LIBRO IX

Como Oronte deseaba dar un festín solemne a los más gentiles pastores que jamás hubiera en Brie, había mandado preparar una larga mesa bajo una bóveda de su jardín para tratarlos lo mejor posible al modo pastoril. Se quedaron muy sorprendidos al ver que iba vestido de pastor y alguna gente de la casa también. Lysis se puso tan contento que fue a abrazarlos a todos con una alegría extrema, pero se quedó aún más maravillado cuando vio venir a Floride, Leonor y Angélique con trajes blancos, a la manera de las pastoras. Les dijo que no pensaba ser ya nunca miserable después de contar con la dicha de ver a personas tan perfectas elegir el tipo de vida que había escogido para sí. No pudo, sin embargo, evitar interrumpir su cumplido para preguntar dónde estaba la hermosa Caritea.

—No vamos a ocultaros la verdad –dijo Angélique–, vuestra Caritea se ha mostrado tan orgullosa que no ha querido cambiar ni de condición ni de traje, por mucho que le suplicáramos. Ha tomado nuestra persuasión por impertinencia y nos ha obligado finalmente a reconvenirla, de modo que ha jurado que no vendría con nosotras de ninguna de las maneras.

Lysis lo creyó firmemente, aunque no fuese más que una burla, pues, si Caritea no aparecía, era porque, siendo solo una sirvienta, no comía en la mesa donde estaba su ama.

—¿Es preciso que esta compañía quede imperfecta? –exclamó el enamorado pastor–. ¿No abandonará nunca Caritea ese talante severo que la lleva a mantenerse lejos de los demás?

Al ver que Lysis empezaba a afligirse, Angélique mandó a buscar a Caritea, pero esta no quiso mostrarse y Lisette, que la había ido a buscar, se quedó con ella.

Estaban ya a punto de decidir sentarse a la mesa cuando se presentaron de improviso dos pastores desconocidos. Eran dos gentilhombres conocidos de Oronte, disfrazados a petición de este y a los que, tras preguntar dónde estaba Lysis, les mostraron a quien buscaban. Lo saludaron cortésmente y el mayor de los dos habló así:

p. 271—Ilustre pastor, nos han enviado hasta vos varias personas notables que, habiendo visto la carta y el cartel que remitisteis a París, han experimentado un gran deseo de venir a encontraros para aprender de vos este arte admirable de ser feliz: son más de doscientos, tanto muchachos como muchachas, que debaten venir a tomar aquí el traje de pastor. En cuanto a nosotros, lo hemos hecho ya para aparecer en embajada ante vos con un traje decente. El encargo que se nos ha dado es el de ofreceros el servicio de nuestros compañeros y aseguraros que vendrán hasta vos en cuanto tengan la certeza de que los recibiréis como se merecen. Habrían venido aquí ellos mismos si no fuera porque han considerado que hay mucho engaño en el mundo y que podría ser que algunos impostores hubieran hecho el cartel en vez de vos.

Lysis estaba todo lo encantado que se podía con esta delegación y respondió así a los embajadores:

—Gentiles pastores, no puedo desaprobar la intención de nuestros valientes pastores parisinos. No han hecho mal enviándoos aquí para ver si era verdad que un pastor Lysis había emprendido devolver al mundo la felicidad primera. Veréis lo que sé y, habiendo llegado muy oportunamente a esta buena compañía, disfrutaréis de nuestros placeres para hacer luego una fiel relación a vuestros compañeros.

Tras decir esto el pastor, todos les hicieron preguntas a los embajadores. Uno les preguntaba los nombres de los pastores parisinos más ilustres; otro les preguntaba cómo habían podido dar con Lysis si no había dormido en casa de Bertrand la pasada noche. Respondieron a todo lo mejor que pudieron y, entretanto, llegaron Anselme y Montenor.

—Solo os esperábamos a vosotros –les dijo Lysis–, pero no venís con un traje que me resulte agradable. ¿Queréis pareceros a Clarimond, que es tan obstinado en lo que cree que pensaría deshonrarse si se vistiera de pastor?

Anselme y Montenor se fijaron entonces en que Oronte y otros más iban vestidos de pastores y les fastidió no estarlo también para no ser ellos quienes llevasen desigualdad a la asamblea. Con todo, no pusieron ninguna excusa y se entretuvieron en conocer la noticia de la embajada que Lysis acababa de recibir. Al mismo tiempo, uno de los parisinos, que se hacía llamar Silvian, al oír hablar de Clarimond repetidamente, le preguntó delante de todos:

—¿Sois vos ese Clarimond del que tanto he oído hablar en nuestra ciudad y el que ha hecho un librito titulado el Banquete de los dioses, que corre por todas partes escrito a mano?

—Soy el autor de ese libro, sin duda –respondió Clarimond–, no quiero repudiar mi obra.

—¡Ah, Dios, cuántas noticias tengo! –prosiguió Silvian–. Tenéis que saber que el Banquete de los dioses y otras obritas que habéis hecho y que cargan contra los escritores os han procurado tantos enemigos que no imaginaba encontraros todavía con vida. Uno amenaza con pegaros, otro con mataros; los hay indecisos en vender su mejor gabán con el fin de disponer de dinero para dárselo a unos asesinos y, en cuanto a los que están en la corte, confían en la autoridad de sus señores y piensan que, a través de ellos, podrán arruinaros por completo.

