LIBRO VIII

Después de que el mago y sus huéspedes hubieran cenado, fueron a un soto cercano al castillo en el que se encontraban Oronte, Floride, Leonor, Angélique, Anselme y Montenor. Primeramente, Angélique contó a Lysis que su amada se encontraba muy bien, y esto le alegró de tal manera que se veía incapaz de agradecerle tanto como desearía el haberle traído tan buenas noticias. Para complacerle aún más, esta mandó buscar a Caritea, cuya llegada le puso fuera de sí. Cuando vio que no llevaba ya la cara vendada, se quitó rápidamente el pañuelo que le tapaba uno de los ojos y exclamó:

—Ya no estoy enfermo, visto que Caritea está sana: tengo que asemejarme siempre a ella. Antes de que llegase, sentía ya que el ojo no me dolía.

Tras este disparate fue a pedirle que se sentara en la hierba, cosa que hicieron todos los que allí estaban, y entonces Hircan habló así:

—Caballeros y damas, y vosotros, pastores y pastoras, como nos encontramos aquí con tanta dicha, tenemos que emplear bien el tiempo. Soy de la opinión de que aquellos que tuvieron aventuras señaladas en su vida cuenten su historia a los demás: obtendremos de ellas tanto provecho como placer.

A todos les pareció muy bien el consejo y, aunque Fontenay y Philiris habían contado sus historias esa mañana, no tuvieron inconveniente en repetirlas para quienes no las habían oído todavía. Todo lo que dijeron era muy agradable, ya fuera verdad o mentira.

Fontenay adornó su discurso con ideas nuevas, buenas y variadas, como cuando habló de la visita de Théodore y describió muy sencillamente la emoción que le causó. Decía que se había colocado entre ella y el espejo, y que intentaba ver su propia cara con uno de los ojos y a Théodore con el otro, sin saber a cuál debía querer. Al final de la historia, Lysis volvió a lamentar que Théodore no se hubiese vestido de hombre para que sus aventuras fuesen más extraordinarias; pero, como cuánta más gente hay en un lugar, más opiniones distintas se encuentran, hubo bastantes personas que le llevaron la contraria. Anselme fue el que mejor lo expresó cuando le dijo:

p. 244—Si os fastidia que Théodore no se disfrazara, tendría que haber sido de manera distinta a la de Ifis, que solo se puso la ropa de hombre por miedo a ser raptada: tendría que haber sido por el amor que experimentara por ella misma, para que su historia fuese más perfecta, más acorde a la de Fontenay y a la coincidencia de aventuras que se ve en las novelas. Pero está por ver si una mujer que se amase a sí misma sería empujada por la pasión a vestirse de hombre y renunciar a su sexo: es de creer que no lo haría nunca, pues la belleza principal está en el rostro de las mujeres, y antes la admirarán en ellas mismas que en el rostro de los hombres. No es como Fontenay, que estaba obligado a buscar en el disfraz lo que la naturaleza no le había dado.

Lysis quiso replicarle, pero las damas cortaron ese discurso que entraba en una materia demasiado sutil y amorosa. Fue entonces cuando Philiris empezó a hablar y a todos encantó la llaneza de sus pensamientos. Se pidió luego a Polidor y a Meliante que dieran similar divertimento a la compañía e Hircan les dijo:

—Bien sé que vuestras preocupaciones son tan grandes que no tendríais, por vosotros mismos, el valor de contarnos vuestra historia; pero hago aparecer aquí el poder de mi arte y doy a vuestra lengua la libertad de declarar las fatigas pasadas. Hablad sin temor uno después de otro.

En cuanto Hircan hubo dicho esto, dejaron ambos su extravagante actitud y adoptaron un gesto más amable, como si de verdad hubiera operado algún encanto en ellos. Polidor, viendo que Meliante le cedía el honor de hablar el primero, comenzó así su historia:

—La ciudad más hermosa de Persia fue el lugar de mi nacimiento y no cabe asombrarse de que hable tan bien francés, pues mi padre, Cléon, era de este país y había sido raptado, junto con un primo suyo llamado Euthydème, por corsarios que lo habían vendido a su rey, con el que tenían muy buena relación. Tras aprender de mi padre la lengua y las costumbres de Francia, así como otras gentilezas, estaba listo para medrar algún día al ado de nuestro señor, pero, ¡oh, desgracia!, me enamoré de Rodogine, la cual es tan cruel que se hace digna de ser la reina de los infiernos. Es cierto que hay tantos lirios y rosas en su tez que no harían falta más para adornar los pórticos de todos los templos. Es verdad también que su cuerpo está compuesto de tantas perlas, diamantes y filamentos de oro, que cualquier cosa que se desprendiera de ella bastaría para enriquecer al avaricioso más insaciable del mundo; pero ¿a quién le está permitido gozar de todos esos tesoros? Sus mazmorras son más fuertes que las de nuestro rey, sus encantos son tan poderosos que atrae todo hacia ella y, con sus firmes ganchos, si un carruaje se quedara atascado, lo sacaría de un golpe fuera del fango. Sus ojos tienen un fulgor tan ardiente que, un día, al mirar a través de la ventana, se fundió todo el plomo y los cristales cayeron al suelo. Luego lanzó sus rayos hacia un canalón que estaba en el lado opuesto y, al fundirse el plomo también, cayó encima de un gentilhombre que pasaba y le entró en la cabeza, así que, si le aportó algún beneficio fue que, en lugar de tener el cerebro hueco como antes, lo tuvo en adelante pesado.

p. 245»Esas son las cualidades extrañas que posee Rodogine y que podría ciertamente usar bien, pero abusaba de ellas constantemente y, cuando quería ir a verla, tenía que estar siempre listo para huir por miedo a que me encarcelara y frotarme antes con clara de huevo y agua de malvavisco, temiendo que me abrasara. Cuando le declaré el amor que había hecho nacer en mi corazón, no hizo más que reírse y me aseguró que nunca se apiadaría de mí salvo con algunas condiciones que quería imponerme. Primero, habiendo oído decir que un cortesano llamado Ostanés tenía una sortija que lo hacía invisible, me dijo que tenía que conseguírsela. Me pareció muy difícil, pues ¿cómo se le puede quitar algo a un hombre invisible? Se decía que Ostanés se complacía en ir a los baños de las mujeres para contemplar a las hermosas damas todas desnudas y a gozar de ello sin que nadie se percatara. Entraba en las dependencias del Rey cuando los asuntos más importantes estaban encima de la mesa y robaba aquí y allá todo lo que necesitaba para su entretenimiento, sin ser castigado por estos hurtos porque no se le podía coger jamás in fraganti y, cuando quisieron meterlo en prisión, desapareció como un espíritu.

»A pesar de ello, se me ocurrió vestirme de mercader extranjero y alquilar una tiendecita cerca de su casa, con la esperanza de quitarle lo que deseaba. Yo tenía un cofre en el que había metido cuchillos con mangos de dientes de rémora, un abanico de plumas de fénix y algunas bagatelas más, pero había dispuesto alrededor redes sutiles en las que la mano quedaría atrapada en cuanto tocara. Creía que podría apresar así a Ostanés y tendría que darme el anillo si quería que lo liberara. Tras hacerle saber que tenía muy buena mercancía, me dijo que se encontraba enfermo y no podría ir a verla hasta dentro de dos días, pero era para que yo no sospechase del hurto que pretendía hacer. Yo estaba seguro de sus intenciones, pero, como tenía miedo de que desistiera de entrar en mi tienda por temor a mí, me quedaba siempre fuera, aunque me habían asegurado que se volvía invisible cuando quería. Vino a examinar el cofre el mismo día y, dado que necesitaba, además de llevar la sortija en el dedo, sujetar la piedra con la boca si quería eludir la vista de todos, de inicio iba con la intención de meter una sola mano en mi mercancía. Al verse solo, sin embargo, la avaricia le llevó a meter las dos. La del anillo se adelantó para su desgracia, pues quedó presa de inmediato en mis redes. Como no podía soltarse, Ostanés tiraba del cofre hacía sí para llevárselo, pero estaba muy bien encadenado a la pared. Caviló entonces que, si lo cogían en ese estado, lo harían morir de forma ignominiosa, de suerte que se armó de coraje para coger un cuchillo de la cintura con la mano libre y cortar la muñeca de la que había quedado aprisionada. Lo vi huir después, pero no hice intención de seguirlo y me contenté con tener su mano y el anillo en mi cofre.

»De inmediato recogí los bártulos y fui a ofrecerle a Rodogine la joya que había deseado. Me dijo que no había dado aún suficientes muestras de ingenio y que tenía que encontrarla fuera donde fuera que quisiera esconderse. Llevándose el anillo a la boca se volvió invisible y comencé a gritar: «¿Cómo, pérfida, queréis escamotearme la recompensa que habíais prometido? Os he traído lo que deseabais y no me dais lo que deseo. No he conseguido, pues, nada más que mi ruina. Caeré en la desesperación si no os mostráis. Romperé todos los muebles de vuestra casa. Mataré a cualquier criatura humana o animal y no perdonaré ni a los insectos». Mientras decía esto, oí la risa de Rodogine, tan pronto de un lado como de otro, e iba en vano con los brazos abiertos presto a abrazarla si la encontraba. Si veía un poco de humo en un sitio, corría hacia allí pensando que ya la tenía, imaginando que era su aliento; pero mis brazos venían a juntarse a mi estómago sin poder estrecharla.

p. 246»Esto me encolerizó tanto que agarré con furia a una niñita que Rodogine llamaba sobrina, aunque algunos aseguraban que ella era su madre, e hice ademán de querer arrojarla a un pozo. Rodogine vino enseguida hacia mí y, como su amor le hiciera creer que no le bastaban las dos manos para salvar a la pequeña, se sacó de la boca la mano donde estaba la sortija y me quitó a la pobre niña, que no dejaba de gritar. Abracé acto seguido a mi amada y la obligué a reconocer que la había vencido, pero la argucia me hizo entender además que era su hija efectivamente, que había tenido con algún amante más dichoso que yo, pues lo que se había esforzado en socorrerla tan prontamente parecía revelar un afecto materno. No hablé de ello, sin embargo, y me bastó con rogarle que no fuera tan rigurosa conmigo, pero no pude sacar nada de ella salvo que, en atención a que le había llevado el anillo de Ostanés, no lo utilizaría contra mí y no se haría nunca invisible a mis ojos.

»Me preparó otro suplicio como recompensa y, tras llevarme a la entrada de un desierto, me pidió que lo atravesase para ir a buscar un agua que volvía tan buena la memoria de quienes la habían bebido una sola vez, que recordaban todo lo que habían visto en su vida hasta el mínimo detalle. Mi amada me dio un recipiente para meter el líquido y algunas armas para defenderme si alguien me asaltaba, además de nueve panes para alimentarme. «Encontraréis», me dijo, «bastantes fontanares en vuestro camino antes de dar con la fuente de la memoria que, por su belleza, se hace muy reconocible. Por eso no os doy nada de agua, pero pan sí hay que llevar, pues vais a pasar por lugares en los que no encontraréis a nadie que os lo dé. Si sois valiente, solo necesitaréis nueve días para hacer el viaje y os conformaréis con comer un pan al día, pero si sois cobarde os hará falta más tiempo y moriréis de hambre en vez de volver. Por mi parte, me quedo con nueve antorchas de las que encenderé una cada noche y, si no habéis vuelto para cuando hayan ardido todas, no volveré a pensar en vos y os daré por perdido».

