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Capítulo X
De la reputación de un juez: un duro combate y continuación de la aventura del autor

En este punto se entrecruzan las tres escenas en una sola, que está compuesta de tal manera que por fuerza honrará a mi pluma.

Aquel montón de gente que se iba acercando estaba compuesto por mozos y criados del noble a los que este mismo lideraba y por los alguaciles de la aldea, a la cabeza de los cuales se situaba el juez, con serio gesto de autoridad. Sin embargo, encontraron al marqués y al ayuda de cámara ya prestos a defenderse. El noble se amedrentó al verlos a caballo y empuñando la espada, pues sabía por su madre, y él mismo había visto en el suceso con los bandidos, cuán intrépido era. Hizo así que todos se detuvieran y el juez tuvo que dar un paso adelante.

Así pues, este honorable señor, a quien el noble ya había puesto en antecedentes, se acercó adonde estaba Bellamonte tras depositar su escopeta y con la cabeza descubierta. Vio este que no quería causarle daño alguno, de modo que escuchó lo que le tenía que decir:

—Señor, yo soy el juez de esta aldea, y puesto que he escuchado que sois un extraño y algunos sospechan de vos, es así pues mi deber aconsejaros que permanezcáis bajo nuestra custodia hasta que recibamos notificación fidedigna de vuestra condición. Acceded pues a entregarme vuestra espada y cuanto llevéis con vos de objetos de valor, y yo me haré cargo de ello.

Así concluyó el juez. Bellamonte, por su parte, estaba colérico por esta injuria y replicó:

—Amigo juez, has de tratar a gente de mi condición con la mayor deferencia. Incluso el indecoroso noble por orden del cual estás ahora aquí la merece. Y tú, acércate si es que tienes una vena noble en el cuerpo y dime qué es lo que te ha movido a proceder así. Sin conocerte, me comporté por pura magnanimidad como un verdadero amigo. Cierto es que dejé de serlo porque tú y tu respetable madre queréis obligar a la sin par señora, a quien tú haces pasar por tu hermana, a que se despose con un individuo cuya baja estofa y mezquino juicio le hacen indigno de una unión tan distinguida como esta. Yo mismo no soy digno de ella, lo reconozco, mas confieso ante todos que mi amor por ella es tal que solo yo en este mundo, si consideramos tan solo a los mortales, puedo ser quien ose ganarse el favor de esta señora. Y este derecho –concluyó alzando su poderosa espada– lo defenderé hasta mi muerte.

p. 133Todos quedaron atónitos y Du Bois se creció aún más en vista de la audaz intervención de su señor. Recordó cómo los dos aprendices en la anterior posada se habían dado por vencidos sin un solo golpe de espada. El juez volvió a realizar su exposición acerca de las sospechas y añadió que no se encontraba sin motivo en este lugar a horas tan intempestivas. Después le exigió de nuevo con su cara de burgomaestre de ciudad de provincias que se entregara y le amenazó con hacer uso de la fuerza. El heroico marqués, sin embargo, se rio de estas amenazas y respondió:

—La razón por la cual me encuentro aquí es porque quiero liberar a la mencionada señorita del sometimiento que sufre y llevarla a un lugar seguro.

Las antorchas que habían traído permitían ver con claridad con qué terrible semblante y ardiente mirada dijo lo siguiente:

—Voy a llevar a cabo mi propósito en vuestra presencia. Nada me detendrá –Y así se dirigió ante la ventana y esperó la acometida que pronto ordenaron el noble y el juez.

La condesa, entretanto, había recobrado el sentido. Supo por Lisette el curso de los acontecimientos y presas del temor, de la angustia, pero también de dicha por el cumplimiento de sus deseos, se colocaron en la ventana para desde allí alentar aún más a sus caballeros. Los enemigos amenazaron con armas de fuego. Bellamonte, por su parte, estaba mejor armado con estas que en su primera salida. En consecuencia, los del bando del noble arrojaron sus viejas escopetas para abalanzarse sobre los dos que iban a caballo. Acometieron con espadas, sables y horcas completamente oxidados. Cuando vio esto, el marqués escondió sus pistolas, pues no tenía en estima estas armas; los combates a espada eran, en su opinión, los únicos dignos de caballeros.