Clarimond no conocía a Silvian ni a su compañero Menelao, quien juró que lo que decía el otro era verdad. No sabía si creerlos, pero, sea como fuere, al no encontrar en ello nada que pudiera emocionarlo, respondió fríamente así:

p. 272—Venís de bien lejos a contarme cosas que ya sabía, sospechaba que lo que he dicho haría que me odiaran aquellos contra quienes he hablado. No hacía falta ser un gran adivino para deducirlo y debéis saber que no me ha sucedido nada que no haya deseado. Vale más ser odiado por tontos e impertinentes a que te amen, pues, para complacerles, sería preciso asemejarse a ellos, algo que evitaré en la medida en que me sea posible. Por lo demás, sus amenazas no me extrañan: no me considero menos poderoso que ellos y, en el peor de los casos, sé bien la manera de apaciguarlos. Basta con invitarles a almorzar una vez y darles de beber de lo mejor para que sean mis íntimos amigos. Son escritores mercenarios, borrachines, gorrones de las buenas mesas y bufones infames que son de quien más les da. Me gustaría hablarle a alguno de su banda en presencia de tan buena gente como hay aquí: veríais cómo los dejaría confusos. Pero decidme: ¿no tienen ganas de hacerse pastores conforme al ruego que les ha hecho Lysis?

—Leyeron la carta atentamente –respondió Silvian–, pero dijeron que era de vuestro estilo y, burlándose de vuestra invención, no quisieron creer que hubiera ningún pastor Lysis en el mundo.

—¿Cómo es que cuando debieran respetarme me desprecian? –interrumpió este–. ¿Acaso me ignoran los poetas y los novelistas cuyo oficio quería hacer valer? ¿Dónde van a encontrar un apoyo mejor que el mío? ¿Con quién iban a tener más crédito? ¡Ah! Abandono la defensa de sus personas, aunque siga abrazando la de su doctrina y, ya que Clarimond ha decidido pelear con ellos, cuenta con mi permiso. Querría que se hubiesen encontrado ya para disfrutar de sus controversias.

—No montéis en cólera, os lo ruego –se adelantó a decir Oronte–, aquí llegan mis criados con la carne: se enfriará en tanto que vuestra mente se calienta.

Dicho esto, hizo que todo el mundo se lavara las manos y sentó a cada uno según la condición que le atribuía, sin olvidar al señor Carmelin. Como Lysis quería que Silvian y Menelao tuvieran buena opinión de él y hacerles creer que la vida que llevaba era muy plácida, había dejado una parte de su tristeza imaginando que, de ese modo, no dirían a sus amigos nada de él que no le fuera ventajoso. No fue de los únicos en importunar a Clarimond en relación con las amenazas de los escritores de su tiempo y este, viendo que todos empezaban a mofarse de ello, replicó de esta forma:

—He de reconoceros que no he ganado mucho con nuestros poetastros reprochándoles sus tonterías, pues son tan obstinados que no se les puede hacer ver la verdad y no he hecho sino irritar a locos contra los que no hay mucha gloria que disputarse. A pesar de ello, mi esfuerzo no ha sido inútil, ya que he encontrado en su lengua ese movimiento perpetuo que algunos filósofos han buscado tanto tiempo, y he descubierto que en su cerebro estaba el vacío que muchos han creído imposible en la naturaleza. Además, me he ganado el reconocimiento de la gente honrada, que agradece haberles ayudado a salir del error en el que algunos ignorantes trataban de hacerles caer. En lo que concierne al temor que se me pretende dar, alegando que tengo que vérmelas con gente que tiene menos que perder que yo y que afrentan a todos los que odian, os respondo que es imposible alcanzarme por ese lado: no creo que, aun cuando me atacaran, eso pudiera dañar mi reputación más que si uno de esos insensatos que pululan por París viniese a querellarse contra mí; y, en cuanto a sus injurias, me afligen lo mismo que el rebuzno de un asno.

Clarimond iba a decir muchas más cosas en desprecio de sus enemigos cuando Oronte lo interrumpió diciéndole que no había que hablar ya de querellas y que eso era turbar la tranquilidad de la vida pastoril. La compañía empezó entonces a disfrutar a conciencia y Lysis, entreteniéndose en observar la diversidad de viandas, le dijo a Oronte:

p. 273—Pienso, gentil pastor, que nos apetece saciar nuestros ojos tanto como nuestro estómago. La mayoría de las aves que veo en esta mesa me parecen estar vivas todavía: creo que están listas para comer más que para ser comidas. En lo que hace a las que están en salsas o en potajes, se me antoja que nadan como en estanques, y a las otras que veo aquí y allá, las encuentro tan frescas que temo que se vayan volando de encima de nuestra mesa.

—Para evitar que esta vuele –dijo Oronte, cortando una pieza– aquí tenéis un ala que le quito y os ofrezco.

Lysis aceptó el presente y, al ver algo mejor en otro lugar al que no podía llegar, dijo descaradamente:

—Sé un poco del vuelo de las aves: aprendí el oficio de los augures romanos. Todas estas aves vulgares que están ante mí me parecen malhadadas, en cambio, si las que veo más lejos pudieran pasar por aquí, tendría buenos presagios para todos mis asuntos.

—El presagio no valdrá de nada –replicó Clarimond– si se las hace volar hacia vos, pues es preciso que eso se haga por casualidad, no a propósito.

—No importa –dijo Oronte–, que nuestro adivino haga lo que quiere.

Y, dichas estas palabras, pasó buenas tajadas a Lysis, admirando la invención de la que se había servido para conseguirlas, pero el enamorado pastor se mostró tan honrado que las rechazó diciendo que, si las había pedido, era en broma, para comprobar lo que le iban a responder y que, por lo demás, no era tan incivil como para pasar como glotón ante tan buena asamblea, precisamente él que se alimentaba sobre todo de pensamientos amorosos. Eso no le impidió comer de todo y Oronte, entretanto, incitó a los pastores a beber todos a una.

—¿No vamos a beber en honor a nuestras amadas? –dijo Philiris–. ¿No vamos a trasegar tantos vasos de vino como letras hay en su nombre?

—No dejo nunca de beber en nombre de Caritea–contestó Lysis–, aunque no hable de ello, la invención que nos traes no me es nueva. Ya he bebido tres veces en nombre de las tres primeras letras de la palabra más hermosa que pronunciar se pueda.

—Nadie se ha dado cuenta –objetó Philiris–, ha sido a escondidas, volved a empezar el juego conmigo.

