LIBRO III

La larga espera afligía tantísimo a Lysis que no pensaba contar con vida suficiente para llegar a ver el día de su partida. Mientras se entretenía en estos pensamientos encontró un almanaque en el estudio de Anselme.

—¡Ajá! Cura de Milmons78 –dijo con gran arrebato dirigiéndose al autor–, ¿piensas que con tu astrología eres capaz de dar con el tratamiento y la cura de mil mundos cuando ni siquiera sabes cómo se gobierna éste? ¡Cómo es que pones que este mes de agosto tiene treinta y un días y no treinta y un meses! ¡Cuánto te equivocas en tus suposiciones! Hazme un calendario aparte para los enamorados donde, al menos, las horas sean días, los días meses, los meses años y los años siglos. Los días en que suframos mil penas sin consuelo serán marcados en negro como días laborables y los días en que podamos ver a la amada y adorarla en su casa serán marcados en rojo como festivos.

—¡Qué hermosa invención! –dijo Anselme–. Pero ¿no queréis saber nada de vigilia ni de ayuno?

—Vigilia significa vela –replicó Lysis– y es preciso que esta palabra esté por doquier para mostrar que el amante debe casi siempre velar por el cuidado de la dama, y el ayuno solo es para los días en que se está ausente de ella y que nos vemos obligados a pasar sin tan delicadas viandas. En cuanto al buen tiempo o la lluvia, el frío o el calor, los eclipses de sol o de luna y los días felices o infelices revelados por el ángel al buen José, todo esto se juzga según la presencia o la ausencia, el favor o el desdén del bello astro que tiene ascendiente sobre nosotros79.

—¿Y de las ferias no habláis? –dijo Anselme.

—No –respondió Lysis– porque ocurre muy pocas veces que una dama honrada quiera venderse.

Después de que el pastor hubiera discurrido sobre esto, decidió coger su gabán para dar una pequeña vuelta por la ciudad. En la primera esquina de la calle se encontró a un hombre que se detenía a mirar el pasquín de los comediantes; él se puso a leerlo también y, habiendo visto que prometían representar en su teatro una incomparable comedia pastoril de las más nuevas del autor y una farsa bufa, volvió rápidamente a casa de Anselme para persuadirle de que fueran al Hôtel de Bourgogne. Por fortuna, Anselme no tenía ninguna ocupación en toda la tarde. Estaba muy feliz por ver si los comediantes del príncipe de Orange, que acababan de llegar, lo hacían tan bien como los de la élite real, de manera que pidió al cochero que enganchara su carruaje para salir80. Lysis, al ver su resolución, fue rápidamente a la habitación donde dormía, se puso la ropa de pastor y volvió luego a presentarse a su querido amigo.

—No os llevaré conmigo vestido de esa forma –le dijo Anselme–, todo el mundo se reiría de nosotros.

p. 87—Y yo me reiré de todo el mundo –replicó Lysis–, ¿cuando uno va a asistir a un lugar de ceremonia no debe llevar un traje decente? Esta vez, permitidme que vaya como quiera. Los pastores van a representar sus amores, yo me voy a verlos como simple espectador* y queréis que no me vista como ellos, yo que soy de su profesión. No hay consideración que valga, no quiero fallar tan gravemente. ¿Pensáis que un magistrado de la Corte tendría buen aspecto en su sede con un gabán corto, mientras que los abogados litigarían ante él con sus largas togas?

Anselme no supo qué responder a este reproche y, al ver la obstinación de Lysis, le permitió subirse con él al carruaje vestido de pastor, si bien le hizo dejar el zurrón y le prohibió coger su vara, lo que hubiera resultado demasiado ridículo. En cuanto al gabán, Lysis no quiso cogerlo y, de todas formas, los que lo vieron por la calle, no conociendo su enfermedad, creían que se trataba de un caballero excéntrico que había decidido vestirse frívolamente.

Cuando llegaron al Hôtel de Bourgogne, Anselme se encontró a tres o cuatro gentilhombres amigos suyos y se acomodó con ellos en el palco del rey, siempre con el pastor a su lado. Una vez que los comediantes comenzaron su comedia pastoril, Lysis les prestó gran atención y, al ver entrar en escena a una bellísima pastora, dijo:

—Es perfecta, pero Caritea no tiene nada que envidiarle.

Mientras ella hablaba sola en un boscaje, llegó un sátiro que la quiso raptar, pero enseguida apareció un pastor que la salvó de sus manos y comenzó a luchar con él. Lysis no podía evitar mirarlos: tan pronto se giraba hacia un lado como hacia el otro, tal y como deseaba que hiciera el pastor y, al igual que los que juegan a los bolos piensan que los harán avanzar o retroceder con sus diferentes posturas, así se curvaba él de distintas maneras y empujaba un pilar con todas sus fuerzas como si, de ese modo, pudiese hacer que el pastor abatiese al sátiro. Finalmente, el dios campestre fue vencido y apresado por unos cazadores que se habían extraviado, lo que hizo sumamente feliz a Lysis, quien manifestó que ese macho cabrío había hecho muy bien rindiéndose y que si se hubiera resistido más tiempo, él mismo habría ido a combatirle, por creer que se trataba del mismo que quiso hacerle a Caritea una afrenta parecida a la de la pastora que acababan de ver y que él lo sabía muy bien.

Después de este acto, el padre de la misma pastora salió diciendo que había llegado a sus manos una carta de amor que un pretendiente escribía a su hija, pero que no deseaba que ella le correspondiese y que iba a pedir a un amigo suyo que falsificara la letra de la carta y escribiera una donde no hubiera nada más que palabras de desdén. Habló de ello con el malicioso copista y, una vez resuelto el asunto, la carta debía caer en manos de la pastora. Ya se la habían llevado cuando Lysis exclamó que nunca sufriría un engaño tal que le convertiría en cómplice si no iba a descubrirlo.

—¿Queréis tomar la comedia por una verdad? –le dijo Anselme–, ¿no veis que no es más que la fábula de una fábula?

p. 88Lysis no escuchó nada de esto y salió del palco para ir a buscar el sitio por donde podría subir al escenario. Anselme quiso retenerlo por miedo a que mostrara su locura a todo el mundo, pero los que estaban con él lo retuvieron a él deseando ver lo que haría Lysis, cuyas extravagancias habían observado. Ya estaba en el lugar donde se retiraban los actores, cuando la pastora entró en escena para quejarse de la supuesta infidelidad de su servidor, de tal manera que él creyó necesario apresurarse a hablar con ella y, cogiendo una vara de pastor que encontró cerca de él, subió al escenario sin que los comediantes se dieran cuenta. Mantuvo un tiempo la compostura escuchando lo que la pobre amante decía, pues no sabía por dónde comenzar la arenga. Al ver que ella lo decía todo en verso, dedujo que no debía hablarle en prosa y que ella no entendería ese lenguaje; finalmente, confiado en tener talento suficiente para hacer un discurso completamente rimado, pronunció hermosas palabras que acortaba o alargaba para darle la forma de verso y declamaba con un acento armonioso.

—Bella pastora –le dijo–, no creáis que vuestro amante os haya sido inconstante: salid del error en que han querido meteros; no es vuestro pastor quien ha escrito esa carta. Permitidme que os alerte, Vuestro amor es tan sincero, Que no dejaría a la suerte Que unos celos traicioneros Os llevaran a la muerte.

La actriz quedó tan sorprendida al oír ese discurso y ver quién lo pronunciaba que no supo darle la réplica porque no llevaba mucho tiempo en la profesión. Avergonzada de permanecer ahí sin decir nada, se da la vuelta y Lysis la sigue. El pueblo que ve esto comienza a silbar a los actores e, imaginando todos que Lysis pertenece a la compañía, gritan muy alto que lo que ha hecho no vale para nada. Anselme y todos los que estaban con él no podían más, de tanto como se reían de buen grado de esta admirable aventura y, con la curiosidad de saber lo que hacía ahora Lysis, se fueron en su busca. Vieron que los comediantes le reconvenían por haber interrumpido su obra y posiblemente le habrían pegado al final si aquellos no los hubieran apaciguado, pues no había otra explicación que darles sino que, por caridad, él había querido desengañar a una pastora, lo que les hacía pensar que se reía de ellos. Cuando los actores se callaron por el respeto que tenían a los que se lo pedían, retomaron su comedia pastoril y, mientras Lysis se quedaba en un rincón del escenario, los otros volvieron a su palco.

Lysis se colocó en un lugar apartado del público, pero cuando hacia el final vio llevar a un pastor ante un ídolo donde se fingía querer inmolarlo, salió de su escondite y, creyendo que todo era verdad, empezó a decir:

—¡Ah! Sacrificador inhumano, aparta ese acero de tu mano: los dioses no exigen la vida de los hombres, ni otro sacrificio más que incienso, leche, flores o manzanas.

Al terminar esas palabras intentó arrebatar a la víctima de las manos del sacerdote, que lo repelió con dos o tres puñetazos. Uno de los caballeros que estaban con Anselme hizo una señal a los pajes que se encontraban en el escenario para que defendieran a nuestro pastor, de manera que impidieran que fuese golpeado por los comediantes. Pero, al mismo tiempo, se produjo abajo otro conflicto. Los maleantes, que solo van allí para buscar camorra, se abalanzaron todos, espada en mano y, haciendo molinetes, obligaron al burgués a retirarse. Lysis quedó impresionado al ver relucir tantas espadas y, no pudiendo imaginar de dónde procedía ese desorden, exclamó con todas sus fuerzas:

—¡Oh, cielos! ¡Oh, las buenas costumbres! ¿Es necesario que estos campos consagrados a Pan se llenen de tantos horrores? ¡Qué carnicería! ¡Qué destrozo! ¡Cuántas armas y alarmas que provocan nuestras lágrimas!

p. 89Nada más gritar esto, la pelea se apaciguó y, en cuanto a muertos y heridos, solo hubo un sombrero perdido. Anselme fue a buscar entonces a Lysis, temiendo que provocara alguna otra revuelta y, después de todo, terminó la comedia pastoril.

La farsa siguiente fue bastante graciosa, pero él no la encontró de buen gusto, pues decía que no venía a cuento que pastores como los que acababa de ver se disfrazasen de bufones para decir mil tonterías; al contrario, debían mantenerse siempre solemnes y no hablar sino con suspiros y en términos amorosos y lánguidos. A la salida del Hôtel de Bourgogne, los que acompañaban a Anselme le preguntaron a este en privado quién era ese esforzado pastor que había llevado. Les explicó en pocas palabras lo que sabía y a todos les entraron tantas ganas de tratar a Lysis que suplicaron a Anselme que fueran a cenar con ellos. Este no quiso, sin embargo, hacer nada al respecto porque sus asuntos no se lo permitían y, al día siguiente por la tarde, deseando divertirse después de las ocupaciones de la mañana, decidió volver a salir de casa, principalmente para evitar las visitas, así que hizo enganchar los caballos al carruaje. Cuando preguntó a Lysis dónde quería ir, este le respondió que, en su opinión, debían hacer los preparativos para el viaje e ir a comprar abundantes libros nuevos para aprender a conducirse en amores. Anselme asintió y dijo al cochero que los llevara a la calle de Saint-Jacques. Al pasar por el puente de Nôtre-Dame, Lysis, viendo el taller de un pintor, gritó:

—Para, para, cochero, tenemos asuntos que resolver aquí.

Una vez detenido el carruaje, dijo a Anselme:

—Observad cómo los pintores de París han oído ya hablar de mí. Mirad, me han pintado con mi traje y mi vara de pastor.

Anselme miró hacia el interior del taller y vio un pastor en un cuadro que, casualmente, se le parecía. Bajaron rápidamente para verlo más de cerca y, después de entrar, Lysis preguntó por el maestro. Cuando llegó, le dijo:

—Os estoy reconocido por haberos tomado la molestia de pintarme, pero encuentro algunos defectos, corregidlos: me habéis pintado los lazos de los zapatos azules, los necesito rojos, y me pusisteis una gorguera alechugada*, sin embargo, cuando estaba en Saint-Cloud solo llevaba un cuello bajo. ¿Pensáis que los pastores tienen tiempo para entretenerse alechugando gorgueras y, además, para qué servirían en los campos donde la lluvia las echaría a perder y donde las espinas las desgarrarían? Juro que jamás las llevaré. Por otra parte, creo que me habéis hecho el rostro demasiado bermejo y es preciso que en la tez de un amante la rosa deje paso a la azucena.

El pintor se sorprendió tanto con tales palabras que no sabía si se estaba burlando de él porque Lysis no llevaba entonces su traje blanco, pero Anselme, llevándolo aparte, le habló de la siguiente manera en un tono serio:

—El caballero tiene razón al creer que habéis hecho su retrato, pues, además de que su rostro se parece un poco, ha llevado un ropaje parecido a este, por haber pertenecido durante mucho tiempo a una compañía de comediantes en la que hacía de pastor. Miradle bien en este momento, hacedle un boceto y poned a partir de ahora su rostro a todos los pastores que representéis. Se venderán mucho, puesto que es muy conocido.

p. 90Luego, volviéndose hacia Lysis, le dijo que esperara pacientemente un cuarto de hora para que pudiera pintarlo a la perfección. Le pareció bien y el pintor, creyendo que ganaría mucho con esta obra, lo pintó lo mejor que pudo. Desde entonces los demás han trabajado siguiendo su original, hasta el punto de que no veréis todavía hoy en día más que a estos pastores en las casas y las tiendas de la feria de Saint-Germain81. Cuando hubo terminado, Lysis le dijo que no había completado nada más que la mitad de la obra y que tenía que pintar también el retrato de su amada, pero que le iba a dar el que había hecho Anselme para que hiciera otro del mismo tamaño. Llevaba en el bolsillo el cuadrito, que mostró al pintor, diciéndole que tenía que pintar ese rostro en un cuerpo vestido de pastora.

—No entiendo nada de esto, señor –dijo el pintor–, ¿es un enigma o algún emblema? Si pusiera esto en un cuerpo lo tomarían por un monstruo: solo sería apropiado para hacer grutescos82 en los ribetes de un tapiz.

—¿Cómo –dijo Lysis–, no veis que se trata de un cuadro metafórico lleno de erudición científica? ¿De qué manera pensáis entonces pintar a mi pastora? Haced lo que queráis, pero no conseguiréis hacerlo mejor que el gentil Anselme que aquí veis y, en lugar de pintar a mi amada, pintareis vuestra ignorancia.

Anselme, al ver que montaba en cólera, le obligó a subir al carruaje y, una vez se hubo despedido del pintor, le dio permiso para que pintara a su antojo a la pastora que pondría junto al retrato de Lysis, y debió de hacerlo, pero hasta ahora no hemos podido encontrar un retrato fiel de Caritea. Desde allí, Anselme y Lysis fueron a la calle Saint-Jacques, a la librería donde se imprimían muchas novelas. Lysis no quiso ver más que las nuevas, que las viejas ya no las necesitaba: se las sabía todas de memoria. Cuando estaban comprando algunas, llega Montenor, que los saluda muy cortésmente y les informa de que Guenièvre se ha casado. Anselme lo coge aparte y le dice que desea ir a ver a Angélique a Brie y llevar allí a Lysis haciéndole creer que es la región de Forez.