»Una vez que Rodogine hubo terminado, me despedí de ella y, tras sufrir no pocas incomodidades, llegué en cuatro días a un río que, según había oído decir, era preciso atravesar para ir a la fuente de la memoria. Encontré en la ribera, muy oportunamente, un árbol arrancado al que me subí y, moviendo los pies y las manos, pasé a la otra orilla. Nada más llegar, distinguí la fuente que caía en un estanque de mármol, pero, en el mismo instante, aparece un dragón furioso y, abriendo una boca tan grande que parecía un abismo, avanza hacia mí para devorarme. Yo llevaba una maza que le hundí tan dentro del gaznate que le fue imposible cerrar las mandíbulas para hacerme daño, así que corrí audazmente hacia la fuente donde llené el recipiente y esperé luego al monstruo con la espada en la mano. Se lanzó contra mí con tal furor que me habría tirado al suelo si no me hubiera apartado, pero, para impedirle que me dañara, me subí a su lomo en el que me mantuve como sobre un caballo. Se metió en el agua para deshacerse de mí, pero le di tantos golpes en la cola que, creyendo escapar del que le golpeaba por detrás, atravesó el río a nado y me dejó en la orilla felizmente, porque la corriente se había llevado mi árbol. Me bajé de él y me puse en camino, dejándolo medio muerto.

p. 247»Tenía tanto miedo de no estar de vuelta a tiempo ante Rodogine que anduve casi noche y día, y tuve tanta sed que una noche, al no encontrar fuente alguna, me vi obligado a beber la mitad del agua que llevaba: de ahí viene que goce ahora de una memoria sin igual. Al día siguiente, pensé en rellenar el recipiente con agua corriente, pero temí que Rodogine reconociese el engaño y, finalmente, lo llevé solo hasta la mitad. A pesar de ello, se alegró y alabó mi diligencia, pues mi viaje apenas había durado ocho días y me quedaba todavía uno de los panes y, a ella, una de las antorchas. Creía entonces que obtendría de ella todo lo que cabía esperar, pero, en cuanto vio que tenía tan buenas perspectivas, se rio de mí y me dijo que no esperase gozar de ella si no le llevaba un fragmento de los miembros de un pastor que fuera árbol. Al no encontrar tales pastores en Persia, me eché a la mar y arribé a esta tierra en la que encontré a Hircan, que me contó la historia del pastor Lysis que, desde hacía poco, se había metamorfoseado en un árbol que lleva su nombre. Tomé el traje que veis para conversar más tranquilamente con la compañía aquí presente y, al encontrar a Lysis ayer mismo, me alegré grandemente, convencido de que me daría lo que buscaba.

—Habéis llegado demasiado tarde para cumplir vuestro propósito –dijo entonces Lysis–, podéis apreciar que ya no soy árbol y que, si vuestra amada necesita madera, debe proveerse en los bosques de la comarca en la que mora.

—Si sois cortés –replicó Polidor–, no dejaréis de darme alguna parte de vuestro cuerpo tal y como está: seguramente Rodogine estará satisfecha y vos seréis la causa de que me ame de aquí en adelante.

—Queréis hacernos creer –dijo Lysis– que Rodogine es una caníbal o una tigresa, pues nos decís que quiere que se corte a un hombre en pedazos y que se le lleve una pieza. Solo habló de un árbol.

—No discutamos –dijo Hircan–, zanjaré enseguida vuestra controversia. Dejemos ahora expresarse a Meliante, que ya se prepara para contar su historia.

Entonces, Meliante, después de mandar callar, comenzó a hablar así:

p. 248—Tenéis que saber, querida compañía, que ese Euthydème del que os ha hablado Polidor era mi propio padre. Me crio en las costumbres francesas en medio de la corte de Persia y me hizo aprender tantos y tan variados ejercicios que imaginaba que las damas más hermosas del mundo estarían más que felices de tenerme por servidor. Me vi obligado, sin embargo, a ir en pos de la bella Panphilie, en lugar de ser yo el perseguido, y ni siquiera mi sumisión me hizo conseguir sus favores, de lo esquiva que era. Mi único consuelo era ver que no trataba mejor a otros muchos más grandes que yo, pues el rey mismo, que se llamaba Siramnés, figuraba entre sus cautivos más miserables porque la fealdad de su cara lo hacía muy desagradable. Este no aceptó que ella le pagara con largas, como acostumbraba, y su propósito era el de hacerla llevar a su habitación para forzarla. Sabedora Panphilie de la noticia, quedó horrorizada y, tras quejarse en privado a algunos de sus enamorados, fue a encerrase con su madre Crisotemis en el castillo de Nomasía, que su padre había mandado levantar al borde del mar. Su hermano Alicante no tardó en reunirse con ella, y Arimaspe, Nicanor, Hipodame y yo, que éramos los servidores de esta beldad, fuimos a defenderla allí contra toda suerte de enemigos. De inmediato nos declararon rebeldes al rey y Siramnés envió dos mil hombres para asediar nuestra fortaleza, en el caso de que no quisiéramos implorar su perdón. Panphilie se vio obligada a servirse de sus enamorados a su pesar, pues su hermano despreció el ultimátum que le habían dado e iban a cañonearnos. Estábamos tan mal pertrechados que, desde el primer asalto que nos dieron, Nicanor, al quedarse sin balas de plomo, se arrancó tres o cuatro dientes de la boca con los que cargó el mosquete. Barzanes, lugarteniente de las tropas del rey, no disponía aún de cañones, pero, sin paciencia para esperar, quiso un día hacer que escalaran nuestro castillo. Su gente salió mal parada, pues habíamos levantado el suelo del patio y, tras romper la greda, la habíamos hecho fundir con fuego para arrojarla a nuestros enemigos, que subían por los muros. Les entraba sutilmente entre el cuerpo y la camisa y les producía un dolor insoportable, o bien les entraba en los ojos y los cegaba en un instante, por lo que se vieron obligados a retirarse sin conseguir nada.

»Por la noche oímos una campanilla que sonaba a lo lejos. Todos pensábamos que ocurría sin motivo excepto Alicante, que nos hizo callar a todos y nos dijo que, o mucho se engañaba, o era una señal que nos hacían. «Cuando no es posible hacer llegar cartas a personas asediadas», prosiguió, «sus amigos se comunican con otros artificios. Si se pueden poner en un lugar elevado, les muestran antorchas cuyo número significa las letras una tras otra o bien, a falta de esto, se sirven de una campanilla que saben cuántas veces ha de sonar por cada letra y se utiliza para las conversaciones que se quieren mantener, y así se puede hablar desde una legua. Aprendí antaño este secreto y ahora me viene al punto». Tras decir esto, Alicante escuchó los distintos sonidos de la campanilla y luego exclamó: «Alegrémonos, amigos míos, nos llegará socorro muy pronto. Ciniphe, que finge abrazar la causa del rey, me promete traicionarlo. No me cabe duda de su sinceridad, siempre me ha mostrado una amistad especial». Todos se asombraron de que Alicante comprendiese tan bien el lenguaje de las campanas y, como no teníamos, cogió un caldero y, subiéndose a una torre, golpeó dentro con un bastón para dar respuesta a Ciniphe. No obtuvimos ninguna réplica pues, como supe después, los centinelas del rey descubrieron el secreto y advirtieron a su general. Mandó encarcelar a Ciniphe y, tras aplicarle la tortura, se supo por él que se había enamorado de Panphilie y que su propósito era salvarla para gozar de ella luego a su antojo.

p. 249»Una vez informado Siramnés, este hizo ver que se mostraba clemente y, considerando que Ciniphe había tenido solo la intención de traicionarlo y poseer a la que destinaba para sí, pero que no había llevado a cabo nada, bastaría con castigarlo en apariencia. Se le dijo que el rey le concedía la gracia de darle a elegir el tipo de muerte con el que deseaba expirar. Quiso que le cortaran las venas y, cuando iban a vendarle los ojos con el fin, le decían, de que no sufriera tanto daño al ver correr la sangre, dijo que deseaba tener toda la libertad de contemplar al morir un retrato de Panphilie que había hecho traer. El verdugo le contestó que el rey no quería que mirara más a su enamorada y que le había ordenado vendarlo. En esta tesitura, dijo que tenían que permitirle suavizar de otro modo los dolores de la muerte. Hizo que le acercaran a la nariz el perfume que más le agradaba; dejó fundir en su boca la mermelada que consideraba mejor; hizo que le leyeran un discurso amoroso que le gustaba mucho y, al mismo tiempo, encargó a un músico que cantara una melodía que le fascinaba por encima del resto, con la finalidad de morir voluptuosamente. No sabía en cuál de todos esos placeres pensar cuando, tras vendarle los ojos, le pinzaron fuertemente la vena del brazo y del pie con las uñas solamente y dejaron caer agua en abundancia en pilas junto a él. Creía que tenía las venas abiertas y que era su sangre la que corría, de manera que la impresión fue tan grande que se dejó debilitar poco a poco y murió en una media hora. Siramnés se enojó porque Ciniphe había sido antaño su consejero en materia de amores y cualquiera de nosotros habría querido estar en su lugar.

»Como les habían llegado, ese mismo día, algunas piezas pequeñas de artillería a los que nos asediaban, quisieron derribar nuestros muros, pero, para defender los sitios más débiles, extendimos encima nuestros jergones, colchones e infinidad de fardos llenos de todos los harapos que pudimos recoger, con la finalidad de que la violencia de los impactos quedara mitigada allí dentro y estuviésemos al abrigo de la artillería y de las flechas. Con todo, no pudimos impedir que abrieran una brecha en el fuerte y que, al estar los fosos llenos, llegaran a nosotros los enemigos. Fue entonces cuando los cuatro enamorados allí presentes tomamos una valiente decisión. Juramos que Barzanes no entraría jamás en Nomasía si no pasaba por encima de nuestros cadáveres y, ya que las piedras no podrían ya proteger a Panphilie, tendrían que ser las picas y las espadas las que la protegiesen, y los hombres deberían servir de muros. Nos pusimos, pues, todos en fila en la brecha, atados unos a otros con cadenas y atados también a ambos lados del muro destruido los que estaban en los dos extremos. Así, nos forzamos a combatir juntos, aunque cambiáramos de intención, y nos privamos del medio de huir para mantener siempre el paso taponado para los enemigos. Los que se acercaron a nosotros conocieron para su desgracia cuál era nuestra valentía y se vieron obligados a retirarse. No había nada que objetar, salvo que no podíamos perseguirlos, pero Alicante, que estaba libre, tuvo el aplomo de repelerlos con diez o doce soldados. Se alejó tanto del castillo que se encontró con la compañía de Barzanes, que le dio tantos golpes que hubo de apoyarse en un ciprés. Barzanes le dio entonces una lanzada que lo atravesó de parte a parte y acabó clavándose muy dentro del árbol.

p. 250»Nuestros soldados, al ver a su capitán tan malparado, se retiraron rápidamente dentro del castillo y se mantuvieron con nosotros en la brecha, ayudándonos a repeler a los enemigos. Estos, viendo venir la noche, se retiraron a descansar para no precipitar algo que no les podía fallar. Al volver, vieron a Alicante, que había permanecido clavado en el ciprés y, como en la agonía de la muerte se aprieta firmemente lo que se sostiene, seguía teniendo en la mano una jabalina con la que parecía amenazarles, esperándoles a pie quedo. Había un no sé qué de horrible en su cara que asustó a los soldados de Barzanes, que lo tomaron por un demonio y se retiraron a la carrera, pero su capitán les sacó de dudas y les dio toda la confianza. Hicieron como los pájaros que, después de haber mirado y remirado un espantapájaros que está plantado en medio de un campo, armado de bastones que parecen amenazarles, terminan por reconocer que no es un hombre y no se contentan con hacer la ronda alrededor, sino que, habiendo perdido el miedo, se le acercan, se posan en su cabeza, hacen incluso sus deposiciones y se comen el grano que guarda. Así, los soldados de Barzanes, comprendiendo que Alicante solo era ya una pobre masa de tierra, lo escogieron como diana de sus flechas y le arrojaron tantas que le habrían hecho morir si hubiera seguido con vida. Luego le hicieron mil vilezas de las que vimos algo y, sin embargo, no pudimos considerarlo desgraciado, ya que había tenido la dicha de morir de pie como debe hacer un capitán bravo. Solo Crisotemis y Panphilie lo lloraron, pero incluso ellas tuvieron que dejar el duelo para pensar en su propia salvación.