—No comprendes la sutileza –dijo Lysis–, has de saber que, si volviera a empezar, cometería una falta muy grave porque los vasos de vino que he bebido deberían seguir contándose y, sumándolos a los que bebiera contigo después, eso compondría un número mayor que el de letras del nombre de Caritea, de manera que infringiría el voto que hice tiempo ha de disponerlo todo en número de siete.

El pastor dio así a conocer que nada podía hacerle abandonar sus primeros propósitos, de suerte que los demás formaron banda aparte y le permitieron actuar a su antojo. En cuanto a Carmelin, todos brindaban con él y estaba de tan buen humor que juró que dejaría por mentirosos a los que decían que carecía de juicio y que se lo demostraría a todos. Tornó en un mozo tan garboso que, cuando se levantó de la mesa, se tambaleaba a cada paso, y os aseguro que había bastantes que no le iban a la zaga, sea porque estuvieran completamente ebrios o porque fingieran estarlo. Lysis se puso a reír después de observar un buen rato cómo tartamudeaban y se chocaban uno contra otro.

p. 274—Son como niños –decía–, no tienen bastante con estar poseídos de dos furores, a saber: el poético y el venéreo; tras leer en alguna parte que había un tercero, que es el báquico, han querido ser cautivados por él: no me parece mal, con tal de que no cometan grandes insolencias. Baco es un dios alegre y amable que hay que reverenciar por lo menos una vez al mes cuando uno se encuentra con los amigos. No se me ocurre prohibirle a nadie confraternizar con él, visto que las poesías antiguas abundan tanto en borracheras como en amores y sé que hay poetas que no han podido componer nunca más que estando ebrios. Llorad ahora por haber bebido demasiado, gentiles pastores, mañana lloraréis de amor: ¡que vuestra vida sea variada!

Lysis hablaba así con su sensatez habitual porque, a pesar de que se hubiese bebido sus siete tragos, no había tomado mucho de cada vez por no ser de los más devotos del vino. A Clarimond le fastidiaba verlo de un talante tan sereno, pues le hubiera encantado comprobar qué extravagancia habría hecho si se hubiera mezclado la embriaguez con la locura. En lo que se refiere a Carmelin, había bebido y comido tanto que se fue a devolver a un lugar un poco retirado y, al darse cuenta de ello su amo, le dijo:

—¡Ah, villano! ¿Es preciso escandalizar a una compañía tan grata con tales porquerías? Me gusta que disfrutes y que bebas, pero no que olvides la condición de hombre y de pastor, ni que participes de la brutalidad de los animales.

Oronte, que estaba oyendo estas palabras, se acercó a decirle a Lysis:

—Os equivocáis al censurar a este buen hombre. Observad que, si lo que arroja fuera es algo tan sucio que os causa horror solo con verlo, tiene razón al expulsarlo: ¿cómo queréis que pudiera soportarlo en el estómago?

—Lo que dices es bueno para el presente –replicó Lysis–, pero ¿por qué ha tenido en el pasado tan poca prudencia como para tragar lo que iba a serle dañino? Quiero que esté ebrio hasta la alegría, pero no hasta la estupidez.

—No estoy borracho, mi amo –dijo Carmelin–, lo que pasa es que he bebido en un vaso grasiento y me dieron tantas náuseas que he tenido que vomitar, como habéis visto.

El discurso se vio entrecortado por tres o cuatro ataques de hipo y otras tantas veces echó fuera vino y potaje que un perro de Oronte se puso a lamer, levantando bien arriba la nariz todo el rato por ver si seguía cayendo. Lysis aprobó las explicaciones falaces de su fiel Carmelin y se volvió con el resto de la compañía para saber qué se había decidido hacer. Recibieron el aviso de que se celebraba una boda cerca de allí, así que tomaron la decisión de ir allí a pasar el tiempo. Al final de la casa de Oronte había una aldea de cinco o seis casas, en una de las cuales se casaba una campesina con un granjero del pueblo próximo. Se había hecho venir de Couloummiers a la gran banda de violines, que consistía en un bajo, un tenor y un violín pequeño que hacía de soprano. Como los invitados ya habían cenado, pagado a escote y presentado los regalos de la forma acostumbrada, la música comenzaba a regocijar a la asamblea con su armonía y hasta el aldeano más pobre había cogido a su enamorada para sacarla a bailar a su aire. Llegaron nuestros gentiles pastores y quisieron participar: se mezclaron entre los lugareños y bailaron danzas tradicionales* en las que cada uno mostraba más o menos lo que sabía hacer, aunque había algunos que daban pasos en acento circunflejo y quienes solo podían saltar media pulgada en el suelo. Los campesinos, al ver a tantos gentilhombres en posturas ridículas y, además, con trajes tan raros como los que llevaban, se imaginaron que venían con la intención de burlarse de ellos. Cuando Oronte se cansó de bailar y los demás también, se les ocurrió jugar a juegos infantiles.

p. 275—Ved –dijo Lysis a la compañía– si queréis jugar al amor vendado, es un juego muy pastoril. Lo practican Amarilis y sus compañeras en el Pastor fido y se me antoja que tiene mucho parecido con el que todos los niños llaman la gallina ciega. Para ser más ingenioso, desearía que no cogiéramos otro juego que el que sir Philip Sidney hace practicar a los pastores de Arcadia y que está, creo recordar, en el primer tomo de su obra incomparable, pero es tan sutil que nadie entendería nada180.