—Cuánto me alegro –dijo Montenor–. ¿No sabéis que he comprado una casa allí y solo está a una legua de la de Oronte? No os alojaréis en otro sitio que no sea en mi casa: llevaremos vida de solteros.

Anselme, lejos de rechazar un gesto tan cortés, fue a decirle a Lysis que el gentilhombre tenía una casa en Forez y que él los acompañaría, lo que fue recibido con grandes cumplidos. Le preguntó luego qué le traía por el barrio latino, siendo él de temple tan marcial; respondió que uno de sus íntimos amigos le había enviado un librito para imprimir y que se lo había dado al librero para ver si valía la pena. El librero dijo entonces que todavía no había tenido ocasión de verlo y, sacando siete u ocho hojas de un cajón, se las puso entre las manos.

—Aquí está lo que os decía –dijo Montenor a Anselme–. Querría que tuvieseis la paciencia de oír un poco, veréis la obra más graciosa e ingeniosa del mundo.

Anselme dijo que estaba preparado para escuchar todo lo que quisiera leerle. Y Lysis, al que rogaron que no dejase de dar su opinión, afirmó que haría lo mismo y que todo eso encajaba perfectamente con las aventuras de los pastores y de todos los héroes de las novelas que no van a lugares donde no les cuenten alguna historia; así que, cuando todos se sentaron en las sillas que les dieron, Montenor leyó el discurso que sigue.p. 91

EL BANQUETE DE LOS DIOSES

La Aurora había hecho ya señas a la noche de que retirara sus velos y recogiera sus enseres para irse, cuando un dulce rocío cayó sobre la tierra, haciendo creer a quienes lo vieron que eran enjuagues de las copas de los dioses o restos del néctar de sus festines, o bien que la bella mensajera del Sol lavaba sus manos al levantarse o vaciaba su bacinilla. Pero, aunque tal cosa pudiese suceder según las estaciones, que se distinguen por los tipos de rocío que caen del cielo, lo cierto es que nada de eso había ocurrido, eran solo los caballos que tiran del carro de la diosa, que ya asomaba, los que sacudían sus crines al salir del mar. El Sol, presto a seguirla, se había quitado el gorro de dormir y, habiéndose puesto una casaca de oro fino, se ató sus rayos alrededor de la cabeza. Los Momentos que son sus pajes le ayudaban a vestirse, mientras que las Horas, que acababan de cuidar a sus caballos y les habían dado su avena, los ataban al carro. Era fácil para los hombres creer que tardaría bien poco en mostrarse en la bóveda celeste, pero despreciaban la claridad y, dado que venían de cometer excesos que habían durado veinticuatro horas, hicieron noche del día y se acostaron casi todos.

Si bien los dioses, al volver a sus tareas diarias, parecían condenar su holgazanería, aquellos solo se preocupaban de desterrar toda preocupación y no querían postrarse ante otros altares que no fueran los de Baco y del dios del Sueño. Júpiter, que acostumbraba por la mañana a oír desde palacio la voz de los que lo adoraban en su templo, se enojó ante este cambio y, no queriendo que se dijera que mientras los mortales disfrutaban de toda clase de placeres los dioses sufrían infinidad de penas (como por ejemplo el Sol, que hacía su ruta tan diligentemente que no tenía ni tiempo de sonarse la nariz), decidió hacerles a estos un festín solemne para levantarles el ánimo. Comunicó este propósito a Juno, que estaba entonces acostada con él, pero, como es avariciosa, no le pareció bien que se metiera en gastos tan elevados y, para quitarle las ganas, le dijo que no tenía suficientes servilletas para tanta gente y que Palas llevaba un tiempo sin mandarle tela para ello. Aquí hay que saber que este lienzo de los dioses se hace con el hilo de la vida de los hombres, el cual se devana en el cielo cuando las Parcas lo han acabado. El que se ha hecho para las personas virtuosas es empleado en las camisas, en los pañuelos y en las mantelerías, pero el que proviene de las personas toscas y groseras solo se usa para paños de cocina y trapos. Así nada se pierde en el mundo y muy a menudo cuando llueve es que Juno escurre la colada.

A pesar de los reproches que hizo a su marido sobre lo que le costaba blanquear la ropa después de los festines, este llamó a Mercurio en voz alta y le encomendó que pidiera a todos los dioses y diosas del universo que fueran a cenar con él en el palacio que Vulcano le había construido en la cima del monte Olimpo. Mercurio, hijo obediente, se calzó rápidamente las taloneras, se puso el sombrero alado, cogió el caduceo y, habiendo mirado el catálogo de los dioses a los que tenía que dirigirse para las asambleas generales, voló primero a la séptima esfera y, tras encontrar a Destino, Naturaleza, Fortuna, Prometeo, Jano, Término y a algunos otros dioses junto con Saturno en su palacio, dio por cumplida su obligación con ellos. De ahí, pasó por el cuarto cielo y, cuando encontró al Sol que comenzaba su ruta, le habló juntándose al carro sin hacerlo parar. Este dios le prometió que fustigaría a sus caballos más fuerte que de costumbre e iría tan rápido como si cogiera relevos en la posta de cada Signo, con el fin de llegar más pronto al lugar que le mandaban.

p. 92Una vez lo hubo dejado, descendió Mercurio a la tierra porque ni Marte ni Venus ni la Luna estaban en los cielos. En primer lugar, fue a la isla de Lemnos a casa de Vulcano, al que encontró muy concentrado en forjar los rayos para abastecer el arsenal de Júpiter, debido a que las maldades de los hombres eran tan grandes que hacía falta una infinidad para dar castigo a todas. Le dijo que dejase el trabajo para otro momento y que Júpiter quería hacer un festín al que le acababa de invitar y que tenía que hablar también con su mujer y su hijo. Vulcano, que era muy descortés, le respondió frunciendo el ceño que no le parecía bien que entrara en la habitación de su mujer cuando estaba todavía en la cama, pero que podía ir hacia su hijo si quería. Mercurio salió entonces de la forja y entró en una pequeña habitación donde encontró a Cupido, que se divertía con pequeñas fruslerías, como acostumbraban a hacer los niños. Cuando le preguntó qué hacía, Cupido le respondió que estaba intentado blanquear su banda, que se había ensuciado desde que la llevaba puesta, y que, si había consumido los corazones de tantos amantes y les había hecho derramar tantas lágrimas, era con el fin de tener agua y ceniza para lavar la ropa. El embajador del rey de los dioses, riéndose de la bonita invención, le explicó la razón de su venida y le suplicó que se lo dijera a su madre. Después se despidió de él y de Vulcano también, maldiciendo a ese celoso que, teniendo una mujer tan bella, se levantaba tan pronto de su lado para seguir la costumbre de los herreros. Vulcano, sabedor de que no se iría con las manos vacías, revisó todas sus herramientas y, viendo que no se llevaba nada, dejó que se marchara tranquilamente.

Al pasar por encima del mar, Mercurio vio a Neptuno y a toda su corte marina, y aprovechó para cumplir su misión y desde allí se marchó a buscar a Eolo, con el que también cumplió. Voló todo seguido hasta Tracia y, una vez encontró a Marte, que bruñía sus armas en una tienda de campaña, le rogó que fuera a cenar como al resto. Después de haber recorrido toda la Tierra, no se olvidó de Ceres, Baco, Príapo, Pan, las Musas y una infinidad de dioses y de ninfas tanto de los bosques como de las aguas, y, cuando supo el lugar al que se había retirado la hermana del Sol, fue a hablar con ella. Todavía le quedaba desplazarse hasta los dioses de los infiernos: bajó a su abismo y, como encontrara en el camino algunas sombras que solo esperaban pasar el Aqueronte tras él, las encarriló ante sí con su bastón como un pastor lleva a las ovejas. Aunque le resultaba fácil volar por encima del río, se subió al batel del barquero para entretenerle, dado que siempre fueron buenos amigos porque sus oficios tenían algo en común. Cada una de las sombras ocupó un lugar conforme pagaban el óbolo y Caronte echó las manos a los remos mientras que Mercurio le hablaba de la siguiente forma:

–¿No he trabajado bien desde que fui tu socio y no estás obligado a darme un presente todos los años por haber incitado a todos los hombres nacidos en mi planeta a entregarse a engaños y robos, de tal modo que se ha llenado tu zurrón con los muchos asesinatos habidos? Por otra parte, al ver que las tijeras con las que una de las Parcas corta los hilos de las vidas estaban muy oxidadas y, como solo cortaban a medias, quedaban muchos hombres heridos y pocos muertos, las cogí y las mandé afilar a mi costa, hasta tal punto que ahora cortan tan bien que se mueren de golpe y ya no se los ve languidecer. Con el fin de enriquecernos rápidamente, también he corrompido a esas tres hilanderas poniéndolas de nuestra parte y ellas me han prometido que harían su hilo tan deshecho que se romperá muy a menudo y que, al cortarlo, ganarán siempre al menos una pulgada por encima de la marca que el destino les haya marcado.

p. 93–Cuán inútiles son nuestros planes –respondió Caronte–, pues todo esto solo sirve para adelantar una ganancia que nos llegará igualmente. Sin embargo, sería una buena idea si, al borrar prontamente a los hombres de la faz de la Tierra, impidiésemos que engrosaran las filas de los dioses, puesto que hemos deificado a tantos que mis beneficios han mermado mucho. Si esto continua, presentaré un requerimiento a Júpiter y a Plutón pidiendo a uno que no me quite mis derechos y al otro que rebaje el arrendamiento de este barco que pago en exceso. Y si no me hacen justicia, me iré al mundo para ser batelero en el río Sena, donde ganaré más que aquí. Ahora bien, sea como sea, creo que tendré que decidirme, pues, amigo Mercurio, hay aquí muchas novedades. Entre los financieros que me mandaste últimamente hay uno que es el más malvado que haya existido nunca. Manda sobre nuestro rey y le da consejos dañinos. Le ha propuesto construir un puente sobre este río y le ha demostrado que sería mucho más cómodo que mi barca, ya que en todo momento las sombras podrán pasar en tropel sin esperar en la orilla como hacen.

»Además, se considera que las almas de los animales que vienen aquí por un tiempo para luego acoplarse a otros cuerpos podrían pasar atropelladamente y que hay una gran cantidad de espíritus magníficos de príncipes, de capitanes y de financieros que quieren entrar en el infierno, unos en literas, otros a caballo y otros en carroza, lo que podría hacerse fácilmente. La ganancia aquí será grande para Plutón, pues, en lugar de la pobre sábana que se le daba al fallecido, se le dará un hermoso vestido y se sepultará a los más ricos con él, al ver que se les permite llevarlo en el infierno. Ahora no acepto aquí equipaje por miedo a ir demasiado cargado y, si alguien lleva, aunque sea poco, debe dejarlo en la orilla donde lo guardo, y este ha sido siempre mi mayor beneficio. Nuestro rey ha oído hablar de ello y, queriendo apropiarse de todo, pronto hará plantar los pilares de su puente: no sé si seré el cobrador del peaje que se pondrá a los que pasen, pero aun cuando lo fuera, mi ganancia siempre se vería muy mermada.

Cuando Caronte terminó de hablar, Mercurio le prometió que intentaría hacer algo para ayudarle contra Plutón y, llegados a la orilla, entró en el infierno y fue a ver al rey de las sombras. Lo encontró en la habitación mientras charlaba con Proserpina de sus antiguos amores y les pidió a los dos que asistieran al festín de Júpiter. Cuando subió de nuevo a la Tierra, recordó que todavía le quedaba hablar con la Paz, el Honor, la Victoria, la Virtud y la Fama, lo que le causaba gran pesar, ya que no sabía dónde encontrar a todas estas deidades. Finalmente, imaginando que no vivían sino en grandes mansiones, fue al palacio de un rey y, tras tomar la forma de un paje, preguntó al primer cortesano que encontró si no sabía dónde estaba la Virtud. Este le hizo subir por una pequeña escalera diciéndole que allí la encontraría. Mercurio sube hasta lo más alto y entra en muchas habitaciones donde encuentra a gente ocupada en diversas actividades. Unos jugaban a los dados y blasfemaban todo el rato como si sus juramentos fuesen palabras mágicas que les harían ganar; otros hablaban de algunos asuntos públicos en los que solo buscaban su propio beneficio; y había infinidad de personas que únicamente se divertían cantando, bailando, bebiendo y haciendo el amor. A pesar de ello, había allí poetas y oradores que consideraban virtuosas todas estas acciones, pero Mercurio no se dejaba engañar y vio al fondo de una galería al Fraude, la Adulación y la Ambición, que ordenaban la fortuna de un favorito. Al preguntarles dónde se encontraba la Virtud, estas malvadas deidades se echaron a reír y le dijeron que nunca se acercaban a ella porque era tan salvaje y maleducada que no entendía el comercio del mundo y que solo la encontraría entre la gente rústica. Desapareció de inmediato y, después de volar hacia un lugar muy campestre, entró en una pequeña cabaña donde agonizaba un pobre aldeano. Cuando le pidió información sobre lo que buscaba, el pobre moribundo le dijo que durante toda su vida se esforzó siempre por tenerla en su compañía y que ella no hacía sino abandonarlo a su suerte para llevarlo a los Campos Elíseos, pero que no creía que sus hijos la hubieran retenido, aunque les hubiera recomendado que la acogieran siempre con ellos.

p. 94Muy contrariado por esto, pensó Mercurio que la Virtud podría estar con los que enseñan sus preceptos a los otros y se fue a una academia de filósofos, pero no encontró más que Griterío, Orgullo, Duda y Vanidad. Se paseó por todas partes y, finalmente, tras entrar en la Biblioteca, distinguió a la diosa que buscaba sentada en medio de los libros. Al interesarse por lo que hacía, ella le respondió que no tenía otra morada y que, aunque muchos la buscaban, nunca se la llevaban con ellos cuando la encontraban. Mercurio le dijo que venía a rogarle que fuese a cenar al palacio del Olimpo, lo que la alegró sobremanera, pues hacía bastante tiempo que, al igual que la Justicia, tenía ganas de dejar la Tierra. Le preguntó dónde podría encontrar a las otras deidades que buscaba y si la Fama y el Honor no la acompañaban.

–No –dijo ella–, buscad a los que beben bien, juegan o gastan mucho, es allí donde están actualmente. En cuanto a la Paz, está solo con los que no tienen nada y la Victoria solo está con los que saben engañar muy bien.