Justo en ese momento llegó el autor totalmente desconcertado y, sin sombrero ni peluca, con el hidalgo pisándole los talones. Este último llevaba en la mano un cacharro medio lleno con el que amenazaba con rociar a su enemigo. Antes, cuando había entrado de un salto y caído en la alcoba de Du Bois, había tocado con la mano el recipiente en cuyo interior el ayuda de cámara había llevado a cabo su deposición, y el olor que se extendía desde allí a toda la alcoba le reveló qué contenía. Cuando se hubo levantado y bregado con el autor, se acordó de una verdadera maldad propia de los nobles rurales. Tomó el cacharro y lo amenazó con él. Aquel, sin embargo, se escabulló y el otro salió en su persecución. Al final, lo descubrió ante la ventana de la condesa y le arrojó al infeliz autor este cacharro a la cabeza, con tal tino que no solo el contenido del mismo le recorría la cara y todo el cuerpo, sino que además el recipiente hacía las veces de casco allí donde debía estar la peluca. Un casco este que, en lo concerniente a lo maravilloso, no le iba a la zaga al yelmo dorado de Mambrino. Con esta estampa saltó el autor sobre su caballo y desenvainó la espada cuando vio la situación. El hidalgo, por su parte, pasó a ser el décimo hombre del bando contrario a petición de su señor vecino.

En este punto se produjo un terrible combate entre los de a caballo y los de a pie. Estos últimos recibieron en la primera cometida algunas heridas, lo cual llevó al hermano de la señorita a pensar que los generales no deberían exponerse demasiado en la batalla y, así, se colocó en la retaguardia, desde donde exhortaba a la batalla con voz potente. No obstante, no pudo evitar que dos de sus mozos, en los que había puesto todas sus esperanzas porque iban armados con horcas, se adelantaran. Acometieron al gran Bellamonte, pero este tipo de armas le eran de sobra conocidas. Espoleó en los costados a su caballo y se metió entre sus dos enemigos de tal manera que nada podían hacer contra sus golpes a diestra y siniestra. Resultaron heridos, pusieron pies en polvorosa y se llevaron con ellos las peligrosas horcas49.

p. 134El autor, que con su casco provocaba la risa de todo aquel que lo acometía, repartía violentos golpes y evitaba que lo alcanzaran con las culatas de las escopetas, pues ya había destrozado un viejo sable. Du Bois no podía mostrarse indolente en la lucha en vista de estos espléndidos ejemplos: corría de un lado para otro y repartía enérgicos golpes con su famosa espada. Entretanto, sin embargo, la parte contraria no había sufrido mayores daños. Bellamonte y el autor veían ya correr su sangre y ello los envalentonaba aún más, si bien los brazos de los tres tenían que mantenerse en constante actividad, pues dado que los golpes de espada no lograban alcanzar su objetivo, sino que se empleaban en detener los golpetazos, no habrían podido levantarlos de nuevo si solamente se hubieran detenido un momento. La hermosa condesa, que observaba esta horrenda escena, caía desmayada de tanto en tanto y no cayó en la cuenta, así como tampoco lo hicieron Lisette y el marqués, del nuevo casquete del autor, que con las sacudidas se ajustaba cada vez más. Pero cuando vio que la casaca de Bellamonte estaba manchada de sangre en su costado izquierdo porque había recibido una herida en ese brazo, gritó en voz alta:

—¡Cruel hermano, apiádate de mi Bellamonte! –y volvió a caer desmayada. El marqués lo escuchó y lo vio. Estaba seguro de su amor y confortado en su heroísmo. Vio que el hidalgo había demostrado ser el más audaz porque tenía la mejor espada. Así pues, de pronto pidió que todos se detuvieran porque tenía algo que decir. El juez y el noble contuvieron a su gente pensando que iba a hablar de una rendición. Mas aquel, henchido de sus desvaríos caballerescos, dijo con ademán altisonante:

—¡Ni por pienso me rendiré! Si, no obstante, tuviera que suceder, habrá de ser de otra manera que en un embate desleal. Así, desafío al más valiente de entre los vuestros con la promesa de que me entregaré en caso de que me venciere.