»No teníamos a gente suficiente para reparar las brechas que podrían hacerse por todos lados a los muros y, aun cuando los hubiésemos tenido, habrían sido una carga, pues nos faltaba toda clase de municiones. Nos habíamos comido a todos los perros y los caballos: estábamos listos para hacer caldo con el cuero de los escudos o con el pergamino de los libros que habíamos encontrado en un despacho, así que no había modo de mantener el asedio y, si queríamos evitar la ira del rey, teníamos que abandonar una posición tan mala. Salimos todos, pues, por la noche a través de una puerta falsa y, tras enterrar el cuerpo de Alicante, nos embarcamos en un bajel que pertenecía a un caballero, amigo de Nicanor, que se esmeraba en ayudarlo. Le habíamos pegado fuego a un recoveco del castillo de Nomasía para que se quemara todo y Barbazanes se viese privado de las riquezas que había dentro y que le habían llevado a empecinarse en destruirnos por su avaricia. Ya en alta mar, vimos las llamas que aumentaban poco a poco e iluminaban toda la costa, lo que nos dio alguna satisfacción, pensando que no dejábamos a nuestros enemigos nada de lo que pudieran vanagloriarse. Al ver arder el castillo, no supieron si era alguno de los suyos el que le había prendido fuego o si lo habíamos hecho nosotros mismos por descuido o desesperación y, sobre todo, se esforzaron mucho en indagar si nos habíamos quedado dentro para consumirnos. No sé si se enteraron de algo, pero me informaron después de que, tras extinguirse el fuego, estuvieron un mes buscando si había oro o plata fundidos entre las cenizas.

p. 251»Entretanto, bogábamos con bastante fortuna y con la intención de ir a Grecia para librarnos de la tiranía de Siramnés, pero, cuando creíamos estar muy cerca de un puerto seguro, se levantaron vientos contrarios a nuestro propósito, cuya violencia rompió velas y jarcias. Tan pronto parecía que nuestro bajel iba a llegar hasta las nubes, como que iban a tragárselo los infiernos de lo bajo que caía. El capitán llamaba de un lado y los marineros de otro. Todos mandaban y nadie obedecía. El bajel estaba abierto por tantos sitios que entraba más agua de la que podíamos achicar y, finalmente, tras estrellarse contra una roca, cada cual se agarró a lo que pudo para ayudarse a nadar. Se veía a hombres flotar en el agua sobre fardos de mercancías y había alguno con los costados descarnados por el roce de los tablones provistos de clavos. Nadie tenía más amigo que a sí mismo y todos preferían su salvación a la de los demás. Crisotemis y todos mis compañeros se ahogaron ante mis ojos, pero a Panphilie la mantuve en todo momento abrazada encima de una parte del navío que se había librado del naufragio y, una vez amainó la tormenta, vi que peces enormes empujaban nuestro mísero bajel y lo sostenían como si algún dios los hubiera impelido a ello.

»Llegamos por fin a una isla que parecía totalmente desierta, pero, tras echar pie a tierra y haber recorrido apenas una legua, divisamos una fortaleza que presentaba un aspecto espléndido. Nos dirigíamos allí en busca de socorro a nuestras aflicciones cuando salieron dos gigantes que cogieron a Panphilie y se la llevaron más rudamente de lo que hubiera deseado. Pensé que entraría con ella, pero me cerraron la puerta en las narices: me alejé de allí para llorar a mis anchas, sin consuelo, después de haber tenido tan poco valor como para dejarme arrebatar a mi amada. En cuanto me retiré, se abrió la puerta y, echando mano a la espada, imaginé que iba a recobrar lo que había perdido, pero, cuando llegué junto a la fortaleza, la puerta se volvió a cerrar. Así me vi burlado varias veces hasta que se me acercó un anciano y me dijo: «No te enfades, Panphilie está en un lugar donde tiene que permanecer durante algún tiempo, si no quieres que caiga en las manos de Siramnés. Y, si deseas recuperarla, usa la fuerza del pastor francés que es el único que te la podrá devolver un día». Pregunté a ese buen hombre dónde podría encontrar a ese valiente pastor y, tras prometerme que me dejaría contento, me dio un brebaje que me hizo dormir mucho tiempo. Al despertar, me hallé cerca del castillo de Hircan, donde encontré a mi primo Polidor, que me explicó en qué comarca estaba y, juntos, saludamos a este sabio mago aquí presente, el cual nos hizo vestir como veis, nos habló maravillas del pastor Lysis y nos aseguró que gracias a él nuestras desdichas debían tener fin.

Después de que Meliante hablara así, Oronte y algunos de los más sagaces de la compañía se percataron de que la extravagancia de los nuevos pastores era algo fingido y que eran personas de buen humor que querían divertirse con Hircan. Disimularon, sin embargo, y dejaron para otro momento conversar con ellos. Clarimond, que estaba resuelto a contradecir casi siempre a Lysis, con el fin de crear una discusión y disfrutar más de él, se burló de la historia de Polidor y de la de Meliante, aunque todos hacían ver que las admiraban. Dijo que eran ejemplos abreviados de las novelas de moda más impertinentes y que una era una fábula estúpida como las que las viejas cuentan a los niños y la otra un cuento construido en forma de relato veraz, repleto no obstante de cosas que carecían de verosimilitud. Polidor y Meliante se hicieron los ofendidos y dijeron que Clarimond era un ignorante por poner en duda lo que habían contado ante Hircan, el cual era tan sabio que podía adivinar las cosas más escondidas y descubrir la mentira si fuesen culpables. El mago confirmó entonces lo que habían dicho y Lysis, no pudiendo soportar las continuas contradicciones de Clarimond, se enfadó con él sobremanera.

p. 252—Ten por seguro –le dijo– que, si sigues viviendo como has empezado, te castigaré como es debido. No tendrás el honor de escribir mi historia. No serás ya el depositario de mis pensamientos: he echado ya el ojo a Philiris, que es de humor apacible y complaciente y se expresa elegantemente. Será un autor más digno que tú.

—No hagamos nada a la ligera –dijo Hircan–, Clarimond va a ser sensato. En adelante, no abusará ya de la brillantez de su mente. Hablemos de otros asuntos que se presentan.

Clarimond se calló entonces, como si se hubiera vuelto más modesto, e Hircan siguió hablando y le dijo a Lysis:

—Gentil pastor, tenemos que contentar a estos dos caballeros persas que han venido a vernos desde tan lejos y, empezando por Polidor, me parece que, como Rodogine le ha pedido madera de un pastor que se hubiera convertido en árbol o, si queréis que lo diga de otro modo, una rama de árbol que haya sido antaño pastor, se conformará con la de algún árbol en el que se haya metamorfoseado una pastora tiempo ha, y se hallan bastantes en esta tierra. Os acordaréis sin duda de haber conversado con hamadríadas: alguna de ellas habrá que nos dé lo que deseamos por las buenas o por las malas. Recuerdo que os quejasteis hace poco de la incredulidad de algunos que niegan que una criatura humana pueda transformarse en un árbol: os prometí sacarlos del error y, como están aquí presentes varios, estoy contento de obrar un milagro para ellos y de hacer ver a pleno día una divinidad que no se muestra nunca a los ojos de los hombres, si mis embrujos no la obligan a ello.

—Os ganaréis el reconocimiento de todos los que estamos –replicó Lysis–, comenzad con los encantamientos cuando os plazca: nunca tendréis mejor ocasión.

Se levantó entonces Hircan de su sitio y, sacando de su bolsillo un libro alemán, empezó a leer en voz alta diez o doce líneas. Las damas, que sabían bien que no era mago, no se asustaron menos al oírle pronunciar palabras tan extrañas que tomaban por nombres de diablos, y habrían estado muy dispuestas a irse si Oronte no las hubiera tranquilizado diciéndoles no sé qué al oído. Nadie se movió, pues, salvo Carmelin, que empezó a huir del miedo que tenía. Clarimond y Philiris corrieron tras él y lo trajeron hasta la compañía, explicándole que tenía que ver si Hircan podía hacer aparecer a una hamadríada, ya que era de los que creían que no existían en el mundo.

p. 253—No quiero ver animales de esos –les respondió–, prefiero reconocerle a mi amo que hay cantidad en esta tierra y que vi demasiados, para mi desgracia, una noche que estaba en su compañía. Y, si queréis obligarme a permanecer aquí para ver otra vez a tales diablesas, permitidme que vaya antes a pedir sal, pues recuerdo que mi tía abuela, entreteniéndome una noche junto a la lumbre cuando era pequeño, me contó que cierto hombre que se encontraba en una aquelarre en el que se daba un buen convite pidió sal a los que servían, al ver que no había y que el festín parecía imperfecto. Por eso, como bien sabéis, cuando falta en una casa un salero entre otras cosas necesarias para la comida, se les dice a los criados o a las sirvientas que se suban a una escalera para ver lo que se necesita en la mesa. Se trajo, pues, a ese hombre un salero lleno de miga de pan, lo que le hizo empezar a gritar: «¡Eh, por Dios! ¿Es que no voy a tener sal?» y, dicho esto, todos los asistentes desaparecieron. Se deduce de ello que los diablos odian la sal y que no permanecen en los lugares donde hay o donde se habla de ella, porque son espíritus de discordia y la sal es una marca de concordia, como muestra el proverbio que dice que para conocer a un hombre hay que haber compartido un almud de sal con él. Ahora bien, no hay nadie que pueda conocer a una bestia tan fraudulenta como el diablo, pues no se comparte sal con él. Sabiendo que le tiene tanto odio, quiero disponer de ella para hacerle huir: empiezo a estremecerme en cuanto me hablan de esos ángeles negros.

—Carmelin se muestra hoy tan hábil que no se le puede liar –dijo Clarimond–, saca consecuencias de todo y, a pesar de ello, no quiero permitirle que vaya a pedir sal ni que busque ninguna otra invención que pueda hacer desaparecer a la hamadríada; tanto más cuanto que nuestro deseo es verla y que no vamos a correr ningún peligro. Vendrá sola y hay una infinidad de personas para hacerle frente si quisiera hacer daño; además, solo hay que tener miedo de los espíritus por la noche, no cuando es pleno día como ahora.

No sé si Carmelin quedó convencido con estas razones, pero tuvo que permanecer allí, pues Philiris y Clarimond lo tenían agarrado por un brazo cada uno. Entretanto, Hircan, tras leer en su libro, hizo algunos dibujos en el suelo con una varita que sostenía y, finalmente, se puso a gritar alto y claro:

—Hermosa hamadríada, bella ninfa cereceda, te conjuro por Horta, diosa de los jardines, y por Pan, dios de los campos, a que te aparezcas aquí en este momento en forma visible, de manera que no asustes a nadie173.

Todos miraron entonces a uno y otro lado y, después de que Hircan repitiera tres veces el grito, se vio salir a una monstruosa figura de mujer de lo más espeso del soto. Iba tocada con musgo verde, su cara no era más que una corteza plana en la que había tres agujeros, dos para los ojos y uno para la boca, sin atisbo alguno de nariz. Todo el cuerpo estaba también cubierto de cortezas de árboles, que se hallaban dispuestas unas sobre otras como las escamas de un pez grande, de modo que la hamadríada metía mucho ruido al hacer golpear unas contra otras con sus brincos. Se rompió un trozo con tanto movimiento e Hircan no dudó en recogerlo.