Tras oír esto, Mercurio fue rápidamente a buscar a esas deidades: todas le prometieron ir al festín excepto la Fama, que se excusó diciendo que la ambrosía no estaba hecha para ella y que solo se alimentaba del viento. Mercurio, viendo que ella tenía cien bocas, se dijo para sí que era una buena decisión la de no querer ir al palacio de Júpiter, dado que habría llevado a la familia y que Juno no la hubiera acogido bien, tomándola por un monstruo más que por una diosa. Nuestro embajador encontró después a la Aurora en un bosque donde ella buscaba a un cazador del que estaba enamorada. Una vez que hubo cumplido con ella, volvió al palacio del Olimpo para ver lo que allí se hacía. A los dioses que eran comensales de la casa de su padre no les encomendó nada, pues con ellos no hacían falta ceremonias: los encontró a todos ocupados en preparar con todo boato el festín; además, otros que habían llegado ya se veían obligados a prestar servicio a su gran rey. Vulcano, acostumbrado a estar cerca del fuego, era el encargado de cocinar con los Cíclopes que había traído. Les había hecho vestirse a todos con la camisola verde, el delantal blanco y el bonete negro ladeado sobre la oreja. El primer manjar que dispusieron fue la ambrosía, que disfrazaron de una infinidad de maneras porque esta vianda, muy común entre los dioses, no les resultaba muy apetitosa cuando estaba en su estado natural. Vulcano la incluyó en potajes, hizo con ella guisos, estofados, olla podrida y sopa de mariscos.

Mas, como todo esto le parecía poca cosa, hizo ver a Júpiter que, al tratarse de un festín solemne, tenía que haber otras viandas. Una vez que este le hubo dado permiso para encargar lo que se le antojara, hizo llamar a Platón y a algunos otros filósofos que había enviado a buscar a los Campos Elíseos. Les pidió que le ayudaran y demostraran al mundo que no eran inútiles, como algunos les habían reprochado. Platón se encargó de cocinar sus ideas, lo que debía resultar un manjar delicioso para bocas divinas; otro, que había defendido siempre que las almas eran corpóreas, recibió el encargo de recoger los animales que se morían y, principalmente, los sacrificados con el fin de asarlos al espetón o envolverlos en hojaldre. Es el alimento más arraigado entre los dioses y se lo deben a Vulcano, que tuvo la idea de no dejar que se echara a perder. Sin embargo, Pitágoras, cuya única tarea era la de hacer las salsas, se dirigió muy encendido a Vulcano para decirle, en defensa de su doctrina, que cometía un gran error y que las pobres almas que hacía masacrar habían pertenecido en otro tiempo a cuerpos humanos y que a ellos debían volver de nuevo, y que los dioses no deseaban comerse las almas de los hombres. Pero, por mucho que gritó, los demás filósofos no dejaron de precipitarse a la cocina diciéndole que, aunque fueran almas de hombres lo que preparaban, debían estar encantadas por pasar como alimento de los dioses y ser parte de ellos. Pese a ello, cuando Pitágoras veía cortar el cuello al alma de algún pollo, gritaba tan fuerte como si le hubieran cortado el suyo. Además, no hacía nada más que distraer a los cocineros de su trabajo queriéndoles imponer sus números mágicos. Les enseñaba que hacían falta diez trozos en un estofado para hacerlo con armonía y darle toda la sazón y proporciones y, si se elaboraba la ambrosía, quería que se sirviese en tres platos porque sostenía que ese número era la medida de todo y que a los dioses les gustaba el número impar.

p. 95Vulcano, que no entendía nada de toda esa filosofía, cogió la cuchara de una marmita y, tras pegarle con tanta furia como si fuera un perro que se hubiera comido el asado, le dijo que no viniera a interrumpirle más y que se fuera a la sala a emplear su aritmética en contar si el número de platos y escabeles era el que hacía falta. Lo que irritó aún más al maestro cocinero fue que, al correr hacia él, vertió con la pierna coja un plato de ambrosía que habían puesto a calentar al fuego de la chimenea, de tal forma que se arrepintió de no haber cogido al filósofo para hacer estofado con él igual que con las almas de los animales. Cuando se le pasó la cólera, considerando que no tenía todo lo que era menester para la gran asamblea de los dioses, encontró el medio de proporcionarles un servicio excelente, pero tuvo que consultarlo con Júpiter, sin el que nada podía hacerse. Fue a decirle que, entre los astros que estaban en el cielo, había muchos animales que no servían para nada y que no se podían comer en mejor ocasión. Júpiter no quería permitirlo, pero Vulcano le habló de esta suerte:

–Señor, hace mucho tiempo que no habéis estado en compañía y se dice que todo festín es cosa de avaros; uno no se mete en gastos para poca cosa: los hombres no os respetarían si supieran que ofrecéis manjares más escasos que los suyos. ¿No veis que ellos matan a todos los animales que tienen sobre la tierra para alimentarse? ¿Por qué no haríais vos lo mismo con los que tenéis en el cielo?

Júpiter, convencido por las razones de su hijo, le dijo que enviase a los cíclopes a desatar a todos los signos del Zodiaco que fuesen aptos para comer. El asunto se resolvió de inmediato: Brontes, Piragmon y algunos marmitones trajeron a la Liebre, el Cisne, el Delfín, la Ballena, el Carnero, el Toro, el Cangrejo y los Peces, que prepararon de diversas maneras. Ni siquiera se libraron el Dragón, la Osa, la Hidra, el Lobo y otras bestias que se consideraban de carne muy dura, pues Vulcano aseguró que ya estaban medio cocidas por haber pasado tiempo ligadas a las estrellas. Mientras se preparaban así las viandas, Juno e Iris planeaban cómo acondicionar todo el palacio, construido de nubes petrificadas y con muros esmaltados de tantos colores diferentes que no necesitaban ser tapizados. Únicamente había que limpiar la sala, pero las diosas tenían serias dificultades para encontrar una escoba. En eso llegó Eolo con un gran manojo de llaves a la cintura: había encerrado a todos los vientos en los calabozos excepto a Céfiro, que era su favorito e iba siempre detrás de él llevando la cola de su ropaje. Este, al ver el apuro en que se hallaba la reina de las diosas, hinchó sus carrillos y sopló tanto por la sala que hizo salir todo el polvo. Su amante, Flora, que no se separaba de él, no tardó en llegar con muchas otras ninfas que sembraron flores por doquier.

Hércules, Mercurio, Cástor, Pólux y algunos otros hijos de la casa vistieron las mesas, pusieron el mantel y ordenaron los asientos. Los muebles estaban hechos de la madera de los árboles en los que antaño se metamorfosearon muchos humanos. Júpiter y Juno, tras ponerse los vestidos de gala, fueron a recibir a la compañía y enseguida llegó Ceres, que traía el mejor pan que ningún panadero hubiera horneado y, a continuación, vino Baco con Pan y los Sátiros, cargados de botellas al cuello que pusieron a enfriar cerca del aparador. Les seguía Sileno, que era el sumiller y estaba tan ebrio que parecía incapaz de beber nada más. Tropezaba tan a menudo que sus piernas parecían de estopa, hasta tal punto que le dieron una silla que le vino al dedillo para reposar su panza, que estaba tan hinchada como la vela de un navío con viento a favor. En tanto que Ceres, Baco y todos los dioses campestres hacían sus salutaciones, Plutón llegó con su mujer, quien se había vuelto tan tonta desde que estaba en los infiernos que había olvidado el don de gentes. Hizo ella una reverencia mostrando el culo a la compañía y fue a decirle a Júpiter con una ingenuidad tosca:

–De veras, padre, que nos habéis hecho un gran honor al invitarnos a cenar a vuestra casa: estábamos tan tristes en nuestro hogar. Cuando montamos en el carruaje para salir del infierno, nuestro perro saltó sobre mí y me lamió y besó tanto las mejillas con sus tres lenguas que no me lo podía quitar de encima. Pensé en traerlo conmigo, al menos os hubiera servido para girar el espetón, y, además, no sabéis lo gentil que es, baila sobre las patas de atrás y trae todo lo que se le tira.

p. 96–Habéis hecho bien en dejarlo, hija mía –dijo Júpiter– porque, además de no ser un perro para traer en el manguito83, tenemos otros aquí a los que habría mordido con sus seis filas de molares. ¿No sabéis que hay un perro entre nuestros astros? Es el que roe los huesos de los pájaros celestes que servimos alguna vez en nuestra mesa; en cambio, el vuestro solo debe roer los huesos de los hombres que han fallecido. ¿Pero cómo es que no habéis traído a mi hijo Minos?

–Si lo hubiésemos traído –dijo Plutón tomando la palabra– los otros dos Jueces, las Parcas, las Furias y Caronte habrían querido venir también y bien sabéis que no conviene que dejen su trabajo ni un momento, si no queremos que toda la especie humana se pierda.

Acababa Plutón de pronunciar estas palabras, cuando la llegada de Marte deslumbró a todos con el resplandor de su coraza. Llevaba el bigote retorcido en forma de vaina de puñal para dar la impresión de que iba armado hasta los dientes y los ojos eran ardientes como los de un león furioso. Con todo, no hubo sino buenas maneras en los cumplidos que tuvo con Júpiter y con los demás y, en cuanto Venus entró en la sala, él, que no hablaba de nada más que de vencer a los demás, se declaró vencido. La seguían su hijo y las tres Gracias, que habían empleado todo el día en acicalarla. Tras ella llegó Palas que, a pesar de su seriedad, poseía encantos muy estimables y después llegaron la Luna y su hermano el Sol quien, por haber dejado algunos rayos alrededor de su cabeza, llenó el lugar de claridad. Era tan gentil que quiso besar a las damas una tras otra para saludarlas, pero cuando aproximó su boca a la de Juno para besarla la primera, ella se retiró rápidamente al sentir el calor del bigote, que le quemaba la mejilla. Júpiter, que se dio cuenta, le dijo que había cometido el error de no mojarse el mentón con agua fresca para apagar las llamas.

–Para que veáis que me he dado prisa en venir –replicó Febo–: no he tenido tiempo de sumergirme en el mar donde Anfítrite, mi bella anfitriona, me prepara siempre un baño. Ella me trata a cuerpo de rey y temo que me haga pagar lo de hoy por no ir a cenar a su casa.

Al tiempo que decía esto, se presentaron Neptuno, Anfítrite, Palemón y otras muchas divinidades marinas. Le dijeron que no se le trataba con tanto rigor como daba a entender y que sacaba muy buen provecho de su cobijo. Su discusión no se oyó porque comparecieron al mismo tiempo Saturno, Jano y los otros dioses ancianos y hubo que recibirlos. Únicamente Juno se mostró descontenta con su llegada. Cuando vio a Jano con sus dos caras se puso a gritar a su marido:

–¿No os había dicho que os ibais a buscar la ruina? Solo contabais con que vendría una persona con vuestro padre y aquí hay dos. Este glotón de Jano tiene dos caras bien gordas y dos grandes bocas que tragarán cada una tanta comida como cuatro. Decididamente no entiendo que lo sufraguemos nosotros. No quiero que esté en nuestra mesa: dejará con hambre a todos los demás. Que se vaya a la puerta, es su función habitual vigilarla.

–¡Eh! ¿En qué pensáis, mi amor? –dijo Júpiter–. ¿Qué dirá mi padre si escucha que no queréis que traiga aquí a una persona a la que aprecia? Considerad que, aunque Jano tenga dos bocas, solo tiene un vientre y dos brazos, de manera que no va a tomar más comida que los demás y no tiene un cuerpo que pueda soportar más de lo razonable. La boca que tiene detrás solo sirve para aspirar el viento que viene de esa parte y, además, os diré que nos puede ser útil sentado a nuestra mesa, pues tiene que estar ahí necesariamente para honrar a Saturno; he pensado asimismo en colocarlo al lado del aparador para que vigile el vino y el néctar con sus ojos traseros, que ese viejo Sileno no se modera, y también para impedir que los borrachines de sus sátiros, que han de servirnos, se lo beban todo. En cuanto al oficio de portero, no os aflijáis, se lo he dado al Sagitario del Zodiaco.

Mientras Júpiter consolaba de esta forma a su mujer, los dioses se mofaban de Jano y este, para mostrarles que no había nada que reprocharle a su constitución, fue a besar a Venus con su boca trasera y, atrayendo hacia sí con las manos a una de las Gracias, la besó con su boca delantera.

p. 97–¡Qué curioso! –dijo Febo–. Es digno de tener dos mujeres, pues goza de esa ventaja sobre nosotros: la de poder besar a dos a la vez.

–Lo que no decís –replicó el sutil Prometeo–, es que puede recibir cuatro bofetadas al mismo tiempo.

Entre estas burlas llegaron la Aurora, las Musas y algunos otros, de manera que se oían circular muchos carruajes y relinchar a muchos caballos a la puerta del palacio. Júpiter, al ver que todos los convidados habían venido, ordenó que se sirviera. El Sol y su hermana tenían, por lo demás, suficiente claridad alrededor de sus cabezas para ahuyentar la oscuridad de la sala; no obstante, se fijaron a los muros por razones de decoro placas de oro que, en lugar de antorchas, llevaban varitas de plata en cuyos extremos se habían clavado estrellas. En ese momento, Mercurio, ejerciendo de mayordomo, entró con los faunos y los sátiros, quienes llevaban cada uno platos, que aquel dispuso sobre la mesa. Júpiter, Saturno, Plutón, Neptuno, Juno, Venus y todo el resto de la compañía, después de lavarse las manos con agua del Erídano, se sentaron sin rechistar cada uno según su rango. El rey de los dioses, siguiendo la costumbre de los grandes príncipes, tenía a su médico a un lado y a su bufón al otro. Eran Esculapio y Momo: uno estaba allí para controlar las viandas que se comían y el otro las acciones y palabras de los asistentes. De repente, Momo arremete contra su señor y le dice que no sabe en qué estaba pensando al no convidar a la Discordia al banquete, como tampoco se hizo en las bodas de Tetis, porque vendrá a provocar alguna trifulca que estropeará la fiesta y que ya no hay en el monte Ida ningún pastor que sea capaz de juzgar las disputas entre las divinidades.

—Si no hay ya pastores ilustres en el monte Ida –dijo entonces Lysis, interrumpiendo la narración de Montenor– que se sepa que hay uno ahora a los pies del monte Sainte-Geneviève; los dioses no tienen de qué preocuparse: soy tan buen juez como Paris.

—Todo esto pasó hace mucho tiempo –dijo Montenor–, no creáis que sea algo del presente. No cabe duda de que si vos hubieseis estado en el mundo cuando este banquete tuvo lugar, se habría acordado Momo de vos. No interrumpáis más a los dioses mientras comen, os lo ruego: hasta el aprendiz de albañil merece una oportunidad.

