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Capítulo IX
Que se ha tomado de una novela de caballerías española

Al mismo tiempo se producía la tercera escena ante la ventana de la condesa de Villafranca. Adivinarán sin dificultad que el actor principal era conocido como Caballero de Laideval. Este se había desplazado pronto hasta aquel lugar con la esperanza de encontrar allí a aquella y a sus propios compañeros. Pero se equivocaba en ambos puntos. El motivo de que estos últimos no hicieran acto de presencia ya lo conocerán mis lectores. La primera, por su parte, mientras esperaba a su amado, había caído junto con su doncella de cámara en un profundo sueño que el héroe, gracias a su ingenio, pudo deducir de los ronquidos atronadores de Lisette. No era tan descortés como para golpear la ventana y mucho menos para escalar hasta allí y despertarlas. Sí sentía, sin embargo, algo de preocupación por el retraso en su propósito. Pese a ello, en ese instante su mano le recordó que llevaba su magnífica espada y se desvaneció así su temor a ser descubierto.

Andaba a grandes pasos de un lado a otro por delante de la casa y aguardaba lo que la fortuna le quisiera deparar. La luna de aquella noche no emitía su resplandor, sino que les daba a las titilantes estrellas toda la libertad para que relucieran cuanto quisieran, a las cuales ningún envidioso velo de nubes ocultaba tampoco de las miradas de astrólogos u observadores de la bella naturaleza.

No sé cuáles pueden ser los encantos de una noche así. No obstante, sí los tiene y no resulta tan sencillo aducir el motivo de aquellos como el de los encantos del día. Hay quien prefiere la noche al día y, sin embargo, los argumentos son confusos cuando trata de alegar las razones de esta predilección. Reina allí el silencio, al que siempre acompaña el epíteto de sagrado, pues todo el tiempo se celebran en silencio los usos más respetuosos de los servicios religiosos, y al mismo tiempo predispone nuestro ánimo para emociones elevadas. Homero, que da a cada cosa el epíteto que le corresponde, la denomina siempre la divina, la bendita, la ambrosíaca noche, y lo hace sin duda teniendo en cuenta ese silencio, o precisamente porque, dado que no se mueve ninguna criatura, los espíritus adquieren su esencia en este momento.

p. 129Pese a la belleza de estas observaciones y que sería conveniente extraer de ellas otras aún más hermosas, el marqués no percibía nada de ello ni del horror de esta noche, aunque estaban a punto de dar las doce, esto es, la hora de los espíritus. Sus pensamientos estaban ocupados solo con la amada condesa de Villafranca y con las perspectivas de su actual hazaña. Se encontraba ahora mismo en el culmen de sus aspiraciones y ya imaginaba con qué brillantes expresiones describiría el autor esta grandiosa hazaña. Encontrarse en las mismas circunstancias en que habían estado tantos caballeros, príncipes y marqueses antes de él le producía una sensación tal de entusiasmo que desbordaba de alegría por los cuatro costados. No podía evitar hablar consigo mismo y yo tampoco puedo evitar reproducir ese monólogo suyo. Oh, musa, tú que inspiraste a nuestra Safo y al gran La Calprenède en los excelentes monólogos de héroes regios, permíteme ser el eco del famoso Bellamonte48.

—Fortuna –dijo–, que siempre apareces y desapareces, Fortuna, cesa ya en tu persecución. Mis deseos se cumplen y me encuentro en una disposición que nada tiene que envidiar a las coronas. Cuán poco envidio el sino de los príncipes, pues deberían aventajarme en grandeza de alma, amor y valentía. Ah, bien sabía yo que mi corazón no fue modelado en vano como realmente lo está. Esto me refuerza en la opinión de que jamás nacemos con unas ideas que resultan innecesarias, cuando no un impedimento, en nuestros cometidos. Mi afecto se ve ahora colmado. Ha encontrado un objeto cuyo amor no abarca solamente mi cuerpo, pues con gran probabilidad puedo contar con el amor correspondido de mi divina Villafranca, un objeto que me da pruebas de ello abandonando, por amor a mi persona, unas tierras cuyo cielo le otorgan hasta donde alcanza su memoria los influjos beneficiosos a los que ha de agradecer la perfección de su hermosura. ¡Hasta este punto he llegado! ¡Y si se descubrieran mis intenciones! ¡Por todos los cielos! ¡Cuánto no agrandaría ello mi fama! Un alma noble que se proponga vencer, vencerá, y aunque todo el mundo se ponga en su contra. Mi espada, que en todo momento ha sido gobernada por un brazo invencible, no hará otra cosa que vencer. Compañera fiel de mis hazañas, sé ahora mi protectora así como yo soy más ornato tuyo que tú mío –y en diciendo esto desenvainó el arma ancha y reluciente, la observó y la empuñó con un gesto que asemejaba al del dios de la guerra–. Esto ha de suponer una nueva perpetuación de mis proezas –continuó diciendo–. Habrá de enaltecer aún más mi memoria. Cuánta dulzura siente un alma excelsa al pensar que siempre será famosa, tan famosa como me prometen mis hazañas y el talento de mi cronista.

Entretanto, percibió algunos ruidos en la habitación de la condesa. Se acercó a la ventana y encontró allí a su amada.

—Señor marqués –dijo ella–, ¿ya estáis aquí? ¿Lo habéis dispuesto todo?

—Señora mía –respondió él–, me veis aquí dispuesto a liberaros de esta vuestra esclavitud en la que suspiráis, o a sacrificar mi vida a vuestros pies. Solamente estoy esperando a que mi gente llegue con los caballos para llevaros a un lugar seguro. Esta espada –prosiguió– me abrirá camino en todo momento y aun si me pidierais que atravesáramos ejércitos enemigos completos.