Todos estuvieron de acuerdo en jugar al amor vendado y, habiéndose retirado un poco lejos del lugar en que se celebraba la boda, no hubo ni uno solo que no diera su voto a Carmelin para que hiciera de Amor. Le vendaron, pues, los ojos con un trapo sucio y, una vez que todos se hubieron apartado, Lysis les enseñó a los demás las reglas del juego; luego, en vez de tratar al pobre Amor suavemente, le golpearon con terrones grandes que venían hacia él de todos lados con tanta rudeza que se vio obligado a quitarse la venda y a huir, jurando que en la vida volvería a prestarse a un juego tan malo. Tras buscar asilo entre los campesinos, prefirió solazarse con ellos y, habiendo avistado a Lisette, cuya mirada le había llegado muy hondo, decidió sacarla a bailar*. Los gentilhombres pastores volvieron enseguida para disfrutar del pasatiempo. Vieron que Carmelin no estaba nada perjudicado y que daba pasos lo bastantes buenos como para hacer morir de celos a los mejores bailarines de todos los pueblos circunvecinos. La sirvienta de cocina de Leonor se encontraba también en el lugar y Lysis la abordó con el propósito de preguntarle muchos detalles concernientes a su amada. Recordaba que, cuando le hicieron la sangría, le había parecido, y a Clarimond también, que se veía en la sangre el rostro de Caritea. Le habría gustado saber si se veía también el suyo en la sangre de ella, o si el que aparecía era el rostro de algún otro pretendiente. Pensaba que podría conocer así si era amado o no. Hizo, pues, su pregunta a la sirvienta porque imaginaba que había estado presente cuando se había sangrado a Caritea tres o cuatro días atrás. Le respondió que no hacía sino contar locuras, que ella no entendía nada de todas esas bonitas palabras y lo único que le podía decir era que nadie se había entretenido en mirar la sangre de Caritea y que esta se había tirado a un retrete el mismo día en que la sacaron.

—¡Ah! ¡Qué imprudencia y, al mismo tiempo, qué impudencia! –exclamó el pastor–. ¿Cómo es que no se conservó algo tan preciado?

—¿Qué habríais querido hacer con ella –replicó la sirvienta–, que hubiéramos hecho morcilla?

—No os burléis, guapa –respondió Lysis–, yo mismo estoy muy molesto porque Carmelin tirara mi sangre, pues era digna de conservarse, ya que llevaba la imagen de mi amada.

—La próxima vez advertidnos de todo esto –dijo la sirvienta–, que, para lo que está hecho, ya no hay remedio.

Mientras tenía lugar esta conversación entre el pastor y la sirvienta, Carmelin, no contento con sacar a bailar una vez a Lisette, pidió sacarla dos veces más y después, como pretendiera hacerlo a su vez un joven campesino, aquel lo rechazó y le dijo con desprecio que no estaba hecha la miel para la boca del asno*. El rústico, al verse ofendido en su honor, le dio un fuerte puñetazo en el estómago a Carmelin, e iba a reanudar los golpes cuando llegó Lysis y exclamó:

—¡Alto ahí, muchachos! ¿Queréis que esta boda acabe en un baño de sangre igual que la de Andrómeda, en la que Perseo transformó en piedra a Fineo el temerario, tras haber matado a sus compañeros? ¿Deseáis repetir las bodas de Hipodamia, en las que los centauros se batieron contra los lapitas181? Interpongo aquí mi autoridad, dejad de ultrajaros, os lo ruego.

p. 276A pesar de sus palabras, todos los campesinos vinieron a rodear a Carmelin, aprestándose a vengar a su compañero, pero Lysis, elevando la voz, siguió hablando así:

—Vil gentuza, rústicos infames, ¿cómo osáis mostrar esta desvergüenza ante mí, que soy el primer pastor del mundo, y ante Hircan, que es el mago más sabio de su época? ¿No teméis nuestra ira? Los campesinos de Licia fueron transformados en ranas por ofender a Leto. Aprended a ser modestos y tomad ejemplo de vuestros predecesores, pues podríamos muy bien metamorfosearos en sapos venenosos o en culebras silbantes.

Al tiempo que gritaba así, llegó Oronte a repeler con dureza a los campesinos y les obligó a recular. Con todo, no abandonaron el propósito de vengarse en cuanto pudieran de Carmelin y de su amo, que les había injuriado. Una vez apaciguado el tumulto aparentemente, los violinistas, que habían huido por miedo a que les rompieran los instrumentos en la pelea, volvieron a entretener al grupo al son de las danzas de Poitou.

—Por fin cesa el desorden –dijo Lysis–, eso me alegra mucho, pues era muy mal ejemplo y un presagio muy siniestro para los recién casados. Estos violines me regocijan enteramente: es preciso creer que se los trae a las bodas para hacernos recordar que el marido y la mujer deben vivir siempre juntos y acordes, y guardar una armonía semejante a la de los instrumentos de música. Advierten también a los convidados que han de vivir en concordia unos con otros, por lo menos durante ese único día, para honrar a los que los han invitado.

Después de estas palabras, Lysis pidió que la compañía dejase bailar a los campesinos sin mezclarse en adelante con ellos y, habiendo hecho venir a Silvian y a Menelao cerca de sí, les habló de esta suerte:

—Tenéis la cabeza tan bien puesta, señores diputados, que no creo que podáis salir de entre nosotros totalmente defraudados. Algún idiota lo pensaría, visto el tumulto que acaba de suceder, y algún otro imaginaría que, tras algo tan extraño y censurable, iríais a contar a vuestros compatriotas que no pongo en esta región tan buen orden como he presumido; pero estoy seguro de que tendréis en cuenta que, como nuestro estado no se ha establecido todavía y no tengo bastantes hombres, no soy lo suficientemente poderoso como para expulsar a los sediciosos de esta tierra. Por otra parte, debéis notar que los que han cometido un desorden aquí no son pastores ilustres como vos y yo: son campesinos infames que no entienden ni de bienes ni de honor y jamás han leído un libro. Con el fin de que nadie se engañe de aquí en adelante y que, al verlos llevar ovejas, no se piense que son de nuestra banda, ordeno que no lleven el mismo nombre que nosotros y que se llamen ovejeros, mientras que nosotros nos llamaremos pastores o rabadanes. Incluso Carmelin tendrá ese rango hasta que haya dado prueba, con alguna acción señalada, de que merece pertenecer al nuestro.