Tras decir esto, Montenor obtuvo silencio de nuevo y, volviendo a su papel, continuó la lectura de esta suerte:

Júpiter respondió a Momo que sí había pensado en lo que le decía y que ya había velado para que la dicha no se viese turbada. Que, si no había rogado venir a la Discordia ni a las Furias, a la Hambruna, al Hastío, a la Tristeza y a la Pobreza, cuya compañía era desagradable, enviaría a cada una su plato con el fin de que estuvieran contentas. Entretanto, la mayoría de los dioses cogieron pan. Saturno cortó un poco con su guadaña, Baco con su podadera, Marte con su cimitarra y muchos otros con la hoz que Ceres les prestó. En cuanto a la carne, Neptuno la cogió con su tridente, Plutón con su cetro transformado en tenedor, Venus con la punta del dardo de su hijo, la hija de Leto tenía ganas de cogerla con la punta de su pica y Palas con el hierro de su lanza, puesto que los dioses nunca dejan sus armas, ni siquiera cuando están a la mesa, porque, si no las tuvieran, no podríamos reconocerlos. De hecho, mirad el retrato o la estatua de Mercurio, ¿cómo saber que se trata de él si no es por su caduceo? Al menos deben llevar cerca de ellos los atributos de su divinidad, igual que Júpiter lleva su rayo en la boca del águila que tiene al lado. Sin embargo, no le pareció decoroso permitir que los dioses cortasen el pan con sus armas: Saturno, al manejar su enorme guadaña, muy incómoda, le había dado ya con el mango en la mandíbula a su compadre Jano y le había hecho sangrar los dientes. Se riñó a Mercurio por no haber dispuesto cuchillos y tenedores en la mesa, hasta el punto de que fue rápidamente a pedírselos a Vulcano, que tenía en abundancia, y regresó luego a dárselos a todos. Momo, que tenía mucho interés en ver discutir a los dioses, retomó la palabra y dijo a Prometeo:

p. 98–Estás muy a gusto comiendo ahora en la mesa de los dioses, habida cuenta de que antaño tu hígado era la comida de los pájaros.

–No recuerdes mis viejas miserias –replicó Prometeo–, es suficiente con que Júpiter me haya perdonado al saber que no era tan grande mi falta como había pensado él. Creía que, cuando formó el cuerpo del hombre, fui descaradamente al cielo a robarle el fuego para animarlo. Pero le demostré que me comporté con mucha más modestia: había inventado el espejo de fuego y, exponiéndolo al sol, atraía el fuego sin moverme de la tierra. Estoy encantado de contarte esto en presencia de tantos dioses que no lo sabían aún.

–Es razonable abandonar las viejas rencillas –dijo entonces Saturno tomando la palabra–, si yo tolerase que se hablase de lo que le sucedió a Prometeo, vería cómo, al final, se acabaría hablando de mí. Aunque no piense contar mi historia, solo soy lo que quiero ser. Es verdad que en otro tiempo me sentaba en el mismo trono en el que está Júpiter, pero fue durante la inocencia de los hombres: ahora que se han vuelto malvados no querría verme obligado a gobernarlos. Durante mi reinado no se preocupaban de las riquezas y si ese tiempo se llamaba la Edad de Oro era porque su alma era de oro, no porque lo fuera su vajilla. ¿Quién podría imaginarse que yo, que hacía vivir a los otros con muy poca ambición y avaricia, haya tenido pesar alguno al perder mi reino y haya debido alejarme de los asuntos del mundo para gozar de la tranquilidad que yo había proporcionado a los demás?

Mientras esto decía Saturno, Momo, sabiendo que este solo despreciaba a la realeza porque no podía tenerla, se puso a hacer mil muecas detrás de él y quiso responderle, pero se lo impidió una carcajada que vino del otro extremo. A Júpiter, que quería saber el motivo, le dijeron que era porque el dios Término, que no tenía brazos, había metido la cabeza en una escudilla para comer allí la ambrosía cocida con una salsa de néctar y, como el plato estaba tan caliente, se había quemado la nariz y los labios.

–Da mucha pena lo de este pobre dios –dijo entonces Momo con gesto burlón–, no sé qué lo ha dejado así de tullido: no tiene piernas ni muslos, todavía si tuviera brazos y manos podría ir en su carrito, en vez de que lo tengan que llevar siempre en una silla de manos como a un enfermo que llevan al hospital.

–Tú, que te burlas de él –dijo Júpiter–, quiero que vayas a ayudarlo a comer.

–Con mucho gusto –dijo Momo y, poniéndose detrás de él, cogió algo de un plato y, después de meterle un trocito en la boca, se tragó el resto.

Júpiter, al ver su malicia, le ordenó que se retirara de su lado si iba a ayudarlo de ese modo, y le encomendó al Destino, que era su vecino, que se ocupara de darle de comer. Después, y viendo que algunos se quejaban de que las carnes estaban muy calientes, pidió a Céfiro que pusiera remedio y este dios, poniendo los dos pies en su escabel, sopló tan fuerte con la boca que enfrió todo.

Todos comieron en paz desde ese momento, excepto Venus, que se quejaba de que Príapo, que estaba sentado a su lado, la apretaba tanto que la había acalorado. Llevaba un vestido tan fino y transparente que no se podía asegurar si estaba vestida o desnuda, hasta tal punto que el viejo verde, resoplando como un caballo que huele la avena, le pasaba todo el tiempo la mano por el muslo y se quedaba estupefacto al no tocar más que seda. Júpiter, temiendo un escándalo por su impudicia, le hizo ponerse al lado de Minerva, que, al ir toda armada, no se deja abrazar fácilmente y es una terrible amante. Entonces Venus juró por Estigia que, a partir de ese momento, no llevaría vestidos tan transparentes, ni sus Gracias ni su hijo, y Momo, burlándose de esto, le dijo:

p. 99–¿Pensáis ser Venus si no vais desnuda? ¿Os reconocerían los dioses? ¿Y si vuestro hijo va vestido sabrán quién es? ¿Qué necesidad tiene de ropa si nunca tiene frío? Más aún, ¿cómo lo vestiréis? ¿Llevará calzones o utilizará todavía babero? Veo bien lo que pasa, queréis tentar a la fortuna, no os costará mucho dinero vestirlo porque es tan pequeño que se puede meter en el bolsillo y, además, la ropa que le hagáis le durará mucho tiempo porque no crece. Pero contadme, ¿no llora ya por la noche? ¿Es limpio este graciosillo? ¿No se hace caca en su aljaba a falta de bacinilla? ¿Come bien solo? ¿Cuántos dientes tiene? Si os da problemas deberíais entregarlo a alguna princesa de la tierra, ella lo cuidaría y se divertiría como con un enano.

El bufón divino lanzó todos estos ataques a Cupido que, para vengarse, aprestaba ya su arco, pero Venus le hizo ver que la capucha verde y amarilla que Momo llevaba era a prueba de flechas. Mientras tanto, Momo ordenó de parte de Júpiter a los Tritones que estaban de pie que tocaran la caracola y a algunos Faunos que tocaran la flauta con el fin de que los dioses le dieran a las mandíbulas al son de los instrumentos. Él mismo tomó parte con los cascabeles que tenía en las rodillas y que hacían mucho ruido al bailar. Llevaba también un palo con dos vejigas de cerdo untadas de pez y atadas al extremo con el que abofeteaba acompasadamente las hinchadas mejillas de los flautistas, lo que producía una bella armonía. Apenas se dispuso el segundo plato sobre la mesa, cuando los dioses se asombraron de las nuevas viandas que les habían servido: encontraban las ideas excelentes. Pese a ello, Esculapio dijo a Júpiter:

–Señor, dejad comer a los otros, este alimento no es bueno para vuestra digestión, produce muchos gases.

Saturno y el Destino, que oyeron esto, cogieron todo para ellos y aquello duró menos que una fresa en la boca de una cerda, aunque el médico les dijo también que conocía su complexión y que las ideas eran laxantes para ellos y que él pronosticaba que les darían una noche memorable. En cuanto a las almas que estaban guisadas, sí le permitió a Júpiter comerlas, asegurándole que eran muy nutritivas. Fue entonces cuando se bebió mucho vino y néctar porque Vulcano había especiado demasiado las salsas. Ganímedes servía la bebida a Júpiter, Hebe a Juno y los Sátiros a los otros dioses. Ahora bien, el bueno de Jano, que era el encargado de vigilar si los bravos coperos bebían, había cumplido su tarea al principio increpando a los Sátiros que habían vaciado una botella, pero la lealtad se quebró finalmente: le prometieron que, si no decía nada, le darían tanto de beber como a otros seis, hasta tal punto que, una vez hubo aceptado, mientras uno le presentaba una copa por delante, el otro le daba también otra por detrás.

Entretanto, los Sátiros iban a beber al aparador, turnándose, sin preocuparse de Sileno, que estaba dormido en la silla y roncaba tan fuerte que hacía casi tanto ruido como la música. Aunque Jano tuviese dos caras, no tenía más que una cabeza, de manera que la embriaguez del vino y del néctar que había tomado en abundancia le afectaron pronto al cerebro y, como había perdido todo recato, bebió a la salud de Baco retándolo. Este pidió que le sirvieran bebida, pero los sirvientes, que estaban a otros asuntos, no lo escucharon. Al verse tan mal servido, cogió su cuchillo y golpeó tan fuerte como pudo siete u ocho veces la mesa para llamarlos, lo que sentó muy mal porque parecía que estuviera en una taberna. Pero Júpiter lo aceptó, conocedor del buen humor de su compañero y, queriendo reconciliarlo con Jano, dijo:

–¡Cielos, que les den de beber! Cantad, hijos. Comienza, Jano: eres el que empieza esta pelea.

–¿Qué puedo decir yo, señor? –replicó Jano–. ¿Hablaré de este licor que alegra el corazón?

–Canta lo que quieras –dijo Júpiter.

p. 100Entonces Jano cantó lo que sabía y jamás se ha oído nada más admirable, puesto que su boca delantera hacía los bajos y la boca trasera los altos, de tal forma que él solo hacía muy buena música en dos partes, salvo porque se veía interrumpida constantemente por un cierto hipo con el que daba testimonio de la generosidad de su corazón, que rechazaba todo lo que le podía hacer daño. Baco, después de beberse una copa llena, cantó «Alexandre amaba tanto el vino» haciendo chocar armoniosamente dos platos uno contra el otro. Acompañaba su canto con remolinos de los ojos y posturas tan subidas de tono que toda la compañía se llenó de alegría. Esto incitó a todos al desenfreno y no había nadie, ni siquiera las diosas, que no apurara hasta la última gota de su vaso*.

En ese momento Mercurio dispuso el tercer servicio, que se componía únicamente de animales celestes. Había carne y pescado, de suerte que se sorprendieron de tal diversidad de carnes. Júpiter dijo que quería tener el placer de que la compañía adivinara dónde habían encontrado tantos manjares diferentes y que, después de cenar, diría la verdad. La mayoría los comió sin más y no quedó ni un cuarto. El postre fue fastuoso, ya que Pomona había traído toda clase de frutos y los cocineros habían horneado muchas piezas de repostería. Proserpina cogió muchas tartas y galletas que metió en su bolsillo diciendo que era para la linda Alecto84. Tal cosa se consideró inadecuada y se notó que la buena dama creía estar en una boda de pueblo. Pero no hubo tiempo de hablar de ello porque se levantaron tales gritos en la entrada de la sala que todos preguntaron qué pasaba. Mercurio llegó diciendo que eran los escuderos de Marte, que habían llegado a las manos con los pajes del Sol sobre la pertenencia de un muslo de pavo que estos habían arrebatado a quienes acababan de recoger la mesa. Júpiter mandó que enviaran a Pitágoras para que les enseñara a guardar silencio.

Cuando el tumulto se apaciguó, prestaron atención a Jano, que estaba totalmente borracho y se había vuelto muy insolente. Al principio de la cena se había puesto como bufanda a su serpiente que se mordía la cola, pero se la había quitado para dar en las orejas a los que estaban cerca de él y quería hacer que pasaran por ella como por un aro, si no lo hubieran retenido. A falta de esta diversión, se puso a galantear con sus dos lenguas a la vez. Las dos bocas se injuriaban una a otra, se contradecían, se desmentían y, volviéndose de pronto amigas, se desafiaban a beber. Si una reía, la otra lloraba, si había prometido algo con la boca delantera, no valía para nada porque la trasera se resistía diciendo que ella no lo había consentido; además, el rostro que tenía encima de la espalda era el más viejo y, para parecer más cabal, no quería estar nunca de acuerdo con el otro, que no era más que su hermano pequeño. Júpiter, al ver que Juno no hacía más que rezongar por todo, hizo salir al bueno de Jano y lo envió a descansar en una cama. Se levantó entonces la mesa y las nueve Musas afinaron sus instrumentos.

Mientras cantaban tres o cuatro melodías nuevas, Mercurio, Vulcano, Momo, los Cíclopes, los Tritones, los Sátiros y todos los demás que habían servido tuvieron ocasión de cenar. Cuando lo hubieron hecho, los Tritones recibieron el encargo de hacer bailar a la compañía al son de sus caracolas. Nada más tocar una pieza de baile, Júpiter cogió a Juno, Marte a Venus, el Sol a su hermana y así cada uno cogió a la suya. Entre otros, el Destino cogió a la Fortuna y resultó gracioso verle bailar con su gran ropaje cerca de esta caprichosa diosa que, habiéndose acostumbrado a no ir más que sobre una esfera o una rueda, se movía de una manera muy extraña por estar en un suelo firme. Ella lo zarandeó tan vivamente que una de las pantuflas se le escapó de los pies, se le cayó el gorro al suelo y también las lentes que se había puesto para ver si daba bien los pasos. A Vulcano, Momo, Mercurio y a algunos otros no les iba este baile. Tenían ganas de hacer algo galante para regocijo de la asamblea. Querían representar una comedia y Vulcano, que no tenía mucha inventiva en estas lides, dijo que solo hacía falta coger cierta obra que un poeta griego había compuesto en la que les hacía hablar a todos, de manera que enseguida sabrían lo que tenían que decir.

p. 101–Esto resultaría muy desconsiderado –opinó Mercurio–, no deberíamos interpretar nada que no fuera nuevo. Tenemos aquí a las Musas, que son mucho más sabias que los poetas, ya que son ellas las que les inspiran; pero, a decir verdad, no nos enseñarán nada que nos valga, se las dan tanto de castas y rigurosas que no sé cómo los que escriben versos de amor se imaginan que les ayudan, visto que no lo hacen consigo mismas. No obstante, os diré que no nos faltará la poesía, si queremos: aunque no tengamos aquí a Hesíodo ni a Homero, tenemos a Pitágoras y a Platón, que dicen cosas tan extrañas como los poetas.

Vulcano, que consideraba esto muy acertado, llamó a los filósofos y Pitágoras, al saber el plan de los dioses, les dijo:

–En lo que concierne al tema y a los diálogos de vuestra comedia, buscad a otro compositor en mi lugar, pero si queréis disfrazaros y llevar una máscara en la compañía, os prometo que os serviré bien. Sé mucho de juegos de azar, sobre todo el de los dados: os haré conseguir en cada turno pleno al cinco.

–A mí también se me da bien hacer trampas –dijo Mercurio–, hagámoslo: no hacen falta tantos preparativos.

Dicho esto, decidieron que representarían las diversas cualidades de los mortales, una costumbre que habían cogido desde tiempos inmemoriales con el fin de tomarse la revancha de los hombres, quienes en sus comedias representan siempre a los dioses. Mientras buscaban atuendos y máscaras para disfrazarse, los otros dioses acabaron el gran baile y, habiéndose sentado unos frente a otros, se pusieron a hablar alegremente de sus viejos amoríos. Solo Saturno se alejó de todas estas celebraciones para ir a sujetar la cabeza a Jano, que vomitaba en su gorro de cuatro forros. Cuando volvió, hizo reír mucho a toda la compañía, pues se metió en discursos simples y necios con los que daba la impresión de ser tan viejo que volvía a la infancia; en tanto que Venus, deseando entretenerse con otra cosa, se mofó de Júpiter por haberlo obligado a cambiar muchas veces de forma. Y lo mejor que le dijo fue que no había practicado a tiempo todas las metamorfosis y que no debía haberse transformado en toro por Europa, sino más bien por la ninfa Ío, que él había transformado en vaca porque, al tener ambos el cuerpo de un mismo animal, estarían mejor juntos y hubieran producido cantidad de terneros que habrían sido divinizados y se habrían paseado por el cielo con la cabeza muy alta.

