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Capítulo VIII
Disputa entre la Gratitud y la Codicia

Aquí termina la primera escena, que más tarde enlazará con las siguientes. Mientras todo ello sucedía, el hermano de la condesa protagonizaba otra escena, y ello a solas, sin compañía. No tenía a nadie a su alrededor. Todo estaba en silencio. En su casa todos estaban acostumbrados a que se emborrachara, y cuando lo hacía, ni siquiera su criado se preocupaba de cuándo o de si se retiraba a descansar.

Se encontraba, así pues, solo. Su constitución robusta lo protegía de la embriaguez excesiva que afectaba a los demás y en esta soledad se quedó cavilando acerca de la actitud del Caballero de Laideval. Recordó que lo habían presentado como a un marqués y le vino a la mente la aventura en la hacienda de su madre. Sabía además de los amores entre aquel y su hermana, la cual ya había sido prometida a otro. Estas cavilaciones no auguraban nada bueno para mi héroe. Por otro lado, la generosa liberación acaecida hacía tan solo unos días junto con el regalo del anillo hablaban mucho en su favor. Pese a todo, le rondaba en la mente que Laideval pudiera ser uno de los famosos bandidos y la aparición del autor en calidad de su secretario le parecía más propia de un ladrón que de un hombre honrado. Ora lo ponía en duda, ora lo consideraba un merodeador, y pensaba que ni podía haber adquirido los objetos de valor que llevaba consigo de manera honrada, ni que fuera posible que tuviera ninguna posesión en esta región o que pudiera gozar de prestigio, pues no le venía a la mente ningún señor distinguido que pudiera ser él y, además, se le notaba claramente que debía de ser asimismo originario de aquellas tierras. Su cicatería, a la que las bebidas ingeridas apartaban del camino todas las dificultades que de haber estado sobrio le habrían resultado casi insuperables, lo llevó a tomar la decisión de detener a su invitado bajo un pretexto cualquiera.

Permítasenos mencionar en este punto que una pasión en su punto más álgido no es capaz de notar las cosas que hacen del todo imposible la realización de su propósito o que podrían suponer una traba significativa a causa de las consecuencias que pudiera acarrear. Igual que a nuestro corazón le gusta, en sus actos más pérfidos y tenebrosos, guardar para sí al menos una apariencia de justicia, este explora todos los demás motivos que desaconsejan la satisfacción de la pasión. Uno parece ver, sin embargo, que todos esos motivos quedan rebatidos con una gran apariencia de verdad. En consecuencia, nuestro proceder está justificado esté constituido como quiera que lo esté. En una tesitura tal se encontraba el noble: su pasión se encontraba en su punto más álgido y no ponderaba más que las causas que podía refutar enseguida. Su codicia estaba reñida así con su gratitud y sobre tales disputas, que forman parte de la historia de nuestras emociones, se ha escrito hasta hoy tan poco, a pesar de su provecho, que voy a emplear a tal efecto algunas líneas en personificar a la Codicia y la Gratitud.

Esta última contradijo a la primera y se dirigió al noble con las siguientes palabras:

p. 127—Piénsalo bien antes de traicionar a una persona que salvó tu dinero y quizá también tu vida. Si no hubiera sido por él, puede que ahora no estuvieras en condiciones de causarle perjuicio.

La Codicia, sin embargo, repuso:

—Pero esta persona es un salteador de caminos. No puede ser otra cosa. Es obvio que no es ningún caballero ni marqués de Francia, como dice ser. ¿Por qué razón habría cambiado de nombre si no tuviera intenciones infames? Así que puedes traicionarlo sin temer que tu honradez sufra perjuicio alguno. Te debes más al príncipe que a ti mismo. –La Gratitud, por su parte, le mostró el anillo recibido, pero la Codicia replicó–: Este anillo, junto con el resto de objetos de valor, es más que probable que los haya robado y puede que todo ello pase a ser también tuyo si, sirviendo a tu príncipe, entregas a un extraño a la autoridad, tal como sin duda merece, y podrías así enriquecerte sin cometer vileza alguna.

La Gratitud, sin embargo, le adujo que no se sabía con certeza si este hombre era un ladrón. Al menos no tenía apariencia de serlo y quizá hubiera otros motivos diferentes a ese que lo obligaran a ocultarse tras ese nombre. A ello rebatió con determinación la Codicia que uno no ha de fiarse de las apariencias, y que aunque no pareciera un ladrón, bien podría serlo, o incluso algo peor, un traidor o un espía de otro príncipe. Asimismo le expuso el amor que al parecer profesaba por su hermana.

—Quizá sea rico, en cuyo caso es un espía, y así su cortejo no será más que una afrenta. Si es un ladrón, intentará traer a la hacienda a su banda con su intercesión como parece que ya hiciera una vez; o puede que intente deshonrar a toda la familia dando al traste con un matrimonio del que puedes extraer gran provecho. Así pues, tu honor de noble te obliga a hacer que lo detengan.

Ante tales acertados argumentos, la Gratitud tuvo que guardar silencio, y dada la constitución de ánimo del noble, no lograba recordar cuáles serían las consecuencias de esta detención si el Caballero de Laideval no fuera solo un hombre honrado, sino también rico y de prestigio.

Así pues, la Codicia se había impuesto. El noble ya se regocijaba pensando en las joyas y la bolsa de su invitado. Y así, llamó con tanto sigilo como le fue posible al guardián. Le ordenó marchar a por el juez y los alguaciles de la aldea con el pretexto de que allí se hospedaban algunos sospechosos a los que había que detener. El guardián le contó entonces que había escuchado unos golpes y gritos fuera, en la parte de la casa que daba al foso, y dio con ello aún mayor justificación al propósito y las sospechas de su señor. Una vez que el guardián ya se hubo marchado, escuchó él mismo algunos ruidos en la casa y después un estruendo como de caballos en el patio, que, no obstante, quedó en silencio poco después. En este punto imaginó que toda su casa había sido tomada por ladrones y asesinos. Salió al patio y llamó a los mozos mientras esperaba sobresaltado la llegada del juez.