—Habéis hecho bien en advertirnos –respondió Silvian– y, sin embargo, os aseguro que, sin ello, seguiríamos creyendo que no hemos encontrado nada que pueda dañar vuestra reputación. Con todo, nos complacería que nos dijerais aquí, brevemente, qué es lo más importante que deseáis hacer para traer la Edad de Oro.

p. 277—No estamos –replicó Lysis– en una sala adecuada para dar audiencia a embajadores; a pesar de ello, no pondré dificultades en contentaros, que no en vano me agrada dar testimonio de mi franqueza y alejarme de la pompa de los reyes. Sabed, pues, que, aunque hayamos pasado de la Edad de Oro a la de Plata, de Bronce y de Hierro, os llevaré de vuelta a la primera sin remontar esos niveles. Ni siquiera pasaréis por la Edad de Plata para acceder a la Edad de Oro; es decir, que no os costará nada. En lo que se refiere al culto divino, que debe ir el primero, os advierto que volveremos a ver a todas las divinidades que adoraban los antiguos; además, como he declarado que ampliaría lo antiguo cuando no esté completado, daré crédito a algunas divinidades nuevas; por ejemplo, quiero que haya un dios de las novelas en el que a ninguno de los poetas se les ha ocurrido pensar, a pesar de que creen dioses a su antojo. Este dios tendrá su templo en alguna gruta, en la cual se cantarán todos los días hermosos himnos para honrarlo, y se quemarán en su altar las malas novelas como sacrificio, mientras que las buenas se conservarán en el santuario. El primer año oficiaré de sacerdote del lugar y tomaré también el título de príncipe de los pastores franceses, y seré honrado y obedecido por todos; pero, con el fin de que todos gocen de la soberanía y que los honores puedan compartirse sin caer en un estado monárquico, los demás pastores serán sacerdotes y príncipes de año en año, cada uno por turnos.

—Esa es una muy buena propuesta –dijo entonces Clarimond, que escuchaba este discurso–, pero temo que, si la seguís, seáis declarado rebelde al rey, que no tolerará que salgáis de su obediencia y que establezcáis una república dentro de su propio reino. Más valdría hacer como Ronsard, quien en un poema que dirige a Muret le invita, y a una legión de poetas también, a dejar Francia, enturbiada de guerras civiles, e irse a las Islas Afortunadas para pasar el resto de sus días gozosamente182. Es una de las mejores fantasías que haya tenido nunca.

—Te lo reconozco –contestó Lysis–, pero no quiero por ello ir a plantar colonias en lugares muy lejanos donde no sé si podría arribar a buen puerto; además, esto de buscar otras residencias distintas a las de nuestros padres es solo cosa de los teutones o de los cimbrios183. El rey no nos hará perseguir como rebeldes, pues no le quitaremos ninguno de sus derechos y nuestro poder no se extenderá más allá de nosotros mismos.

—Queréis decir que vuestro gobierno será como el de un reino del haba o de las escuelas infantiles –dijo Clarimond184—; si es eso, os confieso que os soportarán en Francia.

p. 278—Cuando quieras encontrarás comparaciones más dignas –dijo Lysis–, pero, como eso no va a ocurrir si no nos ocupamos de enseñarte todo lo que ignoras, vuelvo a mi intención primera para contentar a los señores embajadores. Pueden estar seguros de que, además del cuidado que pondré en distintos sacrificios y en infinidad de cosas, estableceré una universidad poética y amorosa que ya he emprendido. En ciertos días solemnes se propondrán tesis de amor a imitación de las que vi en París hace un tiempo. Algunos escolares las defenderán y se discutirá con ellos mucho y con firmeza para ejercitar su mente, con el fin de que la verdad salga de este enfrentamiento, como hace una chispa de fuego con el choque de dos guijarros. Habrá quienes sostengan primero, por ejemplo, que la ausencia proporciona más contento a los enamorados que la presencia. Segundo: que es mejor ver morir a la joven que uno ama, con tal de ser amado también, que verla casada con otro y no ser amado. Tercero: que el cariño es mayor después del gozo que antes del gozo. En cuarto lugar, que vale más gozar de la pastora dos veces por semana con todas las penas e inquietudes del mundo, que gozar de ella quince días seguidos en un año con total libertad y sin haber tenido ninguna dificultad en encontrarla. En quinto lugar, que el recuerdo del bien da más placer que el bien mismo. En sexto lugar, que más valdría no gozar nunca de la amada que gozar de ella con la condición infalible de que otro la gozaría, aun cuando fuera vuestro mejor amigo. Y, en séptimo lugar, que los celos de un enamorado que nunca ha gozado son mayores y más fuertes que los de un marido que goza todos los días. Se podrán poner sobre la mesa otras muchas propuestas, a cada cual más sutil, y todos se volverán expertos con tales disputas. Los días en que no haya este esparcimiento se empleará todo el tiempo en cantar, componer versos, bailar y jugar a muchos pasatiempos pastoriles.

—Es esa una vida muy deliciosa y deseable –dijo Menelao–, pero, como no ejerceremos ningún oficio, es seguro que no ganaremos nada y no sé con qué mantendremos a nuestra familia y cómo podremos pagar los impuestos.