Júpiter, queriendo probar en primer lugar que hasta las deidades más castas se dejaban a veces vencer por el amor, tal y como él había hecho, puso de ejemplo a la hermana del Sol, que estaba cerca de él, y mostró cómo se había enamorado de Endimión y de Hipólito. Pero ella alegó en su defensa que, como a uno solo lo veía cuando estaba dormido, no podía recibir de él ningún placer amoroso y que al otro solo lo amó porque se mostró casto y que, si se hubiera dejado vencer al primer ataque, ella lo habría rechazado. Venus, sin embargo, decía por lo bajo a Neptuno:

–Ella tiene razón al rechazar la llama de mi hijo, puesto que, por mucho que hubiera ardido por él, nadie habría ardido por ella. Yo no tenía miedo de que ansiara ser la cuarta entre las que pedían la manzana de oro: es la más fea que hay aquí y su cara es redonda como un tambor.

–Si su cara es gorda –respondió Neptuno– eso solo la hace más apta para ser amada, ya que varios pueden besarla a la vez.

–¿Pero no decís –replicó Venus– que cuando sus amantes creyeran tener un rostro entero, solo tendrían la mitad? ¿No sabéis que cambia todos los cuartos de mes y que tan pronto crece como mengua?

p. 102Después de hablar así de la Luna, Venus no dejó de hablar mal de todas las otras diosas, con el fin de hacer valer su belleza. Se burló mucho de la fea cara de Proserpina y de sus ropajes que no estaban de moda, así como de su peinado, que estaba tan mal hecho que era muy fácil ver que las Furias infernales eran sus peluqueras habituales. Se quiso reír también del peinado extravagante de la vieja Cibeles, que tenía ciudades y castillos en su cabeza, pero la Aurora, que estaba a su lado, la interrumpió:

–No os burléis, bella Cipris, os costaría mucho encontrar una manera de que se arreglara mejor la diosa anciana y modesta que es. Sé de lo que hablo, pues, desde el nacimiento del mundo, he sido su dama de atavío y todas las mañanas le daba un vestido según la temporada: ora bordado de perlas y flores con pasamanería de motivos vegetales, ora dorado como las cosechas o plateado como las nieves.

La Aurora y Venus seguían con sus chismorreos al tiempo que Júpiter, hablando tanto de los amores ajenos como de los propios, dijo que ya que todos se habían divertido sin dejar en el tintero ninguna lascivia que hubieran practicado, solo se sorprendía de una cosa: que la bella Citerea, reina de la impudicia, después de tantos adulterios e incestos, no hubiera cometido el de acostarse con su hijo, y que no había poeta que se lo hubiera imaginado. La propuesta fue considerada abominable, de manera que Júpiter, viéndose obligado a cambiar de lenguaje, habló así a toda la asamblea:

–Antes os oculté qué carne os he dado a comer con el último plato, pero ya no tenéis que seguir con la duda: son los animales celestes los que os he hecho preparar. Venus me decía hace un momento que era una pena que no hubiera tomado la forma de toro para unirme a Ío, siendo ella vaca, con el fin de hacer muchos terneros para repoblar el cielo; pues me hubiera enojado mucho si hubiera tenido tales hijos, porque no querría ver animales en tan bella comarca, me vería obligado a matarlos como a los otros.

No bien había acabado Júpiter de decir esto cuando toda la compañía murmuró contra él y, principalmente, los que tenían algún interés en ello. Baco se enfadó por haber perdido a su carnero, Hércules a su hidra y así cada uno se quejó de que a los animales que les estaban consagrados los habían quitado del lugar en el que los honraban. El Sol gritó el que más alto diciendo que no merecía la pena pasearse por el cielo si no encontraba a sus anfitriones habituales en las doce casas por las que pasaba. Finalmente, todo el mundo concluyó que Júpiter se había equivocado habiendo hecho morir a animales que no le molestaban y que además no le pertenecían, y que debía mandar matar a su águila si quería o al Pan de su mujer, pero no hacerlo a expensas de ellos.

–Os enfadáis por bien poco –dijo Júpiter–. ¿Es razonable que queden animales en el cielo y que nosotros enviemos al infierno a tantos generosos capitanes y doctos filósofos? ¿Para qué nos servirían tantos animales salvo para el gozo de los pequeños dioses como Ganímedes y Cupido, que se divertían llevándolos de la correa? Todavía, si de cada uno tuviéramos macho y hembra, podríais decir que habríamos sacado algo de provecho y tenido crías, pero eran todos diferentes y, si hubieran entrado en celo, os dejo pensar qué monstruos habrían producido, como si el Toro se hubiese unido a la Hidra y el Carnero a la Osa. Además, no hay entre ellos ninguno que diese leche apta para hacer queso y no me podéis decir que sería un gran negocio ir a ordeñarlos cada día. Si tenían algún plumaje o alguna piel que pudiera servirnos, he hecho bien haciéndolos matar para conseguirlos y, para que corriesen la misma suerte todos los demás signos del cielo, tanto animados como inanimados, he mandado quitarlos a todos, no dejando nada más que las estrellas para iluminar como de costumbre.

p. 103»A los semidioses y las semidiosas como Centauro y Andrómeda los he sacado de su sitio para que me sirvieran en el palacio, y las cosas insensibles las he destinado al uso para el que son propias, como la Corona que se pone en la cabeza Juno y la Copa en la que me dan de beber. En cuanto al río Erídano, no consideré que nos fuese necesario, pues fluía tan lento que no era sino agua estancada, la cual no era buena ni para beber ni para lavar nada y apenas hemos podido sacar un vaso de agua limpia para lavarnos las manos antes de la comida y ha habido que pasarla por un paño para aclararla; así que he mandado hacer algunos agujeros en el lugar del cielo donde estaba ese río, de modo que sigue fluyendo sobre la tierra y pienso que han de estar muy sorprendidos los hombres al ver llover con tanta abundancia. Ahora bien, es en parte por culpa de los hombres por lo que he quitado del cielo todos estos signos: quiero castigarlos por el desprecio que me han hecho hace poco. No es preciso que en adelante disfruten viendo el cielo abigarrado de tantas figuras diferentes que les enseñan fácilmente las cosas del porvenir.

Esta es la reprimenda que echó Júpiter a los otros dioses y, a decir verdad, había concebido tales celos de Baco, del Amor, del Sueño y de algunos otros que se hacían adorar en su lugar, que planeaba hacer daño a los dioses y a los hombres a un tiempo. Sin embargo, ni uno solo de la compañía se atrevió a mostrar su resentimiento, convencidos de que si montaba en cólera era lo bastante poderoso como para arruinarlos. El bello Febo se acordaba bien del día que lo había expulsado del cielo y lo había relegado a irse a pedir limosna por toda la tierra, hasta el punto de que alquiló sus servicios a un rey miserable para hacer de boyero. No había nadie que no guardara en la memoria alguna marca de su ira; pero, mientras estaban ocupados en tan enojoso asunto, el dios Como entró en la sala con la antorcha en la mano. Momo venía tras él vestido de rey y Vulcano vestido de reina, pero habría ido mejor disfrazado si hubiera podido andar recto. El resto de enmascarados estaban vestidos unos de soldados, otros de filósofos y varios de artesanos. Pitágoras, vestido de bufón, fue a poner la máscara sobre la mesa cuando, de improviso, hizo entrada otra gente que no conocían. Júpiter creyó que era el séquito de los primeros enmascarados, pero Vulcano y sus compañeros no los habían traído. El primero de la banda, que tenía una cabellera rubia bien rizada y una corona de laurel en la cabeza, fue hasta el medio de la sala y, tocando una lira que llevaba en la mano, entonó estas palabras:

–¡Oh, gran Júpiter que ha de imponer justicia a todo el Universo! ¿Hasta cuándo sufrirás que haya dioses y diosas que se meten en las tareas de los otros sin contentarse con la suya? Aquí estamos una compañía de divinidades privadas de todos los bienes y honores que viene a pedir tu ayuda. Vengo a decirte algo que nunca han contemplado los dioses. Es que hay aquí algunos desconsiderados que, además del oficio que se les ha dado, se han atribuido el nuestro y han hecho creer que nosotros no estábamos en el mundo, de suerte que no nos han invitado a venir a vuestro banquete. Ese joven galante que está a tu lado, que presume de guapo con su bigote dorado, ¿no debería estar contento por guiar el carro que trae el día, sin hacerse llamar guía de las Musas? Yo lo soy, soy el verdadero Apolo, hijo de Júpiter y de Leto y dios de la Profecía, de la Poesía y de la Música, y él es hijo de Titán y una divinidad desconocida. Aquí llega mi hermana Diana tras de mí quejándose de la Luna, también presente, que se apropia de sus atributos.

Este Apolo quería seguir hablando, pero su hermana, adelantándose en cuanto habló de ella, fue a decirle a la Luna:

–¡Qué impostura! Haces creer a todo el mundo que somos una tú y yo; hay bastantes pruebas de tu maldad, pues no en vano pretendes persuadir algunas veces a los hombres de que reinas en el cielo, en los bosques y en los infiernos. ¿Cómo puedes tener tantos empleos*? Sabemos bien que a la misma hora que luces en el Cielo, se me ve todavía en los bosques perseguir a los animales. Conociendo tu descaro, estoy segura de que dirás que puedes estar en distintos lugares y que, mientras muestras solo tu cuarto creciente en el Cielo, tu otra mitad está en la tierra; pero aun cuando fuera así, ¿puedes seguir siendo Proserpina, la hija de Ceres, cuando sabemos que eres hija de Leto? Te dices casta, pero Proserpina está casada con Plutón. ¿Y no te haces llamar también Lucina, suplantando a Juno, y tienes el poco juicio de querer que las que dan a luz te invoquen como partera? Tú que te dices virgen, ¿sabes algo de esos asuntos?

p. 104Esta Diana no había hecho más que comenzar esta arenga cuando fue interrumpida por otras divinidades que tenían quejas similares que hacer. Hubo un dios del Tiempo que se opuso a Saturno y una Minerva a Palas, de manera que no había nadie en la compañía de Júpiter que no fuese atacado y, no estando exento él mismo, no sabía casi qué decir. Fue tan grande la confusión que se quitaban la palabra unos a otros, de manera que los que llevaban máscara, viendo la fiesta interrumpida, se la quitaron para hablar cara a cara con los que les ofendían. Cada uno intentaba dar pruebas antiguas del poder que le cuestionaban, compitiendo por ver quién contaba mejor su genealogía. La mayoría se remitía al veredicto de Platón y de Pitágoras, pero estos se excusaban alegando su incapacidad en esta materia. Júpiter, Saturno y el Destino creían conveniente encomendarse a Homero, a Hesíodo, a Teognis y a tantos otros poetas que habían hablado suficientemente del nacimiento y poder de los dioses, pero no había nadie allí que tuviese la paciencia de esperar a que fueran a buscarlos a los Campos Elíseos85. Además, consideraban que no se sacaría gran provecho porque eran tan atolondrados que ellos mismos habían causado todo el desorden en vez de conservar la gloria de los dioses, y habían puesto todas las veces en su lugar a príncipes infames, los cuales eran tan mezquinos con el tratamiento de divinidad que se lo atribuían a la carnicera de la esquina de una calle con tal de que fuese su amante.

Los dioses, al no saber a quién dirigirse para salir de su aflicción, discutieron con tanto ardor que comenzaron a pelearse furiosamente. Baco cortaba la nariz y las orejas a todos los que encontraba con su podadera y Ceres hacía lo mismo con su hoz. Apolo, Diana y Cupido tiraban infinidad de flechas; las Musas rompían sus liras y sus cítaras en la cabeza de los que les decían algo; Venus atizaba a Proserpina con una de sus zapatillas y le clavaba alfileres en las posaderas; Saturno cortaba los jarretes a todos los que encontraba con su guadaña; pero los más temibles eran Marte y Minerva, uno con la espada, la otra con la lanza. Los que no tenían armas se tiraban escabeles a la cabeza y prácticamente solo el dios Término se libró de la pelea. Había estado todo el tiempo sentado en un cojín, en el que permanecía gloriosamente creyendo que todo cedería ante él y que lo encontraban tan poderoso que no se atrevían a atacarlo; pero se equivocaba mucho: no se dignaban en pegar a un personaje tan zafio que consideraban incapaz de hacer mal a nadie y que no tenía más poder que el de aguantar.

Júpiter sospechaba que la Discordia había engendrado la sedición por no haber contado lo bastante con ella. No le habían llevado su plato a tiempo y el Sueño, que era el encargado de hacerla dormir por miedo a que fuera a estropear la fiesta, se había dormido él mismo después de emborracharse en la cocina con la partida de los que daban vueltas al espetón, de la que formaba parte. Estando, pues, aquella en vela y con el deseo de vengarse, había incitado a los nuevos dioses a perturbar a los antiguos y Júpiter, al ver que se pegaban todos en desorden sin pensar si eran enemigos o no, se dio cuenta de que la ruina total de las distintas divinidades iba a llegar y, como no quería que nadie sino él tuviese el honor de ponerle fin, lanzó su rayo en medio de los combatientes sin preocuparse de perderse también. El impacto fue tan potente que todo el palacio quedó reducido a cenizas y, desde entonces, ya no hay poeta lo bastante sabio para decirnos qué ha sido de todos los que allí estaban. Mas las personas cabales que quieran creerme deducirán fácilmente que todos estos falsos dioses ya no están en el mundo y que si ya no se ven en el cielo los animales que habían puesto allí es porque se los comieron a todos en su festín, como os he dicho, y solo han quedado las estrellas. Y si ya no se ven ni al Sol ni a la Luna en sus carros tirados por caballos es porque estas grandes luminarias dependen de un poder infinito que las hace ir solas sin necesidad de ir en esos bellos carruajes que los poetas les habían dado. Así pues, el que quiera hablar de estas divinidades impotentes puede estar seguro de que, tras oír lo que hemos dicho, se le tendrá por un hombre que, al apreciar solo lo que los antiguos nos han dejado, se imagina que hay algún honor en hacer el tonto a la antigua.

p. 105En cuanto a mí, todo lo que os he contado más arriba lo he aprendido de Pitágoras que, al empezar el combate de los dioses, salió del palacio y, encontrando a la puerta el arcoíris que es la escalera del cielo, se deslizó a lo largo de él hasta llegar a la Tierra donde, después de errar largo tiempo, tuvo la fantasía de convertirse en arrendajo, igual que en otro tiempo fue gallo. Se lo compré a un cazador de pájaros y lo domestiqué hasta el punto de que venía a comer de mi mano. Se subió un día a mi mesa en la que había un alfabeto en grandes caracteres. Después de tocar con el pico algunas letras varias veces, me puse a mirarlas imaginando que aquello tenía una finalidad. Como, de hecho, no podía hablar, me declaraba su suerte con esta invención. Y habría empleado muchas jornadas en juntar las letras que tocaba y en escribir luego las palabras, sobre todo porque me equivocaba a veces al distinguir los caracteres, si mi arrendajo no hubiera decidido coger tinta con su pico y escribirme sus intenciones para librarme de tal carga. Así me enseñó una parte y la otra me la dijo con su lengua que poco a poco comenzaba a desatarse y me hizo todo el discurso del Banquete de los dioses. Creo que este pájaro sabio no quería que yo supiera más que él, ya que, en cuanto terminó la última palabra, se fue volando por una ventana que yo había dejado abierta sin pensar que me fuera a abandonar nunca.