—Alegraos –le dijo a Polidor–, la hamadríada acaba de concederos lo que deseáis. Considero que esta madera es excelente para tan gran viaje como os ha hecho emprender vuestra amada. Cuando la tenga entre las manos, hará con ella mangos de cuchillos, si quiere, o la machacará para elaborar alguna droga de las que se sirve en sus medicinas secretas. Para el resto aquí presente, observad bien a la hamadríada y dad crédito en adelante a los misterios sagrados.

p. 254La ninfa sin nariz seguía bailando mientras tanto y, después de correr alrededor de la compañía, se fue por donde había venido, dejando a todos muy asombrados de la sutileza de Hircan. Se trataba de una sirvienta de la ninfa Lucide, que se había convertido por entonces en la pastora Amarilis. El mago la hizo disfrazar así porque Lysis le había hablado de la incredulidad de Clarimond. Se la había ataviado con una máscara de corteza y un vestido con varios trozos de semejante materia atados juntos y, cuando Hircan hizo una señal a uno de los suyos para que estuviera lista, se presentó en el momento oportuno. Bien engañado quedó también Lysis, más de lo que lo había estado en su vida y, una vez que la ninfa se hubo retirado, solo una duda lo desconcertaba.

—Aclaradme una cosa, por favor –le dijo a Hircan–, ¿por qué ahora la hamadríada se me ha aparecido con un rostro tan rudo y un cuerpo tan tosco, mientras que cuando era árbol la veía todas las noches bajo una forma bastante hermosa y atractiva?

—Echadle la culpa solo a vuestros ojos –replicó Hircan–, en el pasado eráis un semidiós forestal, pero ahora sois un hombre incapaz de descubrir los velos que cubren a las divinidades. Ahora bien, para que nadie de los que están aquí dude de la grandeza de mi poder, voy a devolver a nuestra hamadríada la naturaleza humana que tenía antaño, sobre todo porque el destino no quiere que viva siempre en un árbol.

Después de decir esto, leyó Hircan algo en su libro y luego gritó muy alto:

—¡Oh, hamadríada! Te ordeno que te conviertas en una muchacha. –Y de inmediato apareció la sirvienta de Amarilis con su ropa habitual.

—Esta es la que fue otrora hamadríada –exclamó Lysis–, la reconozco bien, ¡oh, qué grande es el poder de Hircan!

—Ya veis –respondió el mago–, esta ninfa cereceda se ha dejado transformar fácilmente, no ha sido tan rebelde como vos, que me disteis tanto trabajo como para obligarme a conjurar a los vientos que vinieran a abatir vuestro árbol.

—Temía ver menguar mi felicidad –replicó Lysis–, lo sabéis mejor que yo.

Estas palabras se vieron interrumpidas por la llegada de la ninfa que todos llamaban Lisette. Nada más acercarse a Polidor, este hincó una rodilla en tierra ante ella y le agradeció muy humildemente la madera que le había dado. Ella no supo qué responder a su cumplido y se entretuvo en escuchar a Lysis, que preguntaba a Hircan si no había modo de devolver al ciprés y a la ninfa albaricoquera su primera forma. Este le respondió que el destino no lo quería así, pero era porque el muchacho que tocaba el violín ya no vivía con él y que la otra hamadríada se había ido con Sinope, que la esperaba en el carruaje la noche anterior, mientras esta ninfa hablaba con Lysis y con Carmelin bajo el nombre de Partenice, y que se separó de ellos sin despedirse para demostrar su indiferencia por el enfado que tenía. Carmelin, sin embargo, no dejaba de tirar de la manga de su amo, que no le hacía caso, pero, viéndose obligado finalmente a girar la cabeza, le preguntó qué quería.

—Mi amo –le dijo–, me parece que esta Lisette bien vale lo que otra: decidme si es adecuado que me enamore de ella.

p. 255—¡Ah, inconstante! –le replicó entonces Lysis–. Bien veo que querrías dar vueltas sin cesar entre los distintos suspiros de las ninfas, como una hoja entre las diversas ráfagas del viento. Has de saber que la fidelidad permite adquirir un renombre eterno a los hombres, y que debes amar a Partenice hasta la muerte si quieres optar a la posteridad.

A Carmelin le enfadó mucho esta respuesta, pues consideraba inadecuado no tener por amada más que una piedra cuyos besos eran fríos y ásperos. No tuvo, sin embargo, ocasión de replicar por cuanto Philiris se acercó a decirle que tenía que cumplir la orden de su amo y, entretanto, Lysis, mirando a todos los presentes uno tras otro, les habló así:

—A Oronte, Floride y Leonor, que han rebasado ya los ardores de la juventud, no se les obliga a contar sus amores. Solo están aquí para juzgar los nuestros. En cuanto a Anselme y Angélique, un poco sé de sus asuntos. Fontenay, Philiris, Polidor y Meliante han contado ya sus historias; conozco bien la de Lisette, antaño la ninfa cereceda; la vida de Hircan es bastante conocida; Clarimond no tiene nada bueno que decirnos. Solo nos queda, pues, la pastora Amarilis para entretener a la compañía. Hay que rogarle que nos relate su historia. Creo que hay en ella cosas muy hermosas porque, siendo su rostro tan parecido al de Lucide, otros distintos de mí, tanto dioses como hombres, la habrán tomado por esta ninfa. Se sabe bien que estos engaños causan extrañas aventuras, como se puede apreciar si se consideran los males que sufrió Ligdamon cuando se le confundió con Lydias174.

—Hermosa Amarilis –dijo entonces Oronte–, ¿nos daréis la alegría que deseamos?

—Os ruego muy humildemente, y también a todos los presentes, que se me dispense de ello –respondió–, pues he hecho voto de no descubrir mis amores hasta que no los vea ir por buen camino e incluso hasta no verlos culminados. Si mi pastor llegara a dejarme, me enojaría mucho que se supiera que tuvo en otro tiempo mi cariño. No hay nada más insoportable que un desprecio y es peor cuando se divulga.

—No tenemos que quitarle la vergüenza a las mujeres y a las muchachas –dijo Lysis–, les quitaríamos también la honra. Hay siempre en las compañías personas discretas, dispuestas a conocer los asuntos de los demás, pero no a descubrir los suyos. Esto se practica en las buenas novelas, en las que los autores desean agradar mediante la diversidad. Perdono de buena gana a Amarilis si no quiere contarnos sus amores, pero tiene al menos que decirnos algo de su condición.

—Os daré satisfacción en esto con sumo gusto –contestó Amarilis–, soy noble de nacimiento y aliada de Hircan, pero este docto personaje vino a verme a mi casa, que no está lejos de aquí, y me persuadió de que tomara el traje de pastora para vivir con más contentamiento para el espíritu.

—Vuestras intenciones son tan buenas y tan justas –dijo Lysis– que no creo que el cielo deje de favorecerlas. Por mi parte, haré todo lo que esté en mi mano.

Amarilis le dio las gracias a Lysis por su cortesía y se alegró de no tener que contar su historia; además, era tan orgullosa que no quería darles ese gusto a las otras damas si ellas no se lo daban también. Habría querido que Angélique, al igual que ella, contara una historia, pero, en esa célebre compañía, era la más remilgada, y no Sinope, a la que ignoraba cuando representaban el personaje de ninfas de las fuentes. Oronte, al ver que no tenía ganas de hablar más, dijo entonces:

p. 256—Nos hemos olvidado del mejor: se ha pedido a todos que cuenten su historia y no se ha hablado de Carmelin, que es un hombre tan galante. A fe mía, no nos podemos ir sin que nos cuente sus mejores aventuras.

—Me vais a perdonar, os lo ruego –contestó Carmelin–, bien veo que mi amo no quiere que forme parte de la gente decente, como si fuera un renegado o un ladrón rescatado de galeras.

—Te equivocas si piensas eso de mí –dijo Lysis–, pues en el caso de que la vergüenza te impidiera hablar ahora, te doy permiso para hacerlo.

—Pero, qué queréis que os diga –replicó Carmelin–, no soy de esos enamorados transidos que han hablado hace bien poco, ¿qué amores os voy a contar?

—Es cierto que poco tienes que decir del amor de Partenice –respondió Lysis–, pero vete más atrás en la historia y cuéntanos toda tu vida tal cual. Si dices chascarrillos, tanto mejor, pues, después de todas las cosas serias que hemos oído, vendrá que ni pintado oír algunas graciosas: será como asistir a una farsa después de una tragicomedia.

—Me habéis tomado por un charlatán de feria –dijo Carmelin–, ¿os parece que tengo pinta de ser un hombre que haga reír a los demás?

—Ya eres el hazmerreír al hablar así –replicó Lysis–, pero de una risa tomada en mala parte, pues no ignoras que hay honor en hacer de bufón de buena gana y, si pudieras hacerlo, tus bufonadas serían entonces honorables. No te enfades, cuéntanos tu vida como te plazca. Si no la quieres llenar de picardías, llénala de doctrina y muéstranos que eres en efecto tan hábil como dices y que no se te puede confundir con un bufón.

Carmelin, después de pensar un poco en lo que debía decir, empezó así su historia con un talante más alegre que antes:

—Ya que queréis que cuente mi vida, voy a intentar salir bien parado, como de todo lo que he emprendido y, para que lo comprenda mejor todo mi auditorio, pondré tanto orden en mis palabras que irán ensartadas como perlas. Hablando de mi padre y de mi madre antes que hacerlo de su hijo, os diré que eran originarios de Lyon y que me criaron en esa hermosa ciudad. Mi padre se llamaba maese Aleaume y mi madre, madame Pasquette, gente sin tacha que no tenía deudas ni con Dios ni con el mundo y vivía de lo que podía ganar tejiendo. Era sabido en la ciudad que, si salían el domingo, solo se oía maese Aleaume por aquí, madame Pasquette por allá, y no había taberna donde no hicieran una parada, aunque fuera para tomar una pinta. Les hacían tantos ofrecimientos en todas partes que, cuando volvían a casa, tenían siempre el vientre lleno y la espalda cargada. ¡Ay de mí! Murieron demasiado pronto para mi gusto y solo supe de su prosperidad por lo que me contaron. A la edad de siete años me vi huérfano y obligado a ir a vivir con un tío que me habría hecho vivir del aire si le hubiera sido posible. Su mezquina vida me desagradó tanto que tuve bien pronto ganas de entrar al servicio de un buen amo que me diera mejor de comer.

p. 257»Solo tenía once años y no era ni alto ni fuerte, sin embargo, a mi tío le faltó tiempo para ponerme a servir. Me colocó en casa de un hombrecillo tan afortunado que vivía de las rentas y no quería tener un lacayo más alto que yo, por miedo a que le pegara. Uno se asombraba al ver cómo la naturaleza había podido hacer un hombre con tan poca materia. Por eso, casi no sé si puedo aseguraros que lo fuera, pues ni siquiera llegaba a mi altura de entonces. Se decía por la ciudad que el padre, tras dejar preñada a medias a su mujer, se había marchado de viaje y, como no se le ocurrió hacer que otro terminara la tarea, no había producido más que un fruto imperfecto. En cuanto a mí, cuando iba detrás de monsieur Taupin*, que así se llamaba, temía a veces que el viento se lo llevara como una brizna de paja y, si atravesaba un riachuelo, tenía miedo de que se ahogara y hubiera que ir a buscarlo luego como a los alfileres. Dejó de ir a pie para evitar todos esos infortunios, de modo que mandó hacer un carruaje pequeño tirado por un único caballo de poca alzada y conducido por un cochero de la misma proporción con el fin de que no hubiera nada disconforme. Cuando iba subido en la parte trasera, miraban a nuestra cuadrilla con admiración y hasta un burgués de la ciudad dijo con mucha gracia que no hacía falta ya ir a los gabinetes de curiosidades para ver un navío que el ala de una mosca podía mover o un estuche provisto de todas sus piezas que solo pesaba en total lo que un grano de trigo de Turquía, y que se podía ver todos los días sin esfuerzo a Taupin, su carruaje, su caballo, su cochero y su lacayo, que no pesaban más que un grano de mostaza.