—Nuestra condición es noble y libre y, por consiguiente, exenta de toda contribución –contestó Lysis–, nada ha de preocuparos por ese lado. En lo que atañe a nuestros víveres, no nos faltará de nada. No hay pájaro tan pequeño que no encuentre de qué comer, aunque no disponga de almacén ni de renta de tierras. El cielo provee a todos los animales del mundo.

p. 279—Es cierto que no os faltará el alimento –dijo Clarimond–, dado que queréis traer la Edad de Oro, pero en esa primera era todos los ríos no eran de leche ni los árboles daban el fruto del loto, como algunos tontos han supuesto. La naturaleza solo producía lo que produce ahora, en menor abundancia incluso porque nada estaba cultivado, pero se contentaban con lo que podían encontrar y, si se quiere hacer un retrato veraz de la felicidad de ese tiempo, hay que decir que los hombres comían bellotas con los puercos e iban a abrevar a los ríos con el resto de animales. Solo se cubrían con la piel de estos o de algún vestido de hojas. La tierra era su mesa y su cama, la hierba su alfombra, los arbustos sus cortinas y las cavernas sus refugios. Así es como vivían los primeros hombres con certeza: no hay ninguna razón para sostener que vivieron en una Edad de Oro, visto que el oro no se había descubierto todavía. Véase si su vida era más bien brutal que humana y si solo la añoran los insensatos que desprecian la nuestra, de la que no se alabará nunca bastante el civismo y la cortesía. Tenéis razón al creer que viviréis fácilmente si os gobernáis según esta antigua costumbre, ¡oh Lysis!, pues no se os negará el alimento que se da sin más a los animales, pero haréis como si los legisladores no hubieran venido aún al mundo para hacer salir a los hombres de los bosques y las peñas y persuadirles de que vivieran en común dentro de las ciudades. Creo que habrá muy poca gente que os envidie. Me dais pena solo con veros hecho todo un salvaje, pues, si queréis traer plenamente vuestra Edad de Oro, tendréis que ir totalmente desnudo como un indio y tener, todo lo más, una casa hecha de adobe como las de los mendigos que se encuentran en los caminos reales, donde venden varas a los que pasan.

—No creo que los antiguos fueran tratados tal y como decís –replicó Lysis–, pero aun cuando así fuera, has de saber que solo quiero imitar lo que hay de bueno en su vida. Tengo que sentir la felicidad de esa primera era en la que se inventaron todas las cosas más hermosas del mundo. Me basta con vivir en la inocencia y la libertad de la edad primera, y seguro que serás de los míos una vez que hayas probado las delicadezas que he imaginado. No nos envidiarán ni envidiaremos a nadie. De todas las pasiones solo el amor nos poseerá. Y si el odio nos domina alguna vez, no lo ejerceremos más que contra los lobos que ataquen nuestro aprisco. Qué placer amar a pastoras cuyo afecto será mutuo y se descubrirá libremente sin que el respeto las contenga y les haga fomentar en la mente lo que les molesta. Veremos que esas beldades no serán nada coquetas ni cortesanas, y que las perfidias de los enamorados no les enseñarán a llevar dos corazones en un mismo pecho. En lo que hace al culto divino y a las ciencias que aprenderemos, he hablado ya bastante, pero, en cuanto a nuestros pasatiempos habituales, he imaginado algunos excelentes.

»Quiero que los más gentiles de entre nosotros representen casi todos los días una comedia. Nuestros temas se sacarán de poesías antiguas y, como los personajes se habrán dado a quienes sepan ya toda la historia de memoria, únicamente se les dirá el orden de las escenas y habrán de componer casi sobre la marcha lo que tengan que decir. Por lo demás, he inventado una forma de teatro sin igual. He visto a los comediantes del Hôtel de Bourgogne, he visto representaciones en los colegios, pero todo eso no era más que ficción: había un cielo de tela, una roca de cartón y la pintura intentaba engañar nuestros ojos por doquier; pero quiero hacer algo muy distinto. Representaremos nuestras obras en pleno campo y tendremos como teatro la gran tramoya de la naturaleza. No tendremos más cielo que el cielo verdadero; si un pastor ha de salir de un soto, saldrá de un soto verdadero; si debe beber en una fuente, beberá en una fuente de verdad; y así, al representar las cosas inocentemente, creerán estar viendo la historia verídica, de tal modo que los actores, animándose a sí mismos, harán suyas las pasiones que se les haya dado y los espectadores obtendrán tanto placer como asombro. No me cabe duda de ello si considero que tantas veces como vi representar comedias en París, aunque no fuesen tan inocentes como las nuestras, me conmovieron hasta el punto de imaginar que no era una ficción.

p. 280—Vistas las propuestas tan buenas que nos hacéis –dijo Clarimond–, dudo seriamente en creeros del todo; pero, en lo que concierne a vuestras comedias, las apruebo más que ninguna otra cosa que haya oído jamás. Para hacerlas perfectas quiero añadir de mi cosecha. Sabéis que hay comediantes que se hacen con ciertos personajes que no dejan nunca; por ejemplo, uno es el doctor, otro el capitán y otro el bribón. Todos los argumentos se construyen a partir de ellos, su condición no cambia nada, solo cambian sus historias. No deseo que lo hagamos así. Es absolutamente necesario que nuestra condición y nuestros trajes cambien si queremos representar fábulas antiguas; pero, en cuanto a la manera de hablar, no cambiará. Cada uno tendrá un lenguaje propio al que se acostumbrará de tal manera que no le costará nada encontrar lo que ha de decir; por ejemplo, uno hablará con alusiones y equívocos, otro con hipérboles, otro con metáforas y otro con galimatías.

A todos los que oyeron la propuesta de Clarimond les pareció sobresaliente, salvo a Lysis, que no la apreció desde el principio. A pesar de ello, Hircan le obligó a seguir la opinión del resto, de suerte que se dio a todos la libertad de escoger su lenguaje. Fontenay se quedó con las alusiones y los equívocos, Polidor con las hipérboles, Meliante con las metáforas y Clarimond con los galimatías, que es un estilo compuesto de agudezas y de juegos de palabras que oscurecen tanto el sentido que se es incapaz de encontrarle explicación. En cuanto a Lysis, dijo que tomaría un estilo limpio y pulido que llamaba estilo amoroso y apasionado. También se propuso el estilo pedante, las expresiones de París, los proverbios, las analogías, el estilo poético y algunos otros de los que decidieron servirse cuando fuera necesario. Las pastoras no formaron parte de los personajes que aparecerían en escena porque Clarimond había dispuesto que no se haría nada que no fuera grotesco y que no había que mezclar en ello a las damas. A Lysis no le pareció mal que se las dejara fuera, pues le apetecía mucho ver a hombres que hiciesen de mujeres y era lo que le parecía más cómico.