Montenor terminó de leer, ya que no tenía nada más en sus papeles, y Anselme aseguró que todo lo que había oído era extremadamente agradable, pero que le chocaba únicamente ver que los dioses no hubieran consumido tabaco en tan ilustre desenfreno.

—El tabaco es el postre de los infiernos –dijo Montenor–, no es una vianda celeste. Sin embargo, Plutón, que no puede olvidar su gollería habitual, siempre lo llevaba encima, por lo que hay que creer que, después de ese célebre banquete, lo consumió también. Nuestro autor me lo ha asegurado y me ha dicho repetidas veces que solo Prometeo quiso probar ese nuevo manjar. Que si no ha comentado nada de esto es porque no ha juzgado que eso fuese a servir de algo contra los poetas. Tampoco ha dicho que Marte no se atrevía casi a beber vino o néctar, ni que a su lado había una botella de infusión que Esculapio le había preparado y de la que bebía a veces porque Venus le había pegado las purgaciones*. Así, muchos trapos sucios han sido omitidos por miedo a que fuesen un mal ejemplo para los lectores y, principalmente, no se habla de Príapo, que además de lo que se ha dicho de él, hizo algunas picardías de su oficio. El autor se reserva todo esto para un comentario que hará de su Banquete de los dioses y, mientras tanto, estas buenas cosas solo se dicen al oído y a los bufones*. Pero aún falta por saber lo que le ha parecido esta obrita ahora a nuestro esforzado pastor.

—En verdad –respondió Lysis– el autor es anodino; tiene, sin embargo, buena cabeza, solo dependerá de él emplearla bien, pero me habría gustado que hubiese hablado de los dioses con un poco más de respeto de como lo ha hecho.

p. 106—No comprendéis el propósito –replicó Montenor–. ¿No veis que es su deseo mofarse de ellos? Los antiguos nos han dejado muchos libros monstruosos en los que no hay ni orden ni concierto. Ellos forjan cada uno muchas divinidades a su antojo y si uno les ha atribuido un padre y una madre, el que lo escribe después les ha atribuido otros. En lo que concierne a los lugares de nacimiento y a las distintas acciones, están todos tan poco de acuerdo como los relojes de la Universidad con los de la ciudad. Además, narran metamorfosis y otros milagros que no tienen ninguna verosimilitud. Nuestro autor quiere burlarse de todo eso y notad que todos los poetas le han de estar, a pesar de ello, muy agradecidos, puesto que en este discurso ha esclarecido cantidad de cosas muy oscuras que no entendían ni ellos mismos y a las que no les podían encontrar ninguna razón. Pensad en todo lo que ha dicho del hilo de las Parcas, de los signos del Zodiaco, de la Aurora y del Sol: son cosas que, aunque ridiculicen las fábulas, hacen entender mejor su arbitrariedad. Por ejemplo, los poetas aseguran que el Sol es un dios lleno de calor y de luz que nos alumbra aquí paseándose por el Cielo y dicen, no obstante, que cuando le prestó el carruaje a Faetón, éste traía el día en su lugar, pero que al aproximarse demasiado a la tierra estuvo a punto de quemarla entera. ¿Qué disparate es este? Si el Sol no estaba ahí, ¿qué luz y qué ardor podía tener? ¿Cómo es que esos grandes ignorantes no han explicado esto jamás? No se preocupan de hacerlo porque hablan confusamente del poder de sus divinidades sin profundizar en las cosas. Nunca nos han enseñado de verdad si el astro que vemos es la cabeza del dios Apolo según parece (porque ahí se aprecia un rostro) o si es una llama que lleva en la mano o si es su carruaje que está hecho de fuego. Algunos le llaman Febo el de los cabellos de oro; otros, antorcha diaria; y otros, carruaje ardiente. ¿Cómo pueden entender entonces la fábula de Faetón? Sin duda había que decir que en el Cielo hay un gran globo de fuego y que Apolo lo ata detrás de su cabeza o en la parte trasera de su carro cuando va a hacer su recorrido y que podía habérselo dado a su hijo. Pero ¿quién entre los poetas lo ha especificado así? Ha sido mi autor el que ha encontrado las sutilezas y me las ha enseñado; ¿acaso no dice él que el Sol ata los rayos a su cabeza? No terminaría nunca si quisiera especificaros todos los lugares en los que ha esclarecido las fábulas. Acordaos de esto para descubrirlos y creedme cuando os digo que el discurso que os he leído vale más de lo que hicieron nunca los poetas.

—No todo el mundo estará de acuerdo con esto –dijo Anselme–, pensad que las fábulas de los poetas tratan de las cosas místicas en las que se esconde toda la sabiduría antigua.

—Eso es lo que han querido haceros creer –replicó Montenor–, hay gentes ociosas que se han divertido haciendo de mitólogos y han dado a las fábulas explicaciones que nunca imaginaron los poetas. Pero sabed que, si quiero discurrir sobre la novela de Melusina y de Roberto el Diablo86, encontraré tantas lindezas como sobre las Sirenas o Hércules. ¿Y qué, pensáis acaso que mi autor ha dicho algo sin sentido? Si el gorro y las lentes del Destino se caen al bailar, dirá lo que esto significa y es muy capaz de hacer una mitología de su Banquete de los dioses.

—No os enfadéis –dijo Lysis–, os creemos. Os aseguro que aprecio el talento de este autor, pero no le aconsejo que imprima esta obra sola porque es demasiado corta. Mi instinto me dice que está destinado a contar mi historia, ahí es donde podrá incluirla.

p. 107—¿Cómo sabéis vos si esto va a parecer adecuado? –dijo Anselme–. Se han burlado de los que han puesto en sus novelas cosas que no servían para nada. Os voy a dar otra solución. Será suficiente con que diga en su lugar que se os ha leído el Banquete de los dioses y después se pondrá separado al final del libro. Si muchos autores que podría nombrar se hubiesen servido de esta agradable sutileza, sus obras serían, con mucho, mejores y no se les reprocharía el haber entrelazado historias y versos recitados tan fuera de propósito que todos los lectores pasan por encima cuando los encuentran. Así se hallan en Argenis estos largos discursos de los que se podría hacer un libro aparte y la bonita historia de una deposición con versos que sobre este tema quiso introducir Barclay en su novela para mejorar su olor entre la gente87.

—Eres muy satírico, amigo –dijo Lysis–, guarda el consejo para ti, haz que escriban tu historia a tu guisa y déjame organizar la mía. Este Banquete de los dioses no es inútil como las obras que has alegado: trata de cosas que convienen mucho para lo que tengo en mente y me sirve tanto que me acordaré de él toda la vida; además, el que no lo incluyera cometería una falta y no sería un historiador fiel: como es verdad que me lo han leído, hay que reproducirlo palabra por palabra para saber qué consecuencias se han sacado de este discurso y qué juicio he podido hacer. Por cierto, puesto que mi fama se ha expandido por todas partes y los pintores han pintado ya mi retrato, ¿no habrá comenzado ya algún novelista de este tiempo a poner mis amores por escrito, pues hay quienes buscan por todas partes temas para ejercitarse? Yo me opongo: esto debe hacerse únicamente con mi consentimiento.

Entonces se volvió hacia el librero y le dijo:

—¿No tenéis los Amores del pastor Lysis?

—No, señor –respondió el librero–, no sé lo que es y no creo que haya ningún libro que tenga ese título.

—Me alegro mucho –replicó el pastor–, lo veréis algún día y os lo encargaré precisamente a vos. Os informo de que me voy a Forez a correr diversas aventuras para ampliar la materia y creedme que me pasarán cosas tan extraordinarias que, cuando sean escritas, como espero, y las hayáis impreso, venderéis más que de cualquier otro libro que exista en el mundo, pues sabed que entiendo más de amores que cualquier amante que haya jamás aparecido en el escenario de la historia. Estoy pesaroso por no haber venido aquí con mi traje de pastor: habríais comprobado que me queda mejor que a Céladon, que está en el frontispicio de vuestra Astrea.

El librero, viendo que Anselme y Montenor no podían parar de reír de tales extravagancias, no supo sino reírse también. Había gente en la tienda que iba a comprar libros y no salía de su asombro; considerando las acciones y palabras de Lysis, lo tomaban casi por lo que era. Una verdulera que estaba en la calle quedó fascinada al verlo y tiró del mandil de una vendedora que pregonaba peras cocidas calientes para que parase y hacerla partícipe de su alborozo; hubo incluso un mendigo que, con esta diversión, se perdió una escudilla de potaje que querían darle a tres manzanas de allí. Finalmente, Anselme, con prisa por irse, tomó cinco o seis libros nuevos que pagó al librero; pero Montenor, al verlos, dijo:

—A fe mía, poco sabéis de dinero cuando lo empleáis tan mal. A mí me dan náuseas solo con oír leer tres líneas de esas tonterías. Son libros tan útiles para los que no los leen como para los que los leen.

p. 108—Vos no entendéis de nuestros asuntos –saltó Lysis–, solo compramos los libros para ver si podemos hacer maravillas superiores a las que se cuentan ahí. Obtendréis vuestra parte de placer en ver cómo se hacen. Sabed que, si los amantes de esas historias se pasan dos días sin comer, yo quiero estar cuatro y, si derraman lágrimas como pulgares, quiero derramarlas tan grandes como la cabeza.

—Queréis decir la cabeza de un alfiler –replicó Montenor–, y si ayunáis durante el día, moriréis de hambre por la noche.

—Sois un socarrón, Montenor –dijo Lysis–, veréis que mis palabras y mis acciones nunca hacen malas migas

Dicho esto, montó en el carruaje con Anselme y también con Montenor, que no llevaba caballo. Anselme invitó al gentilhombre a cenar a su casa y este, mostrando de nuevo el Banquete de los dioses que había retirado del librero, dijo que, ya que Lysis encontraba la obra demasiado corta para imprimirla sola, se la devolvería al autor. No tuvo reparos en decir que el que la había compuesto se llamaba Clarimond, un joven dotado de excelentes cualidades que residía muy cerca de la casa que él tenía en Forez. Lysis, al enterarse, se puso muy contento prometiéndose manejarlo algún día a su antojo. Pasó la noche y la mayor parte del día con la lectura de las novelas que le habían comprado y, cuando llegó el día de la partida, Montenor se presentó en casa de Anselme y los tres subieron al carruaje. Preguntaron a Lysis si sabía cuántas leguas había desde París hasta Forez; él respondió que creía haber oído que alrededor de cien.

—Los que os han dicho eso se equivocan –corrigió Anselme–, si han contado que había cien leguas hasta esa región, es que no han ido por el camino más corto. Pero sin preocuparnos más de ello, me propongo llevaros allí en dos días.

—No me cabe ninguna duda –replicó Lysis– de que es posible que el amor haya prestado sus alas a vuestros caballos para ir más deprisa.

Se entretuvieron así con bellas imaginaciones poéticas durante el camino e incluso en las ventas en las que comieron. Llegaron al atardecer a un pueblo del que el hermano de Montenor era el señor. Este gentilhombre se llamaba Fleurial y su mujer Cécile. Anselme había querido ir a allí antes que a Brie con el fin de que Lysis, viendo que le hacían ir muy lejos, creyera que lo llevaban a Forez. La cuñada de Montenor, que era muy guasona, se dio cuenta enseguida de que el joven no estaba en sus cabales y, para asegurarse, lo abordó preguntándole por qué razón estaba tan triste como aparentaba.

—Una dama tan cortés no debe ser desairada –respondió Lysis–, os informo de que si estoy melancólico es por pensar demasiado en la belleza de una dama cuyo ojo me enhechiza.

—Vaya, entonces es a una tuerta a la que amáis –contestó Cécile–, pues solo habláis de un ojo.

—De ninguna manera –replicó Lysis–, es porque los buenos poetas usan siempre esta frase, aunque sus amadas tengan dos ojos y, si queréis una razón, es que los rayos de los dos ojos se encuentran como si no hubiera más que uno o bien que solo uno de ellos hiere y el otro cura. También hay enamorados que dicen que su dama tiene el sol en uno de sus ojos y la luna en el otro, y Ronsard cree que Casandre tiene a Venus en el ojo izquierdo y a Marte en el derecho88. Mas, volviendo a mi amada, debéis creer que tiene los dones de las Gracias, a las que se los ha robado, y, aunque tenga una tez de nieve, no deja de calentarme continuamente.

p. 109—Dios mío, si es de nieve y está en Forez –dijo Cécile–, hay que tener cuidado de que no se funda con el sol, pues hace mucho más calor que aquí. En verdad, si tuviéramos ahora un trocito de su cuerpo, nos vendría muy bien para ponerlo en nuestros vasos y refrescar el vino.

—¿Cómo puede ser esto si os digo que ella calienta? –dijo Lysis–. Por lo demás, ella no le teme al sol, pues es un sol ella misma.

—¡Pues qué feliz debéis estar cuando os halláis cerca de ella! –contestó Cécile–: sabéis cuando queréis la hora que es utilizándola como reloj.

—Eso no es posible –replicó Lysis–, pues sus rayos son tan vivos que atraviesan los cuerpos opacos y no hacen sombra. Volvamos a nuestro primer discurso sobre la blancura de mi pastora. Tenéis que saber que tiene un rostro blanco como la leche.

—Si tiene el rostro desblanquiñado* –dijo Cécile–, ¿por qué la amáis entonces?

—He dicho que tiene un rostro de leche cuajada –contestó Lysis–, ¿me oís?

—Sí –respondió Cécile–, eso es que ella tiene un rostro de leche de vaca. Pero entonces, ¿no se paran a beber las moscas que pasan y no se ven algunas ahogadas?

—Todas las que se ven evitan el naufragio –replicó Lysis–, pues hay rosas abiertas en sus mejillas en las que estos bichos se posan y nadan pomposamente alrededor como en un navío.

—Si esa leche es buena para hacer quesos –dijo Cécile–, ganaréis mucho con una enamorada tal: os aportará mucho dinero.

—Sí, os aseguro que es muy apropiado –se acercó a decir Montenor, que los escuchaba–, puesto que ya se ven manchas amarillas en las mejillas de esta bella, como sobre un queso que ha estado curándose seis meses en una bodega.

—Callad –le dijo Lysis–, habláis con poco respeto de la maravilla de este siglo. Bien se ve que no la conocéis. Vuelvo, pues, a lo que decía sobre que hay muchas rosas esparcidas por el rostro de mi pastora y no pensamientos*, como dice Montenor.