»A mi amo le fastidiaba mucho ser de estatura tan baja y nada le agradaba más que le dijeran que se habían visto a otros todavía más pequeños que él, pero los que decían tales mentiras habrían tenido serias dificultades para señalar el lugar en el que se habían visto, a no ser que hablaran de las marionetas de las ferias, pues, en lo que hace a los enanos de los príncipes, eran gigantes a su lado. Se reconfortaba, no obstante, cuando le decían para halagarlo que era de talla mediana y, con el fin de que todos fuesen de la misma opinión, si caminaba por la calle, iba siempre por la parte más elevada y, si estaba en una habitación, se subía habitualmente a algún taburete. Para colmo de desgracias, el destino quiso que se enamorase de la mujer más alta y más gorda de Lyon, como si, al odiar la pequeñez, solo buscara la altura y no quisiese casarse con su semejante por temor a hacer niños demasiado pequeños. Había estado casado ya con una mujer de talla mediana que se había comportado mal, pero la había castigado bien. Sabedor de que su amante venía a su encuentro todas las noches en un cenador que estaba en el extremo del jardín, hizo desenclavar a medias el suelo que era solo de madera, de suerte que, la primera vez que vinieron, se movieron tanto que lo tiraron abajo y se mataron, aplastando debajo también a un lebrel de la casa que había seguido a la mujer. Obtuvo fácilmente el indulto y se dijo que todos reconocían que les estaba bien empleado al disoluto y a la disoluta, pero que el pobre perro no había hecho ningún daño.

»Aunque la gran mujer que pretendía Taupin conocía bien este asunto, no temía las tretas de un marido tal porque era una mujer que vivía tan castamente como una cualquiera. No sé si era por obligación, pero en la memoria de los hombres no se hallaba lugar alguno en el que se hubiese dicho algo peor que madame Radegonde. Pues ese era su verdadero nombre y, en cuanto a esos nombres feos que no quiero pronunciar aquí por respeto a las damas, no habían llegado nunca a sus oídos. Bien sé que hay maliciosos que pretenden convencernos de que lo peor que se le podía decir era llamarla así porque su nombre solo era conocido como el de una mujer de mal vivir, de manera que cualquier otra se habría enojado de recibirlo y no se habría atrevido a pronunciarlo sin pedir perdón antes de hablar. Con todo, no escuchemos la maledicencia y creamos que Radegonde no tenía nada malo, sino que estaba bajo sospecha.

p. 258»Por lo que hace a Taupin, el amor lo cegaba de tal manera que solo pensaba en agradar a su amada. Llevaba chapines con cuña y un sombrero muy alto para parecer más grande, pero necesitaba zancos si quería tocar la rodilla de su enamorada, tanto que el día que se casaron el cura, como no quería molestarse en bajar continuamente los ojos y veía que Taupin no podía tocar la mano de la novia si no estaba más alto, mandó que lo sentaran encima del cepillo*. Todo el mundo decía que Radegonde iba a esconder a un marido así en el bolsillo y que era de temer que, al estar acostada con él, lo aplastase con las uñas como a una pulga. Para dar más motivo a la mofa, al día siguiente de la boda quiso Radegonde que llevaran todos sus muebles a casa de su marido, pero sus enseres eran tanto más grandes cuanto que los de Taupin eran pequeños. Tenía una cama grande, grandes escabeles y una mesa grande, así que hubo que agrandar las puertas de Taupin para hacerlos pasar, lo que sirvió no solo para eso, sino para que entrara la propia Radegonde, que se habría visto obligada a quedarse en la calle si se hubieran dejado las cosas en el estado en que se hallaban antes.

»Un propósito nuevo entró entonces en la mente de Taupin, y es que decidió que ya era suficiente ser menudo de cuerpo como para hacerse todavía más teniendo muebles pequeños: así pues, mandó hacerlos bien grandes, queriendo, según decía, imitar a Alejandro rey de Macedonia, al que se llamó Magno aunque era pequeño y, para hacer creer a la posteridad que era de gran estatura, no se le ocurrió mejor idea que dejar en los hitos de sus conquistas armas propias de un gigante, como si fueran las suyas. Taupin mandó, pues, hacer grandes jubones y calzas, y gabanes largos que no se ponía y dejaba en el guardarropa de adorno, para que quienes los vieran pensasen que era alto. Lo que más deseaba era parecer rico para que dijeran que era un gran señor. Y, como no quería que se pudiese hablar de él sin imaginar alguna grandeza, le pareció oportuno poner cinco o seis sílabas a su nombre en vez de dos y se hizo llamar La Taupinière en lugar de Taupin.

»A mí estos cambios no me gustaban nada, salvo que me parecía que sería preciso aumentar tanto los gastos como el resto de cosas, pues, necesariamente, hacía falta más carne para alimentar un cuerpo grande como el de Radegonde que uno pequeño como el de su marido; esperaba con ello que mi estómago sacara más provecho que en el pasado con mi amo, quien, cuando estaba solo a la mesa, no hacía preparar gran cosa, creyendo que sus criados comían tan poco como él. Lo bueno que me sucedió, además, con su matrimonio fue que su mujer era muy caritativa y se ocupó de enseñarme a leer y escribir, deseando hacer algo bueno de mí. En cuanto a Taupin, no sé si creer que tenía ganas de que prosperase pero, a fe mía, mantenía lo que prometía; ahora bien, dejad que me explique: quiero decir que si os prometía una cosa la mantenía tan bien que no la daba nunca. Por eso, no me enfadé demasiado al verlo montar en cólera varias veces seguidas. Un día, entre otros, estábamos en su casa de campo y me envió a Lyon a comprar provisiones. Me preguntó a la vuelta qué se decía en la ciudad al marcharme. Decían: «Buenas tardes, señor», le dije. En lugar de reírse de mi ingenuidad, se puso hecho una furia diciendo que siempre me burlaba de él y, dos días más tarde, me despidió.

p. 259»Supe después que el motivo principal para echarme fue que me veía crecer de día en día y le fastidiaba ver que él no crecía como yo. Era yo entonces lo bastante atrevido y fuerte como para rebelarme contra él si me hubiera querido pegar. Y él no quería tener a mozos tan malos: bastante tenía con una mala mujer, que había dejado su buen humor y no hacía más que despreciarlo. Cuando quería gritar parecía oírse a una gallina que tuviese la pepita*, en cambio Radegonde tenía una voz que retumbaba en los oídos como el sonido de una campana y, cuando él hablaba, le preguntaba ella siempre en son de burla: «¿Quién anda ahí abajo?»; o bien le decía: «¿Cómo? Por mi vida, os oigo hablar y no os veo». No supe gran cosa de lo que hizo luego con ese ápice de hombre: me dijeron solo que, un día que ella estaba encolerizada, lo buscaba por toda la casa para azotarlo. Él se escondía ora en un nido de ratón, ora en el cañón de una pluma; finalmente, al querer pasar de un lado a otro, se encontró en el rincón de un cuarto que la sirvienta había limpiado mal, por desgracia, y había una tela de araña enorme, en la cual se enredó de tal suerte que quedó atrapado como un pájaro en una red. Radegonde llegó hasta él y, tras desembarazarlo, mientras le ponía buena cara, lo llevó al pie de la cama, donde bastó uno de sus cabellos para atarlo y luego le midió las costillas. Después de esto quiso separarse, hacienda y personas, de ella y creo que lo está aún, ya sea muerto o vivo.

»Al salir de su casa entré en la de un médico que me tomó para cuidar de su mulo e ir tras él; pero, estando una tarde en la cuadra, me pareció que el animal estaba enfermo. Fui a decirle a mi amo que el mulo estaba resfriado y tosía, y le pregunté qué debía hacer a su entender. «Ponle mi gorro de dormir», me respondió. Creía entonces que había que hacer todo lo que ordenase un médico tan experimentado y, además, me parecía que sería bueno mantener al animal caliente, pero la cabeza era demasiado grande para el gorro y me fui a decírselo a mi amo: «Señor, vuestro gorro es demasiado pequeño, solo le puede entrar en una oreja». Las simplezas de mi juventud le resultaron muy agradables y las contaba después para regocijo de los enfermos que iba a ver, pues los curaba tanto con sus gracias como con sus recetas. Como a la mula la curó un herrero, me asombraba ver que un médico pudiese sanar a los hombres y no a los animales.

»El talante jovial de aquel a quien servía era en verdad suficiente para hacerse querer. Él fue quien, tras ver la orina de una mujer enferma que le había traído un campesino, le pidió el doble de lo que acostumbraba. «¿Por qué me pedís tanto, señor médico?», dijo el campesino. «Es porque he visto aquí dos orinas, amigo mío», respondió, «la de vuestra mujer y la de vuestro perro, que acaba de mearse en mi alfombra». Como yo era en ese tiempo de humor festivo, estos encuentros graciosos me resultaban agradables y me gustaba aprender siempre alguna ocurrencia; pero todo eso alimentaba solo la mente, no el cuerpo. Veía menguar a primera vista mis carnes y disminuir de grosor el molde de mi jubón. El médico me rompía la cabeza con sus preceptos de abstinencia y quería que solo hiciera una comida al día con el fin de perder grasa y estar más ligero para correr tras él. Si el mulo hubiera sabido hablar, se habría quejado de su racanería tanto como yo, pues si caía enfermo a menudo era por falta de buena alimentación. No había prácticamente casa en la que entrara el médico en la que no rompiese grandes esteras para llevarle, a la salida, al mulo, que no había comido a las cinco de la tarde algunas veces. A mí me daba tanta pena el desfallecimiento del pobre animal que no tuve el valor de seguir siendo su cuidador, viendo que tenía más voluntad que poder para hacerle el bien.

p. 260»Dejé, pues, al médico allí y, habiendo conocido a uno de los enfermos que visitaba, entré en el honorable oficio de lacayo, que me pareció digno. Este enfermo era un gentilhombre llamado Lancelot al que no era enojoso servir, pues, habiendo padecido una fiebre cuartana que le había durado un año175, no salía de la habitación y mi único trabajo era darle el vaso o el orinal y otras cosas necesarias. Era el suyo un entretenimiento muy placentero. La melancolía y la soledad le habían vuelto medio loco: tenía patrones de pergamino como los de los sastres, con los que se medía día tras día todo el cuerpo para ver si la hinchazón que le oprimía había disminuido. Tenía un patrón para cada dedo del pie, otro para cada pierna, otro para cada muslo, otro para el bajo vientre, otro para el estómago, y los recortaba cuando encontraba que todas esas partes de su cuerpo habían menguado. Yo era el fiel guardián de esos patrones, que guardaba en una arqueta delante de él con el juramento solemne de no aumentarlos ni disminuirlos. Esta fantasía me resultaba muy placentera, pero voy a contaros una extraordinaria que me era, además, muy provechosa.

»Como Lancelot no tenía otra ocupación a lo largo del día que observar lo que había en su silla de excusado, se maravillaba de ver la materia unas veces amarilla y otras verde, unas veces dura y otras líquida. Quiso saber si eso venía de su indisposición y, encontrándome muy sano a su entender, decidió hacerme comer las mismas viandas que él para ver si yo obraría igual. Para contentarle, me trajeron por la mañana un caldo que tomaba en el instante mismo que él tomaba el suyo. Tomábamos después un consomé, luego comíamos capón hervido y por la noche alguna pieza de caza asada en espetón. Nunca había comido tan bien: el cambio de alimentación me produjo tal flujo en el vientre el primer día que Lancelot creía casi que el alimento que tomaba no era sano, pero, al segundo día, volví a mi estado natural y él, por el contrario, al no hacer más que agua clara, se desesperó imaginándose que estaba muy enfermo.