Solo se trataba ya determinar qué obra representarían para ponerse a prueba. Unos propusieron el rapto de Proserpina o el de Psique, otros el descenso de Orfeo a los infiernos, los amores Píramo y Tisbe, la conquista del vellocino de oro y la violación de Filomena185. Finalmente, Hircan dijo que a partir del día siguiente se representaría el rapto de Proserpina por Plutón, por ser una obra muy conocida y que se había llevado a escena a menudo, de modo que sería muy fácil. Se dictaminó que Polidor haría de Venus, que el apuesto Fontenay, acostumbrado a vestirse de mujer, haría de la bella Proserpina, que Lysis haría el personaje de Ciane, Clarimond de Aretusa186, Hircan de Plutón, Meliante de Júpiter y Philiris de Ceres.

No quedaba más que encontrar a un Cupido y Clarimond, considerando que Carmelin acababa de hacer el personaje, dijo que era tan bueno para serlo como si se hubiera mandado pintar a propósito. Como este era de una estatura muy pequeña al lado de Polidor, cuya madre había de ser Venus, opinaron que no se le podría dar nada más adecuado y Lysis inventó en su favor un nuevo estilo, que llamó el estilo infantil, pues le pareció muy apropiado a causa de sus simplezas habituales. Carmelin fue el único en oponer algo de resistencia al recordar que el personaje que le daban no le había sido muy favorable aún y que había sido el culpable de que lo hubieran golpeado esa tarde. Le quitaron ese temor de la cabeza y le aseguraron que la parte en la que querían meterlo solo le proporcionaría placer y honor. Un criado fue a buscar, pues, las Metamorfosis de Ovidio a casa de Oronte y Philiris y, tras leer en voz alta el argumento de la futura comedia, enseñó más o menos a cada uno lo que debía hacer. Como se había pasado el día entre tanta conversación, dejaron la boda y, mientras todos los del grupo de Oronte se retiraron con él, Hircan se llevó a los suyos hacía su castillo. Y ya estaban a punto de entrar cuando a Lysis se le ocurrió decir:

p. 281—Tengo un calor excesivo, no sé si proviene del tiempo o del amor que domina mi corazón: tengo unas ganas enormes de bañarme esta noche, ¿no hay nadie aquí que esté del mismo humor?

Sucedió que también Clarimond y Philiris tenían ganas de bañarse, así que dejaron al resto de la compañía para ir al río Morin. Estaba a media legua de allí y, sin embargo, hicieron el camino alegremente hablando de diversas cosas a Carmelin, que llevaban para que les guardara la ropa, aunque no hiciese mucha falta. Mientras se desvestían, Lysis, que no podía seguir ocultando el propósito que llevaba, les habló de esta suerte:

—Es cierto que me gustaría mucho bañarme, tanto para refrescarme un poco en esta estación que es todavía muy cálida como para limpiarme el cuerpo; pero, además, mi intención es ir a ver a las divinidades acuáticas que moran en este río. No le he dicho nada a Hircan porque estoy seguro de que habría intentado disuadirme, haciéndome creer que no soy un semidiós como lo fui otrora y que ya no me está permitido conversar con las personas de esa condición. No sé por qué motivo lo dice, pues en todas las historias tenemos muchos ejemplos de humanos que han hablado a las divinidades. ¿No será porque él las odia y quiere que las odie también? Y, en cuanto a los dioses acuáticos, puesto que les ha arrancado la barba, es seguro que no los quiere nada y, cuando le hubiera hablado de ir a verlos, no habría hecho intención de venir por miedo a recibir alguna afrenta. Yo, que soy uno de sus mejores amigos y he tenido pruebas muy buenas de ello, iré decididamente a verlos y, si puedo, haré que os abran su palacio de cristal.

El pastor se arrojó al agua a pecho descubierto nada más terminar estas palabras. Clarimond y Philiris, temiendo que se ahogara, se tiraron rápido tras él y consiguieron sacarlo cuando estaba ya casi asfixiado a fuerza de beber. Después de reconocer a medias su error, les confesó que no había manera de visitar ese día a las divinidades acuáticas y que no deseaban ser vistas, ya que no habían mandado abrir las aguas para hacerle un pasaje hasta su morada. Se lavó luego tranquilamente y se vistió con los otros sin hacer ninguna extravagancia. Solo dijo que estaba muy indignado por no haber podido hablar con los dioses de las aguas, porque quería pedirles, en relación con sus juegos dramáticos y para hacerlos más completos, si estarían dispuestos a representar una historia en la que se precisara que alguna deidad acuática apareciese en escena. Dijo también que había que buscar a las hamadríadas o, por lo menos, a los sátiros, sin los cuales no se podía representar ningún buen drama pastoril. No quería contar con imitaciones, como con las otras divinidades, porque había leído en la Pastoral de Julieta que estos faunos se aparecían fácilmente a los pastores y que raptaban incluso a las pastoras. Por otra parte, se imaginaba haber visto uno tiempo atrás y que era muy posible volver a encontrarse con uno verdadero.

Con esta idea rogó a Clarimond y a Philiris que regresaran a casa de Hircan y lo dejaran cerca de un soto en el que esperaba encontrar a divinidades campestres. Ellos, que tenían mucha hambre, se fueron sin más y lo dejaron con Carmelin, que habría preferido irse con ellos para no permanecer con su amo, cuyas fantasías no le agradaban. A pesar de ello, se quedaron juntos y Lysis empezó a hablar así:

—Hermosas hamadríadas, hadas divinas, que danzáis todas las noches al claro de luna, y vos, faunos lascivos, ¿no hay manera de que vea a alguno de vosotros?

Apenas había hablado así cuando divisó a lo lejos diez o doce antorchas que iban de un lado a otro.