Este perfecto amante estaba diciendo infinidad de cosas para defender la gloria de Caritea, pero el dueño de la casa hizo cesar todos estos discursos con el fin de que se sentaran a la mesa, donde solo quería hablar de beber. Después de cenar, Cécile tuvo diversas conversaciones con Lysis, de las que obtuvo un placer sin igual, por lo que a la mañana siguiente no vio la partida de sus huéspedes sino con desazón. Durante la tarde del segundo día, cuando se aproximaron al lugar al que querían ir, Anselme se lo dijo a Lysis, de manera que se puso muy contento y empezó a proponer lo que harían cuando estuvieran en las orillas del Lignon.

—A vos, Montenor –decía él– os conocen bien, puesto que tenéis ahí una residencia, pero a mí y a Anselme no nos conocen. Me parece ya vernos rodeados de un mundo de pastores y pastoras que nos preguntan quiénes somos. Tendremos que contar nuestra historia y decir hasta intimidades de nuestra vida a todos los que encontremos, aunque no los conozcamos, pues es lo que se acostumbra desde siempre en las aventuras amorosas. En lo que me concierne, yo sé bien lo que diré, pero tú Anselme, ¿lo has pensado? ¿Hablarás de Guenièvre o de Angélique?

p. 110—No haré ni lo uno ni lo otro –respondió Anselme–, solo contaré cosas inventadas: haré creer que soy algún príncipe de Transilvania y ya habré compuesto mi novelita.

—No hará mal mentir un poco –contestó Lysis–, pero te diré una idea sin par de la que me serviría yo mismo, si no fuera porque no deseo nada más que ganarme a Caritea y no tengo ambición que me haga dejar los campos: es que no debes dar información sobre tu procedencia; ten mucho cuidado con esto, finge mejor que no sabes quiénes son tu padre ni tu madre y que un pastor, habiéndote encontrado mientras una oveja te amamantaba, te acogió y te ha criado desde entonces. De esta forma conseguirás que, si algún gran príncipe ha perdido a su hijo, crea que eres tú y, sacándote de la bajeza, te acoja con honores.

—¿Cómo saber –dijo Anselme– si hay en este momento algún príncipe que ha perdido un hijo y, aun cuando fuese así, pensáis que querría reconocerme como suyo?

—¡Ay, qué poca experiencia tienes! –replicó Lysis–. Voy a darte una prueba infalible de lo que digo. ¿Has visto alguna vez en la historia que alguno de los que han sido así expuestos en pañales no haya encontrado a un gran señor que se haya identificado como su padre89? ¿Por qué no habrías de tener tan buena fortuna como ellos?

Mientras Lysis seguía con estas explicaciones, Anselme lo escuchaba fríamente como si fuera a sacar algún provecho de ello, pero, al darse cuenta de que estaban en la llanura de Brie y que veía ya el riachuelo de Morin, exclamó con alegría:

—¡Ah, pastor, henos aquí en el lugar que tanto habíamos ansiado! Mirad ahí el lindo río Lignon.

Lysis, que había sacado la cabeza por la portezuela, dijo:

—Cierto, ahí está, así es como nos lo representan los libros. Ya veo el puente de la Bouteresse por encima del cual vamos a pasar. Pero ¿dónde está el palacio de Isoure? ¿Dónde Montbrison, Feurs y Montverdun90?

Entonces Montenor le mostró algunos campanarios de uno y otro lado y le hizo creer que eran los lugares por los que preguntaba. Mientras estaban entretenidos en esto, otra fantasía le vino a la mente a Lysis, que gritó:

—¡Qué desconsiderado soy! ¿Quiero entrar en esta tierra con mi traje de ciudad? ¿En qué estaba pensando esta mañana para no ponerme mi traje de pastor? Tengo que desvestirme completamente ahora mismo.

—Esperad –dijo Montenor–, solo queda una legua de aquí a mi casa, no encontraremos a nadie entre aquí y allí.

Lysis, sin tener en cuenta esta advertencia, hizo parar el carruaje y mandó a un lacayo a buscar al mulo de Anselme que iba siempre delante cargado de equipaje. Hubo que coger el baúl donde estaba el traje de pastor y, tras detenerse bajo un nogal, se quitó el traje que llevaba puesto y se puso el otro. Hecho esto, volvió al carruaje, que se puso a rodar como antes y fue a pasar por encima de ese puente que él llamaba el puente de la Bouteresse.

—¡Ah, queridas ondas –dijo Lysis hablando al río–, pienso que provenís de los llantos de los enamorados, pero, aunque hoy no llevéis más que barquitas, uno de estos días llevaréis navíos de tanto como os hincharé con mis lágrimas!

p. 111Conforme hablaba se puso ya a llorar, pero era solo de alegría y, sintiéndose tan ilusionado de verse en tan bella comarca, les dijo a los otros que tenían que saludarla sin más demora y, haciendo parar el coche y abatir la portezuela, quiso que todos bajaran a tierra como él.

—Te saludo, querida tierra donde el amor tiene su imperio –decía con el sombrero en la mano–, recíbeme como a uno de tus habitantes y te prometo que te haré más famosa de lo que nunca has sido.

Una vez hubieron subido de nuevo al carruaje después de esto, les dijo a Montenor y a Anselme:

—Me parece que vuestros nombres no son para nada propios de pastores, ¿no queréis cambiarlos? Tenéis que saber que cuando uno se hace pastor, se guarda la misma costumbre que cuando uno se hace monje: se cambia siempre el nombre; disfrazad al menos los vuestros.

—No haremos nada –replicó Montenor–, pues todos tenemos una tía que no tiene hijos y ya no nos reconocerá como herederos si renunciamos al nombre de nuestra familia.

—Bien entonces, que así sea –contestó Lysis–, pero vais los dos vestidos de paño gris de España, ¿no os vais a cambiar de traje? A decir verdad, este es bastante pastoril en mi opinión, quedáoslo: me gusta mucho; si hubiera que hacer el mío, querría uno igual. El gris siempre es bueno para los campos y voy a deciros que hay quienes distinguen así los tres estados de Francia91. Dicen que hay rojos, negros y grises; con el rojo, se entiende que es un gentilhombre; con el negro, un hombre de ciudad y, con el gris, un hombre de pueblo. Ahora bien, he oído dar una explicación excelente sobre este asunto; es que, si los gentilhombres franceses se visten habitualmente de escarlata, lo hacen con el único fin de que, si son heridos, no vean el color de su sangre en su ropa, no se espanten y sus enemigos, al no verlos así, no piensen en sacar ventaja. En cuanto a la gente de letras y a los letrados, si se visten de negro es porque su principal ocupación es la de escribir y no quieren llevar colores que pueda estropear la tinta; y, si los hombres de los campos van de gris, es para que el polvo no se aprecie, porque siempre están rodeados de él.

Anselme y Montenor admiraron mucho estas estupendas elucubraciones y Lysis, reanudando su discurso, se mostró muy apenado por no tener un traje como el suyo y dijo, entre otras, estas palabras:

—No dudo de que mi traje sea propio de la comedia pastoril; pese a ello, la tela me desagrada: tiene ese no sé qué del ambiente de París. Era buena en Saint-Cloud, que solo está a tres leguas de la pompa, no me refiero a la del Pont-Neuf*, me refiero a la de los trajes. ¡Cómo odio la suntuosidad de nuestra hermosa ciudad! Los ganapanes caminan por ahí cubiertos de seda y sospecho que el lujo se volverá pronto tan grande que los zapateros tendrán mandiles de cuero perfumado; los ladrones, ganzúas de ébano y los aguadores, un tahalí bordado de oro en lugar de la correa de cuero.

Después de decir esto, Lysis reconoció, sin embargo, que no debía odiar su traje, puesto que ya estaba hecho y que todas sus acciones solo estaban guiadas por un buen genio que no le habría aconsejado llevarlo si no lo hubiera encontrado adecuado. Nada lo enojaba, pues, salvo que recordó que había olvidado traer la guitarra de París. Cuando se lo contó a Montenor, este le dijo que no tuviera pena ninguna y que tenía una muy buena en su casa.

—¡Qué bien! –exclamó Lysis–. Al menos no pareceré inútil aquí, no más que los otros. Todos los pastores deben saber tocar algún instrumento para alegrase en su soledad. A propósito, he olvidado también otra cosa importante: «¡Ah! Mi querida vara, ¿dónde estáis? Os dejé en casa de Anselme».

p. 112—No es un problema –dijo Montenor–, os prometo que os haré una digna del apuesto Paris.

Lysis, teniendo esto asegurado, no emitió ninguna queja y se puso a mirar los campos de uno y otro lado con mucha alegría. Poco después llegaron a una mansión sin torres que era la de Montenor, bajaron e inmediatamente les trajeron la cena. Mientras comía, Lysis no se daba cuenta de que la noche caía poco a poco y quería ir a pasear cuando la mesa se hubiese levantado, pero Montenor, haciendo que trajeran una vela, dijo que había que ir a acostarse para descansar después de las fatigas del viaje y que al día siguiente tendrían todo el tiempo de ver la región. El pastor no quería creerle y, a pesar de todos los esfuerzos que hicieron por retenerlo, salió de la casa, no teniendo la paciencia de que amaneciera para observar mejor las montañas, los peñascos, las fuentes y los bosques. Iba campo a través sin regla ni mesura imaginando que estaba en los bosques y, aunque no veía ni gota, creía distinguir esos lugares.

—Es ahí donde Céladon vio muchas veces a Astrea y Licidas a Philis, decía él: he aquí el bosque donde estaba el falso druida y creo que no estoy lejos de la casa de Adamas92.

Diciendo esto llegó cerca de una choza de la que salió un perro enorme que se vino a ladrarle. Pensó que, si podía atraparlo, sería muy útil para cuidar de sus ovejas cuando las tuviera y se dirigió hacia él diciéndole cumplidos para amansarlo:

—Melampe, bonito, ven a mí, seré tan buen dueño que no querrás cambiar tu forma por la de un hombre por lo a gusto que estarás de servirme93.

A pesar de las zalamerías, el perro siguió ladrando y Lysis, que era un poco cobarde, huyó rápidamente y, cogiendo dos o tres piedras, se las tiró por encima del hombro. El perro corrió tras él y le mordió las piernas tan fuerte que le hizo apresurarse más. Cuando se vio fuera de peligro, reposó un buen rato para recobrar el aliento y luego, temiendo que le sucediera algo peor, decidió volver a casa de Montenor; pero tardó más de una hora en buscar el camino y acabó encontrándolo por casualidad. No dejó de contar la malaventura que le había ocurrido y se quejó de la gran descortesía de los perros de Forez. Y, una vez Anselme lo hubo consolado, se acostó en la cama que le habían hecho preparar.

A la mañana siguiente, con todos ya levantados, Lysis, admirando el buen tiempo que hacía, dijo que era como si esta región tuviera un sol distinto al de la región parisina por lo resplandeciente que le parecía, pero lo atribuyó a la presencia de la pastora. Después de almorzar debían ir a verla porque Anselme deseaba también ver a Angélique. Montenor pidió que les prepararan tres caballos y bajó al patio con Anselme y el pastor.

—¿Qué pretendéis? –dijo Lysis–. Yo no quiero ir a caballo, no es la costumbre de los pastores. Id vos si queréis y os seguiré a pie, pues no tengo ganas de hacer algo que ninguno de mis predecesores ha hecho, antes preferiría no ver a Caritea: sé que ella se reiría de mí. Si queréis obligarme a hacer de caballero, me quedo aquí, os lo advierto. Montenor, dadme vuestra guitarra para divertirme y, por cierto, la vara que me prometisteis, ¿dónde está? No creo que pueda guardar la compostura si no tengo una.

p. 113Montenor, queriendo contentarlo, lo llevó a un despacho donde le enseñó la guitarra y después le dio una magnífica vara que había servido a un pastor que estuvo en otro tiempo en la granja. Después, intentó persuadir a Lysis de que montara a caballo, pero este se negó y dijo que no quedaría bien ir a caballo con una vara en la mano, así que Anselme hizo atar los caballos al carruaje con el fin de terminar con todos estos desacuerdos. Subieron, pues, los tres y se fueron al castillo de Oronte. Leonor y Angélique se pusieron muy alegres al verlos en aquella región en la que no tenían casi compañía y se interesaron por lo que le había sucedido al pastor desde la última vez que lo vieron.

Mientras Anselme y Montenor las entretenían, Lysis preguntó a un joven lacayo dónde estaba Caritea. Este respondió que no la conocía, de manera que el pastor comenzó a enfadarse y, en eso, llegó la ayudante de cocina que sabía muy bien lo que le quería decir y le informó de que su amada estaba en el guardarropa. Él se fue a hacerle una reverencia y la bella no se hizo de rogar, le devolvió el saludo y le rogó que se sentara. Él mostró cierta reticencia diciendo que tenía que estar siempre de rodillas ante ella, pero, finalmente, se sentó en una silla para no contrariarla. Como ocurre en la primera conversación entre quienes no han tenido otra, hablaron del tiempo; Caritea dijo que le parecía que hacía mucho calor.

—Me complace mucho –dijo Lysis– ver que empezáis a sentir el calor que provocáis en los otros. ¡Quieran los dioses que sepáis cuánto me habéis herido!

—¿Yo? –dijo ella–. ¿Os referís a Saint-Cloud con la sirvienta de cocina? Pero, ¿qué os he hecho? ¿Os he arañado? ¿Os he pinchado con algún alfiler mal prendido u os he dado un pisotón en el pie?

—¡Ay de mí! Tenéis razón –contestó Lysis–, las uñas de vuestros encantos femeninos me han arañado el alma, la punta de vuestros encantos me ha pinchado y el pie de vuestro desprecio ha pasado por encima de mi perseverancia; pero, sobre todo, me habéis dado en el corazón.

—Estaríais muerto si eso fuese así –respondió Caritea– y, además, ¿con qué os habría pegado?

—Con las maravillas de vuestra belleza –dijo Lysis.

—No me habléis ni en broma de eso –replicó ella–, ¿cómo voy a ser hermosa, si soy más negra que la cadena de nuestra chimenea?

—Si sois cadena –respondió Lysis, creyendo que se debía puntualizar todo lo que decía la amada–, es una que solo sirve para la chimenea de los dioses, en la que no se hace otro fuego sino el del amor. Dichoso sería tres veces, incluso cuatro, si pudiera metamorfosearme en algún caldero celeste para estar ahí colgado, porque fuera como fuera no querría estar separado de vos.

—Qué fácil os resulta decir esto –replicó Caritea.

—Si me resulta fácil decirlo –observó Lysis– es porque me gusta decir la verdad y se sabe bien que un miserable pastor como yo no puede tener nada bueno sin vos.

—Vuestra baja estima os sirve de elogio –dijo Caritea.