En diciendo esto miraba con tal insistencia al hidalgo manchado con la evacuación de Du Bois que este no dudó que era él el más valiente. Aturdido todavía por la bebida, se adelantó rápidamente, se ofreció al combate y los de su facción tuvieron que prometer que no entorpecerían dicho combate. El marqués se apeó del caballo y todas las miradas se posaban en los dos caballeros. La condesa, que se recuperaba de sus pérdidas de consciencia con la misma rapidez con que caía en ellas, alentaba a Bellamonte en su victoria. Este no se daba por vencido. El noble rural resultó herido en un brazo y él mismo en el muslo, y se vengó con un golpe de espada. El enemigo dejó caer su espada y se marchó gritando y vociferando sin cesar, arrepintiéndose de su osadía.

Apenas si hubo tenido tiempo el marqués, cuya exaltación le impedía notar sus heridas, para montar de nuevo al caballo, cuando el juez y el hermano de la condesa intentaron una nueva acometida. El primero había hecho traer a dos o tres mozos de labranza de su hacienda e intentaba con nuevos ánimos atrapar a nuestro héroe. Para desgracia de todos, en el fervor de la batalla, Du Bois lanzó una mirada al casco del autor. La risa se adueñó de él cuando la luz de las dos antorchas que alumbraban este sangriento espectáculo le hicieron ver la insólita figura del escritor. Olvidó meterse a cubierto de dos enemigos, que inopinadamente lo echaron abajo del caballo. Su viejo sable se partió en dos y sus lomos volvieron a ser víctima de las grandes hazañas de su señor, pues los campesinos lo apalearon de buena gana, y ni Bellamonte ni el autor pudieron auxiliarlo porque de sobra tenían con ayudarse a sí mismos. Como una elevada montaña tan vieja como el mundo mismo, coronada en su parte más alta por abetos y que menosprecia a las tempestades que a su alrededor la hostigan con terribles truenos, así resistía el excelso marqués todos estos ataques.

p. 135Du Bois, aunque trató de reunir toda su nobleza de ánimo, no pudo reprimir un grito que resonó en todo el bosque, pues los golpes de los cañones de las escopetas, que en ocasiones se entremezclaban con puñetazos, eran de lo más atroces y difíciles de digerir. Al final, recordó la treta que ya le había funcionado en alguna ocasión: dejó de oponer resistencia, se dejó caer y los campesinos, que creían que habían terminado con él, pasaron a aumentar el número de los enemigos del marqués. La situación ahora no podía ser peor. El autor lo vio y salió corriendo hacia la oscuridad del bosque, sin por ello alejarse de allí completamente, y exhortaba a Bellamonte a que huyera. Este, sin embargo, no le hizo caso. Lo hizo esperar y volvió a embestir a los enemigos a velocidad vertiginosa. Lograron agarrarle las riendas, a pesar de los golpes que iba repartiendo, que no lograban atravesar las gruesas pieles de los campesinos. Se habían imaginado que opondría resistencia, y la sabiduría del juez había sabido ver cuán necesaria iba a ser esta cautela. Se vio así obligado a apearse del caballo. A gran velocidad se puso en acción y volvió a situarse bajo la ventana de la condesa, cuya encantadora voz y la desgracia de ambos, así como la memoria del ayuda de cámara que todavía yacía en el suelo, y los lastimeros gritos de Lisette por la muerte de aquel volvieron a alentarlo a luchar hasta las últimas consecuencias o morir como un héroe a los pies de su amada.

49.Este capítulo y el estilo cómico-heroico en el que está narrado guarda interesantes similitudes con uno de los episodios del Tom Jones de Henry Fielding, concretamente con el capítulo octavo del cuarto libro, en el que se narran las gestas de Molly Seagrim a su salida de la iglesia. En el estudio cervantino posterior a la novela puede hallarse más información sobre la influencia del autor inglés en la novela de Neugebauer.