A continuación, entablaron una conversación de todo punto conforme al carácter de ambos.

p. 130—Y aun si me ofrecieran coronas –dijo Bellamonte–, las rechazaría para vivir como vuestro esclavo. ¿Pero seréis tan cruel, hermosa condesa –añadió con los ademanes más enamorados–, como para dejarme en la terrible incertidumbre de si en verdad os resulto indiferente? Si me dierais la más mínima esperanza de que no es así, veréis que ocultaré mi sufrimiento con venerable respeto hasta que vuestra generosidad tenga a bien coronar la perseverancia de mi fiel corazón. Sí, os prometo, hermosura divina –y en esto hincó una rodilla ante la ventana– que seréis el resto de mi vida mi diosa en la Tierra. Pero, ¡ay!, mi indignidad me impide guardar la esperanza de resultaros poco más que indiferente. De todos modos, un rayo de esperanza tal me alentaría aún más. Haría frente al mundo entero y por necesidad mi brazo saldría vencedor.

La hermosa señora de Villafranca estaba maravillada de escuchar hablar así al marqués y Lisette no dejaba de decir:

—¡Qué tierno! ¡Qué conmovedor! ¡Ah, señora mía, qué dichosa debéis de ser!

Aquella también lo sentía así. Si no hubiera sido de noche, Bellamonte habría visto con claridad en su rostro mucho más de cuanto ella quería decirle. Pese a todo, con gran regocijo lograba él percibir en el encantador tono de su voz que sus palabras habían surtido gran efecto en el corazón de ella. Y así le respondió:

—Señor marqués, ¡tened en cuenta lo que estáis exigiendo! ¿He de confesaros lo que el decoro femenino prohíbe? Creía que os esforzaríais más en interpretar mis actos… Descubriríais… Mas sois realmente impetuoso… ¿Os haría mi…? Ah, desagradecido, ¿veis bien abrumarme de este modo? –añadió con una voz tan afectuosa que el héroe, lleno de amor, dicha y entusiasmo, estaba totalmente fuera de sí.

—¡Divina señora –exclamó y se levantó de tierra–, divina señora, haced conmigo lo que queráis! Nada más os exijo, mas la Fortuna es tan envidiosa que me impide agradeceros de rodillas vuestra merced y la dicha de poder besar vuestras hermosas manos. –A continuación, se acercó a la ventana. La hermosa condesa le tendió una mano tanto como le resultaba posible, mas no le alcanzaba más que hasta las narices a pesar de que él se había puesto de puntillas y de que se agarraba a la cornisa de la ventana.

Él lanzaba hondos suspiros por no poder deleitarse en esta ventura cuando Du Bois se aproximó con los tres caballos. Este le dijo:

—Señor mío, ¿estáis aquí?

Bellamonte respondió y preguntó por el autor. Tuvo que escuchar que no estaba allí y lamentó de nuevo su fatalidad por verse impedido de liberar a su amada. Después lamentó ante su ayuda de cámara que la condesa hubiera querido concederle su gracia permitiéndole que le besara la mano y que la ventana estuviera demasiado alta. Deploró con las expresiones más amargas esta circunstancia. Du Bois, que para todo tenía un remedio, dijo:

p. 131—Señor mío, si no hay más que eso, acaso os puedo ayudar. Allá en un rincón hay un gran tronco de madera con el que me he dado un golpe de mil demonios en el pie cuando venía hacia aquí. Tomémoslo y coloquémoslo debajo de la ventana. De ese modo estaremos lo suficientemente altos como para alcanzar la ventana. Debían de ser obviamente los efectos de la bebida en su caso, y en el de su señor los del amor y sus altos pensamientos, los que les impidieran pensar que sentado a lomos del caballo habría podido llegar de igual manera hasta la ventana. Así pues, con gran esfuerzo arrastraron el tronco hasta debajo de la ventana y Bellamonte se subió encima. Ahora podía besar a su antojo la delicada mano de la hermosa Villafranca. Du Bois sintió asimismo un anhelo similar. Ascendió junto a su señor al tronco y dijo en voz baja:

—Hermosa Lisetilla, dejaos ver vos también para así reconfortar a este vuestro fiel servidor.

Lisette apareció allí de buen grado, se colocó junto a su señora en la ventana y respondió:

—¿Así que me vais a liberar pronto, señor ayuda de cámara?

Él le aseguró que pondría su vida en esta empresa y le rogó con tal pasión que le permitiera besarle la mano que con su boca de repente rozó la de ella, porque esta había inclinado el rostro en gran medida para así poder hablar con él en voz más baja.

—Eh, eh, eh, señor Du Bois –dijo y se enderezó, aunque le dejó la mano. Ella iba ya a preguntarle de dónde provenía aquel olor que percibía y que emanaba de la chaqueta embadurnada de su amado cuando se lo impidió un montón de gente pertrechada con todo tipo de armas, tanto ordinarias como tomadas a toda prisa, gentes que portaban antorchas y que doblaban en ese momento la esquina del edificio. Los dos aventureros apenas si tuvieron tiempo de lanzarse a los caballos y desenvainar las espadas para enfrentarse a este enemigo, pues además Du Bois había fijado las bridas a una viga. Las señoras se sobrecogieron y la condesa se desmayó.

48. Safo de Mitilene (ca. 650 a.C.-580 a.C.), poeta griega de la época arcaica. Su lírica, apreciada por Platón y admirada por el poeta latino Ovidio, es de temática fundamentalmente amorosa.