—No me rebajo sin motivo –dijo Lysis–, antes al contrario, medidme por la grandeza de mi afecto, no por la pequeñez de mis méritos, y, aunque sea pastor, no me desdeñéis, puesto que la bella Citerea amó mucho a Adonis y a Anquises que solo eran pastores94.

p. 114Caritea, que no entendía nada de todo esto, se sentía muy incómoda con la entrevista, pero Angélique vino en su ayuda al llamarla para mandarle algo. Entonces Lysis se volvió hacia Leonor, que dijo estar enfadada porque hubiera evitado su compañía. Después de excusarse, empezó a hablarle de la decisión que había tomado ella de retirarse a los campos, exaltando las delicias de la vida pastoril con infinidad de palabras hermosas y, finalmente, les dijo a Montenor y a Anselme:

—Veis que la señora aprueba lo que digo y que os elogiarán eternamente por haber abandonado conmigo la estancia en la ciudad: habéis empezado muy bien, pero esto no ha terminado aún. ¿No queréis que compremos cada uno un rebaño para ir a cuidarlo en medio de estos campos?

—Eso no es necesario –dijo Anselme–, sé muy bien que hay cortesanos que se han vestido de pastores y nunca han tenido ovejas. Si les preguntaban dónde estaba su rebaño, decían que lo habían dejado muy lejos al cuidado de los perros.

—No me lo creo –respondió Lysis–, mostrádmelo por escrito.

Anselme encontró entonces por suerte la Diana de Montemayor en un aparador y, después de hojearla bien, le hizo ver que Delicio y Partenio se habían puesto el traje de pastor sin tener ovejas y, aparte de eso, le recordó que, en La Astrea, había muchos caballeros que habían hecho lo mismo95. No se rindió, sin embargo, y sus razones fueron que esas gentes solo eran pastores a medias, que tenían que serlo del todo y que, para evitar la holgazanería, era bueno tener ovejas a cargo. Montenor dijo que era difícil zanjar la controversia y que consideraba procedente escoger como árbitro a un gentilhombre amigo suyo, gran experto en esos temas. Como Lysis preguntara por su nombre, Montenor respondió que era Clarimond, autor del Banquete de los dioses, y que había que ir a buscarlo. Se despidieron entonces de Leonor y de su hija, así como de Oronte y de Floride, que habían venido más tarde y estaban asombrados de oír cómo hablaba Lysis. Una vez hubieron montado en el carruaje, fueron a la casa de Clarimond, que estaba a una legua de allí, y el pastor no podía expresar a su antojo la alegría que tenía de ir a visitar a una persona cuyo mérito imaginaba muy poco común.

Clarimond tenía un castillo muy galano cercado por un foso; pero Lysis, al verlo, lo encontró aún más hermoso de lo que era, poniendo de relieve los arquitrabes, las columnas, las cornisas, las grandes piedras de molino mal talladas con las que estaba construido. Cuando bajaron al patio, una dama anciana, que era la madre de Clarimond, salió a recibirlos y les hizo entrar en la sala para esperar a su hijo, que había ido a disparar con el arcabuz y no debía tardar en volver, según decía. Tenían vino a enfriar, de suerte que, suponiendo que los recién llegados estarían muy sedientos, mandó traerlo con algunas confituras. Anselme y Montenor bebieron, pero, cuando le tocó beber al pastor, este rehusó. Clémence (así es como se llamaba la dama), queriendo que Lysis bebiera, fue a coger el vaso de las manos de su sirvienta y se lo presentó ella misma.

—No haré tal –dijo él al punto–, no me tentéis, sabia Felicia96, tragaría antes veneno que vuestro brebaje del olvido y, al acabar estas palabras, se fue al patio para asombro de toda la asistencia.

p. 115Le siguieron hasta allí para saber lo que quería decir y, en eso, llegó Clarimond, que abrazó a su amigo Montenor y agasajó cumplidamente a los otros dos. Clémence estaba completamente escandalizada porque Lysis no hubiera querido coger la bebida de su mano y creía que era porque tenía miedo de que lo envenenara, pero, después de que su hijo les hiciera entrar a todos en la sala y tomar asiento, Anselme se apartó de este discurso, haciendo cumplidos a Clarimond y diciéndole que estaba encantado de conocerlo, ya que sus obras le habían causado tan buena impresión. Montenor empezó entonces a hablar del Banquete de los dioses, que había leído muchas veces con atención, y Clarimond, temiendo que esta obra no fuese del agrado de todos, a pesar de lo que le habían dicho, tomó la palabra en estos términos:

—He visto en los poetas antiguos tantos disparates que chocaban contra la razón, que me ha sido imposible soportarlos. Al menos, si no se contradijeran, podríamos establecer algún fundamento, pero uno se pierde en sus oscuridades y no sé cómo los griegos no expulsaban de su país a quienes daban tales fábulas por teología. Todo lo que he contado de los dioses en mi Banquete es burlesco y ridículo, y veréis, no obstante, si prestáis atención, que no llevan a cabo ninguna acción que no se pueda inferir de lo que han dicho los demás. Pero, si los antiguos poetas eran censurables, ¿cuánto más no han de serlo los modernos que, a pesar de no tener los ojos cegados por el paganismo, no saben abstenerse de hablar de las falsas deidades a las que se adoraba antiguamente? Algún día lanzaré un ataque particular contra estos y les mostraré su locura. Son ellos los que nos cuentan historias amorosas y no pienso callarme sobre este tipo de escritos: todos los que se ponen a ello incluyen cosas totalmente alejadas de la verosimilitud.

Lysis no pudo oír este discurso sin replicar:

—¡Oh, tú tienes la ceguera que reprochas a los otros! –dijo a Clarimond–. ¿Cómo es que cuando encuentras cosas incomparables en un libro no las crees? ¿Mides a los otros con tu vara? Que tú no seas capaz de dar a una enamorada pruebas maravillosas de fidelidad, ¿significa eso que no puede haber amante que lo haga? Considera que cuando se escriba mi historia, se la tendrá por una fábula, igual que las aventuras que aparecen en los poetas y a las que no concedes ninguna credibilidad.

Clarimond se sorprendió mucho con esta ocurrencia y Anselme, queriendo que conociera el talante del pastor, habló en estos términos a Lysis:

—No os enfadéis con Clarimond, tal vez tengáis asuntos que tratar con él. Haceos a la idea de que todo lo que ha dicho es solo una paradoja. Quiere mostrar su talento refutando la verdad; pero, cambiando de asunto, decidnos por qué no habéis querido beber el vino que la dama os ha ofrecido.

—Es porque yo creía estar aquí en el palacio de la sabia Felicia –respondió Lysis– que le dio un brebaje a Sireno para hacerle olvidar a Diana, pero por mucho rigor que pueda mostrar Caritea, quiero adorarla. ¡Ah, pérfido Sireno! ¿Cómo has podido decir tú esas palabras que están escritas y moldeadas en Montemayor? ¿Puede ocurrir, oh, ingrata, que me busques mientras me escondo de ti? ¡Ah, Júpiter! ¿Dónde están vuestros rayos para lanzarlos sobre la cabeza culpable de este pastor?

Anselme, cogiéndolo aparte, le dijo que tuviera cuidado con lo que decía, que estaba en Forez y no en la región de Sireno y que además ofendía a Clémence al tomarla por una hechicera. A pesar de todo, Clarimond, muy sorprendido de la extravagancia de Lysis, entendió gracias a Montenor la locura de la que estaba poseído.

p. 116—He encontrado lo que hacía tiempo que buscaba –dijo Clarimond–, os juro que he puesto todo mi esfuerzo en darle un aire novelesco a cierto personaje que conozco, pero ahora ha caído en una locura taciturna: creo que vuestro pastor es de un talante mucho más divertido. Por lo demás, no veáis mal que se quiera mantener a esta gente en su ensoñación: se ponen las delicias al alcance de su entendimiento y, como se dice habitualmente, para ser feliz en el mundo hay que ser rey o loco porque uno obtiene placeres reales y el otro es feliz con su imaginación. Así que el que no puede ser rey intenta volverse loco.

Clarimond, una vez finalizado su discurso, rogó a la compañía que se quedara a cenar en su casa, pero Montenor le dijo que habían venido precisamente para llevarlo a cenar a otra parte y los ruegos fueron tan fuertes que le hicieron dejar a su madre. Después de que Lysis hubiera hablado durante el camino de la negativa de sus compañeros a cuidar un rebaño, Clarimond le dijo que tenía que dejarlos vivir a su manera, pero que, en cuanto a él, no sería tan desdeñoso y que estaba contento de ser pastor por completo. Lysis le alabó la buena intención y le dijo que, si quería embarcarse con él en el mar amoroso, no naufragaría y que él era un buen piloto para tal navegación, pero que era necesario que se preocupara de comedirse en todo si quería vivir felizmente.

FIN DEL TERCER LIBRO

i En el texto original, «juger de», que, en sentido figurado, equivalía antiguamente a ‘ser espectador mudo de asuntos que se juzgan sin tomar parte en ellos’.

ii Godronné, hoy goudronné, en el texto original. El equivalente español es el alechugado caracterísitico de las gorgueras de los siglos XVI y XVII, con cangilones: «cada uno de los pliegues hechos con molde y forma de cañón en los cuellos apanalados y escarolados» (DLE).

iii El texto se sirve de la expresión «faire rubis sur l’ongle», literalmente ‘poner el rubí en la uña’: esta se refiere a la última gota de vino que queda, siendo costumbre en el siglo XVII echársela en la uña para acabar así la bebida.

iv Vacations en el original, con el significado de ‘ocupación, empleo’ y no el etimológico, que era justamente el contrario: ‘desocupación’.

v En el original aparece como chaude pisse, literalmente ‘orín caliente’, síntoma de una enfermedad venérea que se corresponde con la gonorrea, conocida durante siglos como purgaciones.

vi Enfants sans souci en el texto, también llamados Sots, ‘tontos’, una cofradía jocosa de París, compuesta de estudiantes pobres que iban vestidos de bufones y representabas farsas desde el siglo XV hasta el XVII.

vii El autor juega con dos palabras homófonas, lait, ‘leche’, y laid, ‘feo’; juego imposible de respetar en la traducción.

viii Nuevo juego de palabras, en esta ocasión con dos acepciones de la misma: souci significa ‘preocupación’ y también ‘pensamiento’ (planta).

ix Se juega aquí con dos de las acepciones del término pompe en francés: ‘ostentación’ y ‘bomba’, referida a las bombas de incendios que estaban en los puentes, aquí en el Pont-Neuf, sobre el río Sena, en la punta occidental de la Île de la Cité.

78 Almanaque muy conocido en su tiempo, publicado por Jean Belot en 1622 con el título de Les nouvelles centuries et estranges predictions du Curé de Milmons. Estos libros contenían, además de predicciones meteorológicas, profecías de sucesos tanto felices como aciagos en la estela de Nostradamus.

79 Referencia al episodio de la Biblia en el cual se relata la aparición en sueños del ángel a José para anunciarle que María dará luz a un niño, al que ha de poner por nombre Jesús (Mateo 1. 18–25).

80 Los comediantes del príncipe de Orange formaban una compañía que tenía como jefes a los actores Le Noir y Montdory, y mantenía una gran rivalidad con la del Rey, a la que le disputaba el Hôtel de Bourgogne. La troupe real acabaría tomando este como teatro permanente, por lo que los primeros acabaron instalándose en el teatro del Marais.

81 Referencia a la moda, muy real entre las clases pudientes del XVII en Francia, de hacerse pintar vestido de pastor o pastora.

82 El grutesco es un tipo de adorno arquitectónico y pictórico, muy usado en el Renacimiento, que solía combinar elementos vegetales con animales fantásticos y seres mitológicos.

83 Perros pequeños que las damas de la aristocracia llevaban en sus manguitos de piel.

84 Alecto, «la implacable», era la primera de las Erinias o Furias de la mitología romana.

85 Teognis de Mégara fue un poeta griego del siglo VI a.C. Aristócrata empobrecido, defendía los valores nobiliarios y heroicos de la Grecia arcaica.

86 Melusina es un personaje legendario femenino con cola de pez, novelado por Jean de Arras a finales del siglo XIV; por su parte, la leyenda de Roberto el Diablo data del siglo XII y hace referencia a un noble normando, célebre por su crueldad, que habría sido engendrado tras invocar su madre al diablo.

87 Argenis, de John Barclay, es una novela alegórica que mezcla prosa y verso. Se publicó en latín en 1621 y se tradujo al francés ya en 1623.

88 Alusión a la elegía tercera del poemario compuesto en honor a Casandre, Les Amours (1552–1553); elegía que Ronsard dedica a Janet, pintor real, para que pinte a su enamorada. En ella describe hasta en los menores detalles cómo ha de ser el retrato, incluidos los ojos: «De sus bellos ojos la gracia natural,/ Que avergüencen a las estrellas de los cielos:/ Que uno sea amable, el otro sea furioso,/ Que uno tire a Marte, el otro a Venus salga,/ Que del benigno toda esperanza venga/ Y del cruel venga toda desesperación».

89 Alusión a la técnica narrativa de la anagnórisis, consistente en el descubrimiento o reconocimiento de la identidad oculta, de carácter noble o incluso real, del héroe o la heroína, muy practicada desde la novela bizantina y, luego, por la novela de corte idealista: caballeresca, pastoril o de aventuras (roman héroïque en francés).

90 Estos topónimos son las referencias más repetidas en L’Astrée, con la que d’Urfé honraba su tierra natal, Forez, y que los lectores conocían de memoria.

91 Referencia a los Estados Generales que debía convocar con cierta periodicidad el rey de Francia en el Antiguo Régimen y que integraban representantes de los tres estamentos: nobleza, alto clero y plebe. Aquí se lleva, en una aplicación ingeniosa, a las tres clases sociales: nobleza, burguesía y campesinado.

92 Lysis, inmerso en su fabulación astreana, cree reconocer en la espesura de los bosques los lugares favoritos de sus personajes: de Astrea y Céladon, del hermano de este, Licidas, y su enamorada Philis; e, incluso, las moradas del buen druida Adamas y del falso druida Climante. Tales alusiones explícitas a situaciones y detalles de la novela de d’Urfé ponen de relieve la fuerte impregnación del pastor en su lectura, y de paso, la del propio Sorel.

93 Melampe era el perro de Astrea en la novela de d’Urfé y que Lysis, en su chifladura, cree haber encontrado.

94 Citerea es el sobrenombre que recibe la diosa Afrodita, amante –además del dios Ares– de los mortales Adonis, un joven de extraordinaria belleza, y el apuesto Anquises, que apacentaba su vacada en Troya.

95 Se trata de Los siete libros de Diana, de Jorge de Montemayor, publicado en 1559 y traducido al francés en 1578. Contó con varias reediciones y fue traducido de nuevo en 1603 en versión bilingüe. Por sus cualidades narrativas, se convirtió en el modelo de novela pastoril en Europa y, en particular, la fuente de inspiración principal para la monumental Astrée, ya mencionada.

96 La sabia Felicia, maga, es la persona de más alto rango en la Diana de Jorge de Montemayor, que el pastor cree estar reviviendo también en ese momento. El episodio que inspira esta alusión lo explica el propio Lysis unas líneas más abajo: se trata del filtro mágico que Felicia proporcionó al pastor Sireno para que olvidara a Diana y no sufriera de amores.