

A continuación, se puso a empinar el codo junto con el noble rural y el autor, pues mientras tanto Laideval prefería pasar el tiempo diciéndole las cosas más agradables a su encantadora condesa. Ambos se congratulaban por la buena marcha de sus propósitos y solamente discutieron un par de detalles menores. La señorita vio que su jovial hermano comenzaba con su acostumbrado juego y que tras haberse retirado los platos pretendía enlazar la cena con el almuerzo bebiendo de manera ininterrumpida. Así pues, se marchó de allí. Laideval, por su parte, le expuso al autor la confabulación para que no se extenuase en demasía con la bebida. El autor se lo prometió, pero no lo cumplió, tan poco como Du Bois, que poco a poco iba sucumbiendo a los efectos de la buena cerveza de pueblo.

El autor se había animado a hablar. Su vanidad comenzaba a descollar y entretenía a los nobles con asuntos que estos no comprendían. El anfitrión comenzó a cantar una cancioncilla que era una jácara popular y su vecino lo acompañaba al coro.

p. 119Pero no sé yo en verdad qué es lo que me pasa. Mi narración está adoptando, así como lo percibo, una apariencia lánguida. ¿Será que me falta mi musa? ¡Musa desleal! Quieres convertirme en el hazmerreír de los críticos, pero el recuerdo de la señora para cuyo divertimento escribo ha de animarme y voy a apremiarme a despabilarme a pesar de la falta de constancia de la musa. Los pensamientos a vos dedicados, angelical Fillis, adquirirán una apariencia apasionada si han de asemejarse a mis sentimientos.

Así pues, se percibían algunos gestos satíricos en el rostro del autor con respecto a la canción del noble rural. Este lo notó y dijo:

—Señor secretario, parece que no os gusta esta canción. Voy a cantaros una piececilla amorosa. Oh, sí, por mi alma que también sé algo del amor. –Y acto seguido comenzó a entonar la canción. En francés, la canción He, dis moi, bonne Joannetoa –dime, oh, hermosa pastorcilla mía– es del mismo género que esta, la cual no resultaba del todo del gusto del autor.

—Señor mío –dijo–, esas canciones son de un cierto gusto que resulta no ser el mejor. ¿Os gustaría en su lugar escuchar una mía? –y comenzó enseguida:

¡Mira, bella Fillis, cómo mi corazón,
Mi fiel corazón late!
Cómo lo agita, con violencia,
Un dolor inusual
Y cómo el pesar que me conmueve
Priva de todo color a las mejillas.

La mirada languidece, me desvanezco.
¡Ojalá te afecte mi sufrir!
Escucha este ay apenas audible
Perdiéndose en el aire.
Y si tu boquita lisonjea a otros,
Mi sangre se estremece, borbota y brama.

Lleno de temor y de locura
Me lamento en los bosques
Me protege un páramo
Compasivo ante los campos,
De otro modo, habría hecho ya,
Por ira y venganza, lo que yo sé.

Ah, Fillis, ¿eres benévola con los pisaverdes?
¿Con la fuga en sus bailes?
¿Amas el oro inerte del jubón?
¿Te atrae el brillo del reloj,
Una canción, la chanza de un poeta sagaz,
Más que mi corazón fiel y afligido?

¡Qué feliz sería si el yugo de Amor
Nos uniera hasta la muerte!
¡Con qué placidez, Fillis, besaría
Esclavo tus manos!
Más feliz de cuanto lo es el dios de la guerra
Cuando besa los senos de Citerea40.

p. 120—Que me lleven los demonios si la última parte no es la mejor –gritó el noble rural–. También a mí me gusta besarle los pechos a una hermosa muchacha. Por mi alma que no hay nada mejor que las muchachas. Pero señor secretario, vuestra cancioncilla no me place, y no sé por qué, pero sí... hay tantas cosas raras en ella. ¿No os sabéis ninguna bella aria? Cantadnos algo.

—Bien –respondió el autor–, os haré escuchar un aria que es una de las piezas más cómicas que he compuesto. Pero me gustaría deciros antes de cantaros la canción que por fuerza ha de ser buena, pues está compuesta siguiendo el modelo de Horacio, quien siempre gozaba del acompañamiento de nueve musas que nunca lo abandonaban.

—¡Vaya! –exclamó el noble–. ¡Ese Horacio debe de haber sido un buen rapaz! ¡Con nueve rameras! Pero cantad, señor secretario. –Y se quedó en silencio escuchando:

Muéstrame a tus dioses del amor,
Dijo hoy Stax, el burlador de los poetas41,
Mientras yo le cantaba a mi Fillis.
Ven tú mismo, le dije, y observa
Los esfuerzos en el amor de nuestro pisaverde,
De los que daba cuenta el tañido de mi lira,
Y así conocerás los lugares
Donde han de habitar los Amores.