»Finalmente, se le ocurrió que, para hacer mejores pruebas, me tenía que meter en la cama como él. Me montaron, pues, una litera en su habitación, en la que tenía que permanecer siempre, y eso no me gustó mucho: os juro que mi felicidad se había vuelto ahora una carga. Hubiera preferido ser libre que comer tan bien; tenía tales restricciones que, aun cuando debiera morirme de sed o de hambre, solo me daban de comer o de beber a las mismas horas que a mi amo y, si quería ir a descargar el vientre, tenía que hacerlo casi al mismo tiempo que él y en una bacinilla que había aparte, junto a su cama, por miedo a que hubiera falsificación de la materia si me mantenía separado. Llevaba el registro de la cantidad y el color de mis deposiciones y de las suyas, y no le faltaba ya sino saber el peso y el gusto. La cosa sería aceptable si, al tomar él lavativas y medicinas, no me hubiera obligado a tomarlas también para ver la diferencia de las operaciones; y, para perderme del todo, le dio por ponerme a dieta para ver si el cambio de régimen hacía cambiar la disposición. Tuve que ayunar como él algún tiempo, muy a mi pesar, pero finalmente el buen Dios se apiadó de ambos y mi amo recobró las fuerzas, permitió que me levantase y que le sirviese en todo momento.

p. 261»Su cabeza seguía dando muestras de algo de locura, lo que perjudicaba a sus pies; estaba, sin embargo, en paz con él y, entre todos los viajes precipitados que tuve que hacer, fui con él a París donde, tras pedir consejo a personas entendidas, le supliqué que me dejase aprender un oficio con el que pudiera ganarme la vida. En atención a lo bien que le había asistido mientras estaba enfermo, me puso de aprendiz con un ebanista en esa hermosa ciudad que prefería a la nuestra para vivir. Yo no era ya tan tonto como en mi primera juventud cuando, viendo que me proponían distintos oficios en los que podía hacer mi aprendizaje, decía: «No quiero ninguno de esos: no sé por qué no me habláis mejor de tantos otros que son mejores. Más vale que sea aprendiz de magistrado o de gentilhombre». Yo creía que para ser magistrado o regente* bastaba solo con ser escribano o sirviente y que para ser gentilhombre o aristócrata bastaba con ser lacayo. Fui más juicioso en esta ocasión y Lancelot regresó a Lyon, dejándome en casa del amo con el que me había puesto, del que esperaba aprender en poco tiempo la ciencia; pero, como me pegó porque no trabajaba bien para su gusto, fui tan ligero como para contar a mis paisanos que, si ese hombre era duro conmigo, era porque se había enfadado al ver que me había convertido ya en mejor obrero que él.

»Voy a contaros algo destacable que sucedió en su casa. Este carpintero era un burgués gordo y de cara grotesca que había sido caporal de su barrio y, como tal, había aparecido en alardes y montado guardia a la puerta con su compañía. Tan orgulloso estaba de ello que creía descender de uno de los Nueve de la fama176. Una vez que se ponía el bonito traje escarlata, con pasamanería de oro, que había mandado hacer para los días de desfile, me tocaba redoblar los honores habituales. Tras conocer a un joven pintor, quiso hacerse un retrato con ese bonito traje que tanto le gustaba, llevando alzacuello, sombrero gris en la cabeza con una gran pluma, espada al costado, botas con espuelas y con una mano sobre una mesita en la que se veían un casco y dos guanteletes. El pintor terminó el precioso trabajo, se lo llevó a mi amo y recibió su salario. Este no encontró nada que objetar salvo que lo colores no tenían bastante brillo. Es cierto que el pintor le aseguró que cuando el cuadro estuviera seco solo tendría que coger un trapo mojado y frotarlo, que eso lo haría el más bello del mundo, pero que no debía tomarse la molestia hasta que quisiera enseñárselo a algunas personas notables.

»El carpintero le creyó y, un tiempo después, invitó a siete u ocho burgueses, tanto parientes como amigos, a que vinieran a cenar a su casa y era expresamente para enseñarles su precioso retrato. Después de haber bebido como Dios manda en la sala de abajo para estar más frescos, les dijo a los convidados que quería mostrarles un retrato que había mandado hacer. Los llevó a la habitación de arriba donde estaba esa obra maestra, que todos miraron desde todos los ángulos. Aun cuando les hubiera parecido que estaba mal hecho, no se habrían atrevido a decírselo por miedo a disgustarlo. A pesar de ello, mi amo, pensando que no apreciaban bastante el cuadro porque no veían todos los detalles, decidió servirse de su secreto para embellecerlo. «Vais a ver ahora mismo la maravilla que se va a hacer con este retrato», dijo a la compañía, «le daré un brillo muy distinto. Acércate, muchacho, y tráeme un trapo y un cubo lleno de agua». Cumplí su orden y el carpintero mojó la tela y frotó el cuadro por todas partes, pero ¡oh prodigio maravilloso! ¿No era aquella una de esas metamorfosis de las que tan a menudo nos habla el pastor Lysis? El retrato cambió totalmente de naturaleza. Ya no se veía más penacho en el sombrero que un par de cuernos; en lugar de botas, había polainas de campesino y pendía un compás de la cintura en vez de una espada; y se veía una tabla y una garlopa en la mesa en lugar del casco y los guanteletes.

p. 262»¡Qué gran escándalo se produjo! Mi amo, después de recibir tal afrenta ante gente que no podía dejar de reír, juraba que el pintor se arrepentiría y, de hecho, quiso denunciarlo, pero había salido de París y se había ido de viaje. Se decía que primero había pintado al óleo el retrato del carpintero cornudo y luego con pintura al temple encima el del carpintero gentilhombre, de modo que el agua había borrado en menos de nada la última capa. El pintor le guardaba rencor a mi amo porque, estando de guardia, le había dejado demasiado tiempo como centinela y, además, no podía soportar vanidad tan grande como la de ver a un carpintero queriéndose retratar como gentilhombre. Por ese motivo había urdido el engaño, pero lo que indignaba más al amo eran los cuernos, pues amenazarle con eso le sumía en la desesperación, a él, que tenía una mujer joven. Como no sabía con quién tomarla, toda la desgracia cayó sobre mí. Le fastidiaba que le hubiera traído tan pronto el agua y no bastaba que le dijera, en mi defensa, que solo había cumplido sus órdenes. Siempre me tuvo ojeriza desde entonces; a pesar de ello, tras mi aprendizaje, fui su ayudante durante bastante tiempo, y no tengo más que contaros sobre esto.

»Solo me queda deciros que, al conocer después a un amable doctor en cuyo estudio colocaba unos tableros, este me cogió a su servicio para hacerme un hombre sabio. Luego serví al librero que hacía almanaques, como es sabido, y ahora me hallo al servicio del pastor Lysis, y si me encuentro bien con él me remito a este noble auditorio. Conocen todo lo que he hecho desde que estoy en esta tierra, así que debo poner fin a mi discurso y os pido perdón si no os ha sido agradable; por ejemplo, si he hablado demasiado de una materia demasiado sucia en la historia del gentilhombre Lancelot. No os ofendáis, os lo ruego, pues lo mismo que por oír hablar de aceite y de grasa no se mancha nuestro traje, creo que tampoco las palabras huelen.

En cuanto Carmelin hubo hablado así, toda la compañía le dio mil alabanzas, jurando que nunca habían oído una historia más agradable que la suya. Fue incluso la opinión de Clarimond, que prefirió su elocuencia a la de Philiris y los demás pastores, y le dijo que no podía reprocharle otra cosa sino haber mentido, aunque fuera un poco, al hablar de Taupin, al que había hecho tan pequeño y tan flaco que parecía estar recitando una fábula.

—Pues no os he dicho nada de su tamaño –replicó Carmelin– que no dijeran quienes lo conocieron y, si he añadido algo, ha sido para adornar el discurso; pero, si me hubierais dado tiempo para prepararme, habría hablado más airosamente, pues habría desplegado toda mi ciencia y dejado algunas pinceladas aquí y allá.

—Es una lástima que no lo hayáis hecho –dijo Oronte–, nos hemos perdido mucho con ello: tendréis que recompensarnos otro día.

—Se cuidará mucho de incumplir –dijo Lysis–, pero ninguno ha reparado en lo que ha dicho del retrato del carpintero. Cree casi que el cambio que se produjo fue una metamorfosis semejante a esas de las que le he dado tantos ejemplos; y, de hecho, hace bien en tener esta opinión, y los demás también, sin necesidad de imaginar que el pintor hubiera puesto pintura sobre pintura: no creo que podamos servirnos de esa sutileza. Será, seguro, algo más hermoso y más noble, si todos los que se hallan aquí, como están convencidos del poder soberano de la divinidad, imaginan que el retrato del gentilhombre se metamorfoseó en el de un cornudo por un milagro celeste para castigar a un bribón que quería parecer lo que no era.

p. 263—Creeré todo lo que os plazca para evitar la pelea –dijo Carmelin–; además, el talante de ese caporal no era el que debía, como he dejado ya traslucir. No era muy generoso y olvidé deciros que no tenía nunca provisiones, y que no compraba nunca pan ni vino más que para cada comida, por cuanto decía que, si tuviera una hogaza de pan o un almud de vino y llegara a morir, al dejar el resto sus herederos se darían una alegría y dirían: «Qué gran tonto era: se molestó en comprar bien de vino y no lo bebió. No haremos nunca como él».

—Bien veo –dijo Oronte a Carmelin– que recordaréis de tarde en tarde algún pequeño detalle de vuestra historia que habéis pasado por alto. Pero ¿en qué estamos pensando al haceros hablar, y a los demás también, dejando de lado a vuestro amo, el pastor Lysis, como si no formara parte de esta asamblea? Él, que es una de las mentes más perfectas del mundo, solo nos dirá maravillas y no hará falta que Caritea se haga de rogar para contar su historia, pues hay una sola para ambos y las aventuras de uno dependen de las del otro.

Mientras Oronte decía esto, Caritea creía que se querían burlar de ella y, como era de natural necia, se levantó bastante incomodada del sitio en el que estaba, sentada junto a su ama, y luego huyó hasta la casa a la carrera. Lysis quiso ir de inmediato tras ella, pero Angélique le dijo que había que dejar de momento a esa desdeñosa en libertad y que la reprendería cuando fuera a la casa.

—¡No soy el más miserable de cuantos enamorados haya iluminado nunca el sol! –replicó Lysis–. ¿Por qué huye mi pastora, creyendo que voy a ponerme a contar mi historia? Es porque tiene miedo de oír mis tormentos amorosos y verse obligada a socorrerme por las súplicas y la persuasión de esta buena compañía, como si no hubiera dioses que todo lo ven y todo lo saben, y que no dejarían de condenarla como culpable, aunque las faltas se ocultaran a los hombres.

—¿Es que la ausencia de Caritea va ser la causa de que no oigamos vuestra historia? –dijo Leonor.

—Señora –respondió Lysis–, no tengo el valor de contaros nada, pero hay un remedio a esto. Aquí está Clarimond, que ha buscado por todos lados memorias de mis acciones pasadas y ha decidido componer un libro con mis amores: que os diga lo que pueda de lo que sabe. Yo mismo quedaré muy complacido viendo de qué forma se ha puesto a trabajar para mí. Aunque le haya reñido no ha mucho, hay que olvidar el pasado.

—No os contaré gran cosa –dijo Clarimond– porque no llevo conmigo los papeles que me serían muy necesarios, pues mi memoria es ya muy corta. Con todo, voy a deciros poco más o menos lo que tengo ya escrito.

Atentos todos a lo que diría Clarimond, este comenzó a hablar así:

—Bajo el dichoso reino del más invencible rey de las flores de lis, florecía en París el hijo de un mercader de seda cuya virtud igualaba la nobleza de raza y cuya nobleza de raza era superada por sus riquezas.

—No digáis más, os lo ruego –interrumpió Lysis–. Si vais a contar mi historia así no será de mi agrado. Cuando oigo esa palabra de florecía me parece que se trata de la vida de un santo: el martirologio es todo de ese estilo. Me honráis más de lo que merezco.

—Si queréis que lo haga mejor –contestó Clarimond–, ponedme ahora las condiciones.

p. 264—Es preciso que mi historia comience por la mitad –prosiguió Lysis–, así son las novelas más célebres. Hay que entrar poco a poco en el gran curso de la historia y no descubrir su secreto al lector sino lo más tarde posible.

—Queréis, pues –replicó Clarimond–, que vuestra historia se haga como la de Polixène177. Hay dos o tres que la han imitado y han hecho, en verdad, algo muy gentil. Tendría que poner desde el principio que, desde que Caritea supo por las cartas de Lysis la pasión extrema que sentía por ella, su mente se vio asaltada por distintos pensamientos, o algo parecido. Tras seguir el hilo de mi narración, haría que mi pastor se encontrara en casa de Anselme, al que le contaría sus primeras aventuras. Así es como lo entendéis vos, pero yo no soy de esa opinión. Es un gran despropósito hablar de este y de aquel sin enseñar a los lectores quiénes eran y sin nombrar incluso la región en la que han sucedido las cosas que contáis. Esto no haría sino enfurecer a todo aquel de buen entendimiento, que encontraría nuestros relatos tan embarullados que no podría comprender nada. Sé muy bien que el primero que ha empleado ese estilo se ha querido basar en la Cariclea y, habiendo oído decir que era bueno comenzar una novela por el medio, ha hecho todo lo posible para comenzar la suya así, de forma que descubriese menos que todas las demás el asunto del que hablaba, pero observad que no ha hecho sino imitar la Historia etiópica, que tantas otras han tomado como modelo. Cuenta que el día comenzaba a despuntar cuando aparecieron unos piratas en una montaña cercana a una de las desembocaduras del Nilo, y así lo demás. Fijaos en que los tiempos, las personas y los lugares están marcados, y Heliodoro no ha querido hablar como un insensato contando cosas de las que no habríamos entendido nada, como si hubiera dicho: Cariclea no sabía si Teágenes estaba vivo o muerto cuando llegó una banda de piratas cerca de ella. Sería un buen comienzo, a fe mía, si se pensara que se trataba del segundo libro y que debía haber algo antes. Mas este autor no es tan tonto y se ve que no nombra a ninguno de los dos jóvenes que encuentran los piratas, porque sería un despropósito hacerlo si no cuenta también al mismo tiempo buena parte de su vida; así que, para concluir, es verdad que hay alguna gracia en comenzar una novela por la mitad, pero esto ha de hacerse con tal artificio que parezca que esa mitad es el verdadero comienzo178.

—Hay que reconocer que lo explicas tan claramente como hacerse pueda –dijo Lysis– y, como veo que tu propósito principal es el de emplear toda tu destreza para embellecer mi historia, apruebo tu parecer, pero me tienes que prometer que reformarás lo que ya has hecho y que te amoldarás a Heliodoro, ya que es de los tuyos en lo que hace al orden de la narración. Por ahora, dejarás de hablar de mí, tanto más cuanto que hay aquí muy pocas personas que no conozcan mis diversas fortunas.

Todos los allí presentes estaban enfadados al ver que Lysis había interrumpido a Clarimond, de quien se esperaba un relato divertido y, sin embargo, como Hircan había pedido que trajeran con qué hacer una colación, les pareció muy oportuno que se diera un poco de tregua a los discursos; pero, cuando se le pidió a Lysis que comiera, este recordó la reciente huída de Caritea y de la orden sin orden que le había dado hacía algún tiempo. Eso le puso de tan mal humor que exclamó súbitamente:

—¿Tengo que regocijarme con los demás siendo tan incierto el estado de mis asuntos? ¡Ay de mí! No, ahora me toca llorar y vivir en soledad. Adiós pues, querida compañía, tengo que separarme un poco de vosotros para no perturbar vuestra alegría.

p. 265Dicho esto, se alejó dentro del soto y no quiso aparecer más. Nadie quiso correr tras él y el que menos ganas tenía era Carmelin, que se había alterado mucho al contar su historia y estaba encantado de disfrutar un poco con los demás. Por respeto a él no se dijo nada malo de su amo, pues temían animarle a que dejara de servirle; solo Clarimond tuvo el atrevimiento de decirle que su historia era admirable porque había tenido siempre la fortuna de vivir con hipocondríacos y que todos sus amos estaban mal de la azotea, pero le interrumpieron para pasar a otra intervención con el fin de no hablar mal de los ausentes.

Empezaba a ponerse ya el sol y todos quisieron retirarse. Los del grupo de Oronte se fueron con él y los demás con Hircan, que encontró a Lysis de vuelta al castillo.

—Vivir con pastores como los que están aquí –dijo este antes de nada– sí estoy dispuesto a hacerlo, pero no a disfrutar con los caballeros y damas. De eso me tengo que abstener mientras sea desgraciado como me veo.

Poco después cenó con los demás sin mostrar alegría ni tristeza y se entretuvo en hacer varias observaciones sobre las historias que se habían contado. Después de que todos se levantaran de la mesa, Carmelin, que era muy curioso, entró en el estudio de Hircan, que se hallaba abierto de casualidad y, saliendo de allí aterrorizado, le dijo muy bajo a su amo:

—¡Oh, qué gran crueldad acabo de ver! El mago ha arrancado la cabeza a alguno de sus enemigos y la guarda en su estudio para contemplarla a su antojo. Venid conmigo sin decir nada, os la mostraré.

Lysis fue entonces muy despacio con él hasta el lugar que le había dicho y Carmelin abrió un armario en el que habían dejado la llave y le enseñó a su amo tres o cuatro pelucas azules, cada una de ellas con una larga barba.

—¡Oh, insensato! –dijo Lysis–. ¿No ves que no hay cabeza alguna ahí, solo pelo? ¿Dónde están los ojos y las orejas?

—Os pido perdón –contestó Carmelin–, apenas pude entreverlo y el miedo me hizo volver a cerrarlo enseguida.

—Pero escucha –dijo Lysis–, aquí hay algo muy extraño: me parece que son las mismas barbas que llevaban no hace tanto los dioses de las aguas. Esa, que tendrá una vara y dos tercios de largo, pertenecía al dios Morin: es esa y no otra. Tengo que descubrir el secreto de esto.

Diciendo esto salió del estudio con Carmelin y, acercándose a Hircan, le dijo:

—¡Ah, qué maravillas acabo de ver, ilustre mago! He encontrado en tu estudio las pelucas de las divinidades acuáticas. ¿Cómo es que las tienes?

Hircan se quedó entonces sorprendido, pues eran ciertamente las falsas pelucas que él y sus compañeros llevaban puestas para representar el personaje de los dioses de las aguas. Le disgustó haber sido tan poco cuidadoso como para dejar el armario abierto, pero encontró la manera de seguir engañando a Lysis, que le había abierto el camino.

p. 266—Has de saber, gentil pastor –le dijo– que, al devolverte la forma que tienes ahora, los dioses acuáticos con los que conversabas siendo árbol me odiaron por haberles privado de tan grata compañía, así que me cogieron a traición y quisieron llevarme a un río para ahogarme. Lo habrían hecho si no hubiera recurrido a mis hechizos, gracias a los cuales los dejé tan inmóviles como rocas. Convencido de que no podía hacerles un desprecio más grande que el de hacerlos deformes, visto que su principal deseo es el de agradar a las ninfas, decidí dejarlos calvos como si hubieran tenido alopecia y, habiendo levantado un poco la piel por encima de la oreja, tiré hasta que les quité el cabello y la barba. Luego los dejé ir donde quisieran para que fueran el escarnio de todas las divinidades campestres.

—¡Ah, qué gracioso! –dijo Carmelin–. ¡Cómo me gusta lo que les ha sucedido! Ya no me darán miedo con su barba de crin de caballo teñida de azul.

—Cállate –replicó Lysis–, no nos toca a nosotros hablar mal de ellos. No somos tan poderosos como Hircan para resistir a sus embates.

Hircan llevó entonces a todos los demás pastores a su estudio para ver las barbas divinas y estos las miraron con fingida admiración. Con todo, el mago habló así a la compañía:

—Os enseño esto porque creo que habríais lamentado mucho no haberlo visto como Lysis y Carmelin, pero si ellos no lo hubieran visto por casualidad, nunca lo habrían contemplado más ojos que los míos, pues los profanos no pueden entrar de ninguna manera aquí. No estáis iniciados en nuestros sagrados misterios: por eso os advierto que ninguno de vosotros puede entrar aquí, de ahora en adelante, sin mi permiso.

Terminada esta intervención, los pastores salieron del estudio y Lysis habló de volver a su cabaña habitual para cuidar del rebaño, pero le hicieron ver que su anfitrión lo haría y que tenía que aceptar el alojamiento que le ofrecía Hircan.

—Es cierto –le decía Philiris– que las ovejas que guardabais ayer se apenan al verse privadas de que las guíe tan ilustre pastor y que incluso en la antigua república romana la tierra daba más al cultivarla un campesino triunfante; así, ese ganado engordaría extraordinariamente si lo guiase siempre una vara sujeta por la mano de un personaje tan singular como vos. Considerad, sin embargo, que tenéis otro rebaño que gobernar. Tenéis pensamientos amorosos que es necesario llevar a pastar de continuo, y no debéis alejaros de este lugar que les es más adecuado que aquel al que deseáis ir, porque estáis más cerca de Caritea.

—¡Ah, Dios, cuán fino eres! –dijo Lysis–. Quisiera haber tenido tu consejo, aunque me hubiera costado todo el dinero que poseo. ¿Cómo es que no me ha venido a la mente, al igual que a la tuya, visto que me concierne enteramente? Lo lamentaré toda mi vida. Para enmendar mi infortunio, gentil Philiris, te ruego lo más encarecidamente que puedo: hazme el don de esta hermosa y sin par idea.

—Es muy corriente–replicó este–, pero, si lo deseáis, está a vuestra disposición, y todas las que pueda tener de aquí a un mes.

—Te agradezco muy humildemente tu buena voluntad –contestó Lysis–, creo que por ahora no es prudente tomarla, pues tendría que hacerse en secreto. Hay aquí tanta gente oyéndonos que, pensando tener algo y haber hecho una buena adquisición, me quedaría asombrado al ver que no tenía nada y se haría correr el rumor de que la mercancía que exhibía te pertenecía.

p. 267—¿Cómo lo entendéis así? –dijo Fontenay–. ¿Sois de esos que comercian con las ideas? ¿Han instalado este año una tienda para ello en la feria de Saint-Germain?

—Te vuelvo a decir que no se vende públicamente –replicó Lysis–, pero has de saber, sin embargo, que se trafica con ellas de todas formas. Se compran, se prestan, se intercambian; afirmaré que hay quien hace negocio con algo urgente, como un ballet que se ha de bailar al día siguiente y para el que se querría encontrar un préstamo a interés elevado en los puestos de los cambistas. No sé por qué los notarios no nos animan a ello: ganarían mucho.