Sobre los labios encarnados de Fillis,
En lo alto de los acantilados de alabastro
De su pecho henchido,
En las miradas apasionadas
Se encuentran para sojuzgarnos
Y allí baten las alas con gozo.
Pero toma prestados mis ojos
Si es que quieres ser capaz de verlos.

―¡Ya véis, señor –dijo con gesto triunfante– que esta piececilla es verdaderamente cómica!

—No sé yo a qué viene esta aria –replicó el señor anfitrión, y el supuesto Caballero de Laideval apenas si lograba contener la risa viendo al autor tan ocupado en educar en el buen gusto a un noble rural. El otro noble, por su parte, dijo:

p. 121—Me parece que esta piececilla a punto habría estado de gustarme un poco, pero contiene demasiadas palabras extranjeras: eso sí, Amor sé lo que significa –y en diciéndolo se echó por el gaznate una jarra entera–. Veo que sois un poeta o compositor de versos. El día que me casé aprendí qué significa la palabra poeta, pues así calumniaban a quienes me componían versos. ¿Así que no tenéis nada cómico entre vuestras cosas? Cantadnos una. –Y el anfitrión ratificó su ruego. Laideval, a quien las canciones le habían agradado y que lamentaba que ambos nobles no tuvieran un mejor gusto, quiso entremeterse en la conversación. No obstante, el autor no lo escuchó, vació su copa y se puso a cantar:

Ningún ímpetu audaz, ninguna pasión vertiginosa
Estremece ya las cuerdas doradas de Alceo42.
Ya no tañe la nueva lira
De sangre y triunfo, de héroes y luchas.

Donde, cabe el arroyo argentino,
Bebía Anacreonte con su musa43
Y donde su ay lujurioso,
Salido del pecho de la muchacha, se desvencía en el aire,

Allí la vi, a la musa, detenida,
Aún ardía de amor y de vino,
No quería ir más engalanada,
No estima el oro ni las piedras preciosas.

Su juvenil rostro conmueve
Su sonrisa seduce, y pícaro es su saludo
¡Cuán presto me sedujo su mirada!
¡Cuán presto desearía besar y beber!

Oh, Fillis, se te asemeja tanto
Como si fueras tú misma, aunque de gesto más distendido.
Con las dos sería más que rico,
A vosotras dos quiero serviros sin reposo.

Meónidas, no siendo ya tu hijo44,
Te abandono a ti, a Lucrecio y a su argumentación45.
Me pongo del lado de Anacreonte,
Oh, Fillis, ojalá hicieras de mí un Flaco con tus besos46.

Deberías ser mi musa.
Si Apolo me negara las más altas musas,
Baco al menos me escanciaría vino,
Y mi descarada mirada se desviaría a tus tiernos senos.

Mas, Fillis, musa, chanza y vino,
¿Habrá de estremecerse nunca mi lira por los héroes?
Horacio ya no quiere ser poeta,
Y debe serlo, pues la ira y el ardor aún moran en él.

p. 122Así como al caballero le agradó en gran medida esta canción, el noble anfitrión reconoció que no había entendido ni una palabra de todo ello.

—Lo único que me ha gustado mucho –dijo– ha sido lo del chico del nombre endemoniado que bebe con su musa.

—Señor secretario –añadió el otro–, ¿me equivoco o la palabra musa significa puta de poetas?

Laideval no pudo reprimir una risa estruendosa. El autor se habría enojado si no lo hubieran pacificado con un par de grandes copas. Sin embargo, ya no quiso cantar más y así llegó a su fin la crítica del hidalgo.

40.Nombre con el que se conoce también a Afrodita, diosa griega de la belleza y del amor. El dios de la guerra del que se habla aquí es Ares, amante de Afrodita.

41.Stax es un personaje de origen desconocido que aparece en algunos poemas de la literatura alemana, entre los cuales destacan varios de Gotthold Ephraim Lessing (1729–1781), por ejemplo Thrax und Stax o Der kranke Stax. Este personaje se nos presenta siempre con cualidades negativas, como alguien simple, necio y desgarbado.

42.Alceo de Mitilene (siglo VII a.C), poeta lírico griego del cual nos han quedado partes de sus obras gracias a las traducciones al latín que realizó Horacio, quien lo tomó como modelo. Para Kurth-Voigt (Zu den Texten 333), Neugebauer se refiere a Alceo de Mitilene o Lesbos, cuya poesía trata sobre el amor, la política y el vino. Alceo fue, supuestamente, amigo y amante de Safo, con la que habría intercambiado poemas.

43.Poeta griego del siglo VI a.C cuyas composiciones cantaban al amor, al vino y a los placeres terrenales.

44.Sobrenombre con el que se conoce a Homero por su lugar de nacimiento, Meonia, que es como se conocía en su época al reino de Lidia.

45.Tito Lucrecio Caro, poeta y filósofo romano del siglo I a.C., autor de De rerum natura, única obra que nos ha quedado de él gracias a Cicerón, quien editó el poema a la muerte del poeta.

46.Hace referencia a Horacio, cuyo nombre completo era Quinto Horacio Flaco.