—Me parece que también se roban a veces las ideas –dijo Clarimond–; a cierto autor, al que le habían robado una cuando pasaba la noche en el Pont-Neuf y tenía su saco de conceptos bajo el brazo, todos sus amigos fueron uno tras otro a consolarle en su aflicción. Finalmente, como esperaba todos los días las ideas al acecho, hizo tan buena caza que olvidó su primera pérdida. En cuanto a mí, os confesaré que, cuando me ocurre un accidente semejante, no me hace falta requerir a los padres capuchinos para que me saquen de la desesperación. Soy tan liberal con la mercancía de las ideas que hago don de ellas a todo el mundo. A pesar de ello, a menudo reprocho modestamente el hurto a quienes lo han cometido; por ejemplo, cierto poeta me había cogido una idea de mi Banquete de los dioses, del que se han hecho varias copias, y no pude resistirme a decir al ver sus versos: «Hay algo parecido a eso en mi libro». «Pues resulta –me respondieron– que el poeta afirma que no os la ha robado». «Claro que no», dije yo, «no me la ha robado porque, si os tomáis la molestia de mirar en el Banquete de los dioses, la encontraréis allí todavía».

—¡Qué bueno que es! ¡Qué sutil! –exclamó Hircan–. ¡Qué natural es este hallazgo! Que me muera si oí nunca otro parecido y si todos los apotegmas de Erasmo no están por debajo de este. La finura que hay en esta ocurrencia proviene de que, habitualmente, lo que no ha sido robado sigue aún en su sitio, pero, al contrario de la máxima general, si esa idea está en su sitio es que ha sido robada. Se puede decir que esto es muy extraño; pero, claro está, un hombre que habla de la pérdida de una idea con otra idea tan buena no tiene de qué quejarse: invita a los ladrones a que le vuelvan a robar.

—Reconozco que Clarimond ha tenido un gran hallazgo con ello –dijo Lysis–. Después de todo, no soy tan injusto como para no ver que tiene una mente muy brillante cuando quiere y que solo depende de él apartarse de los errores que le poseen.

—Todo eso está bien –dijo Philiris–, pero dejadme hablar también sobre el asunto de los ladrones de ideas. Estando hace un tiempo en cierta compañía, un poeta que se hacía el petulante me dijo: «Intento tener dos cosas que rara vez se encuentran juntas, la juventud y la continencia». Entonces me acordé de haber visto ese pensamiento en cierto autor de la antigüedad, pongamos que Salustio, y le respondí: «Me vais a perdonar, esas dos cosas se hallan en Salustio tanto como en vos». Como comprenderéis, lo que quería decir es que el mismo pensamiento se encontraba en ese autor, y no la continencia ni la juventud179.

—Eso estuvo muy velada y sutilmente dicho –replicó Lysis–, no me cansaré nunca de oír cosas tan buenas.

—Entonces habéis de quedaros con nosotros –dijo Hircan– y gozar así de la deleitable conversación de los que aquí están.

p. 268—¿No estáis ya convencido del todo? Pastor –dijo Philiris–, ya ves que no hay manera de marcharse, es demasiado tarde. La noche, queriendo mantener su imperio a su alrededor, ha hecho llegar un ejército de espesas nubes que ahuyentan la luz. Los fuertes vientos que soplan ahora parecen espantarlas como si fueran sargentos de armas. El dios del sueño mantiene la retaguardia con su compañía de ensueños y, aunque armado únicamente de adormideras, espera no obstante vencer a todo el mundo.

—¡Qué buenas fantasías son estas! –dijo Lysis–. Estoy encantado, lo confieso. Aquí dentro es donde quiero que me venza el sueño.

Después de decir esto, le dieron una cama y otra a Carmelin, así que durmieron muy a gusto.

A la mañana siguiente, apenas se hubieron despertado, vinieron a avisarles de que Oronte les había invitado a almorzar con toda la banda pastoril; entró, incluso, un lacayo en la habitación para darles el mensaje. Lysis no sabía si debía aceptar o rehusar porque no le parecía adecuado disfrutar mientras Caritea se mostrara tan inflexible; pero, por otro lado, considerando que si deseaba hacerla ceder tenía que presentarse ante ella, no quiso perder la ocasión de ir la casa en la que vivía, además de que temía granjearse la enemistad de sus camaradas pastores. Prometió, pues, al lacayo que iría a cenar a casa de Oronte, e Hircan y los demás pastores vinieron de inmediato a abarrotar la habitación y departieron sobre asuntos varios para distraerse. Solo Meliante parecía triste: se había retirado a un rincón y lanzaba suspiros tan grandes desde lo más hondo del pecho que uno creía oír el fuelle de una forja. Carmelin, que estaba de un talante compasivo, fue el primero en darse cuenta y le habló de esta manera:

—No te prives de decirme lo que te pasa, valiente pastor, ¿sientes algún dolor en el costado o de muelas, o es que van a enterrar a todos tus parientes y amigos? Si me cuentas la causa de tu duelo, puedes estar seguro de que has encontrado un hombre que vale por cuatro cuando se trata de socorrer a los afligidos.

—Es cierto que me puedes ayudar –respondió Meliante–, ¡oh, solícito y generoso Carmelin! Por eso no te voy a ocultar que es tu amo la causa de mi dolor.

—¡Ah! Amo, acercaos –exclamó entonces Carmelin–, ¿vais a dejar languidecer a un miserable que implora vuestro auxilio?

Lysis se volvió hacia él al oír su voz y, viendo que Meliante no hacía otra cosa que suspirar todo el tiempo, le dijo:

—¡Eh! ¿Qué te pasa, intrépido pastor, es que no te alegras como los demás?

—¿Cómo queréis que me alegre, ¡ay de mí!, si no cuentan conmigo? –respondió Meliante–. Los otros encuentran auxilio con vos y yo no, a pesar de necesitarlo tanto para sacar a mi amada de su cautiverio. Me han olvidado y nadie ha hablado de ayudarme desde que conté mi historia.

p. 269—Es cierto que os hemos fallado –dijo Hircan– y vos, Lysis, no sois menos culpable porque, después de oír que el pastor francés debía liberar a Panphilie de la prisión encantada, tenías que haber preguntado si era de vos de quien se hablaba. Pues ya os aviso de que no cabe pensar en ningún otro distinto de vos; que, solo con nombrar al pastor francés, como por antonomasia, no hay duda de que se habla del pastor más ilustre que haya en la comarca. Y, aun cuando no fuera tan evidente como lo es, mi ciencia oculta me haría saber que sois vos, ¡oh Lysis!, quien debe devolver a Meliante su Panphilie con vuestra incomparable fuerza. Haréis lo que los más invencibles caballeros no supieron hacer y vuestras armas echarán abajo la soberbia de los monstruos y de los demonios.

—Siempre he creído en vos –replicó Lysis– tanto como en el oráculo de un dios, sagrado mago, y he de confesar, sin embargo, que tengo dudas de si decís la verdad o no. ¿Qué probabilidad hay de que lleve a cabo grandes hazañas y de que tome una fortaleza guardada por monstruos y demonios, yo, que sé más de llevar ovejas que soldados y no quiero pelear con nadie, si no es por ver quién dice las canciones más hermosas y amorosas, o por quién da los besos más sabrosos?

—Hay que hacer frente a la incredulidad –exclamó Hircan con el gesto de un lunático–: llegará el día en que la paloma se cubra de plumas de águila y destruya a los halcones. La rústica zamarra se transformará en coraza militar, la bandolera del zurrón en tahalí de espada y la vara de pastor en una pica. Que los sensatos den crédito a cosas tan veraces y, sobre todo, que Meliante deje de suspirar, pues gracias a él se obrarán los milagros.

Todos admiraron la profecía del mago y, entre otros, Lysis, que se esforzó mucho en encontrar una buena explicación. Le rogó a Hircan que se la diese, pero este le respondió que no era el momento de que la supiese y que debía, no obstante, alegrarse sin pensar en ello. Todos los pastores le animaron a no atormentarse con malos pensamientos al respecto y, al ver que el propio Meliante ya no estaba triste, creyó que no debía estarlo él tampoco y que se daban buenos presagios de una futura prosperidad. Carmelin, pensando en todo lo que había ocurrido, imaginaba que, como su amo estaba destinado a liberar de la prisión a la amada de Meliante, tendría que hacer grandes viajes y querría llevarlo con él, seguramente. No sabía si debía consentir en ello y, en la incertidumbre del porvenir, tenía pensamientos agradables sobre la vida que habría de llevar en esos países tan lejanos, de modo que no pudo resistirse a decirle a Lysis:

—Mi amo, hacedme un favor, decidme si cuando Meliante vuelva a su patria seguirá siendo pastor y vos también, en el caso de que fuerais con él.

—No dudes de que lo seríamos –respondió Lysis.

—Pero eso no es todo –replicó Carmelin–, ¿guardaríais también las ovejas en ese país? Seguro que tienen costumbres distintas que en Francia y, además, creo que balan en lengua extranjera: no comprenderíais nada.

Todos empezaron a reírse de la imaginación de Carmelin, pero su amo le explicó que el lenguaje de los animales no se entendía más en un país que en otro y que solo les estaba permitido entenderlo a algunos magos y en muy escaso número. Uno no sabe si Carmelin había preguntado por malicia o por ingenuidad: es algo que no ha podido aclararse a causa de la irregularidad de su mente, que pasaba a veces de la sutileza a la necedad. Después de que Carmelin expusiera parecidos razonamientos, llegó la hora de almorzar e Hircan y el resto de la banda fueron alegremente en busca de Oronte, llevando también con ellos a la pastora Amarilis y a la sirvienta Lisette.

FIN DEL OCTAVO LIBRO

i Taupin es diminutivo de taupe, ‘topo’, nombre buscado por el autor para que fuera acorde con la talla minúscula del personaje.

ii Tronc en el original, por elipsis de tronc pour les pauvres (literalmente, ‘tronco para los pobres’), tiene el significado de cepillo, «caja de madera u otra materia, con cerradura y una abertura por la que se introducen las limosnas, que se fija en las iglesias y otros lugares» (DLE).

iii Pépie en el original, equivalente a pepita, «tumor que las gallinas suelen tener en la lengua, y no las deja cacarear» (DLE).

iv El equivalente al francés président en este contexto, el magistrado que presidía una audiencia territorial, es regente.

173 Horta era una diosa etrusca de la naturaleza cultivada: agricultura y jardinería; mientras que Pan era el dios de la naturaleza salvaje para los griegos.

174 Alusión a la historia caballeresca interpolada en L’Astrée (I.12. 459-473), basada en el parecido extraordinario entre dos jóvenes, Ligdamon y Lydias, que da lugar a enamoramientos cruzados, combates y malentendidos. El arrojo de una de las rivales se inspira en la Felismena de la Diana de Montemayor. Sería llevada al teatro con posterioridad a la obra que nos ocupa: en 1631, como Ligdamon et Lidias ou la ressemblance, tragicomedia de Georges de Scudéry.

175 Se conoce popularmente como fiebre cuartana a la calentura, casi siempre de origen palúdico, que entraba de cuatro en cuatro días, a diferencia de la terciana, que se repetía cada tres. Correspondería al paludismo o malaria actuales.

176 Los nueve de la fama constituyen un motivo caballeresco propuesto por Jacques de Longuyon a principios del siglo XIV y con gran éxito entre la nobleza hasta el XVI. Fueron héroes escogidos por su ejemplaridad guerrera, a modo de espejo de príncipes, entre una serie de gobernantes históricos o legendarios de la tradición pagana, bíblica y cristiana: Héctor de Troya, Alejandro Magno y Julio César; Josué, el rey David y Judas Macabeo; y el rey Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillón.

177 Se trata de Polixène (1623), ya mencionada en el texto. Es una novela escrita por François Molière des Essertines a imitación de las novelas bizantinas recuperadas en el Renacimiento.

178 Referencia detallada a las Etiópicas de Heliodoro, novela bizantina conocida también por el nombre de sus protagonistas: Teágenes y Cariclea. Fue recuperada y traducida en el siglo XVI a las lenguas europeas más importantes; entre ellas, al francés en 1547 por Jacques Amyot.

179 Cayo Salustio Crispo (86–34 a.C.) fue político, amigo de Julio César y uno de los historiadores más relevantes de la latinidad.