—¡Ah, Dios mío! Son fuegos fatuos que quieren llevarnos a ahogar –exclamó Carmelin–. ¡Oh, mi amo, no los sigáis! ¡Que deje de ser el hijo de mi madre si no os pierden! Echaos a tierra si queréis ponerle remedio.

p. 282—¡Ah, cobarde! –dijo Lysis–. Quédate tranquilo: esta aventura está reservada para mí. Tengo que seguir esas antorchas porque veo que el cielo me es favorable. Es Ceres Eleusina que ha oído decir que mañana íbamos a representar su historia, desea asistir en persona e interpretar ella misma su personaje187. Ahí aparecen sus antorchas, ahí están sus verdaderas enseñas, por fin se han cumplido todos mis deseos. Vendrán a la tierra todos los dioses para representar ante nosotros lo que hicieron otrora, tal es así que aquellos a los que habíamos encargado su personaje lo dejan con toda modestia, reconociéndose indignos de conservarlo y contentándose con ser espectadores.

Dicho esto, corrió de un lado para otro con la idea de atrapar alguna de las antorchas, pero no permanecían mucho tiempo en el mismo lugar. Al final, se colocaron una tras otra y Lysis, pensando que esta vez las atraparía, redobló su carrera con tanto ímpetu que, al pasar entre dos árboles a los que se había atado una cuerda, dio una voltereta y cayó en un foso lleno de juncos y de cañas. Los que sostenían las antorchas eran los campesinos de la boda, que habían espiado todos sus actos y descubierto que él y Carmelin se habían ido a bañar con Clarimond y a Philiris. Llevaban el propósito de espantarlos y hacerles caer en trampas que habían dispuesto aquí y allá para intentar atrapar a los que les habían ofendido. Como algunos de ellos vieron a Clarimond y a Philiris entrar en casa de Hircan, pero no a Lysis ni a Carmelin, todos creyeron que estos se habían caído en alguna parte y se dieron por vengados. Así pues, aun cuando les habría gustado pegarles, decidieron dejarlos, convencidos además de que resultaría inútil buscarlos en la oscuridad. Carmelin, que había dejado de oír la voz de su amo, levantó un poco la cabeza y ya no vio las antorchas porque estaban apagadas, así que tomó la decisión de ponerse de pie e irse a buscar a Lysis. Lo llamaba en todas las direcciones cuando una voz quejosa llegó a sus oídos. Le pareció que era Lysis el que hablaba.

—¿Dónde estoy? –decía–. ¿Estoy en el potro infernal? ¿La barca de Caronte está ya cerca de mí?

—¡Ah, mi pobre amo –exclamó Carmelin–, decidme dónde estáis e iré a socorreros!

—Diosa Ceres –le contestó Lysis–, si me queréis mandar a los infiernos decidme al menos por qué motivo. ¿Es por entretener a vuestra hija Proserpina y enseñarle el arte pastoril?

Carmelin, que oía esas palabras tan fuera de propósito, para que lo reconociera su amo se mataba gritando que era su fiel Carmelin y, por fin, descendiendo con cuidado al foso, lo sacó de allí. Lysis lo tomó ya por lo que era y con él buscó el camino al castillo de Hircan, que encontraron después de muchos rodeos. Se quejaron mucho del accidente que les había ocurrido y Carmelin, queriendo aparentar que su miedo había sido tremendo, juraba que las antorchas que habían visto eran tan numerosas como las estrellas. Para consolarlos, mandaron encender el fuego y les dieron de cenar, luego les hicieron acostar a cada uno en una buena cama, en la que durmieron hasta el día siguiente.

p. 283Se levantaron todos temprano para estudiar los papeles. No hubo uno solo que no buscara en el estudio de Hircan los libros necesarios para aprender el lenguaje que había que mantener. El repartidor de galimatías hojeó los amores de Des Escuteaux y otros libros más recientes188. El hacedor de hipérboles escogió lo más florido que había para él entre una infinidad de libros, y así todos con ánimo de volverse doctos. Carmelin fue el único que demostró su ignorancia, pues, al no encontrar ningún medio para servirse de los lugares comunes que se sabía de memoria, no tenía nada en la mente que pudiera ser útil a su personaje. Polidor, que debía entrar en escena con él, le sermoneó y le aseguró que, además de lo que le enseñaba, la necesidad de hablar le proveería de muchos conceptos cuando llegara el momento de actuar. Se fio Carmelin y no se molestó en estudiar más. Después de almorzar, Plutón se revistió de una sotana negra, Júpiter de una casaca roja, Venus se vistió de verde, Ceres de amarillo, Proserpina de azul, Ciane y Aretusa de blanco y para el Amor opinaron que debía mostrarse completamente desnudo. Este dijo que eso no lo haría jamás y que era demasiado modesto para descubrirse delante de tantas mujeres. Así pues, se quedó solo en calzones y le ataron unas alas de ganso a la espalda; le colgaron un carcaj en bandolera y le pusieron un arco en la mano.

Entretanto, Clarimond se había ido a buscar el lugar más idóneo que pudiera hallarse para que sirviera de escenario en su comedia y descubrió uno cercano al bosque de Hircan. Hacia allí se dirigió todo el grupo, mientras que Oronte y toda su compañía llegaron para hacer de espectadores. Había un montículo que servía para representar la montaña de Erice, donde Venus apareció por vez primera. En los dos árboles que lo flanqueaban se había colocado una viga atravesada con un cable largo en el medio, al extremo del cual se había atado un bastón corto. Ordenaron a Cupido que se pusiera a horcajadas sobre él y luego empezaron a balancearlo de un lado a otro como si fuera en un columpio, con el fin de que pareciera volar. Al verse en el aire, se quedó tan sorprendido que empezó a gritar que iba a tirar el arco para tener las manos libres y agarrarse al cable, si no hacían algo para que no estuviera asustado. Le echaron entonces una cuerda con la que atarse y, tras pasársela alrededor del cuerpo con un nudo corredizo, un lacayo, que se había subido a uno de los árboles, la cogió del otro extremo. Luego, Venus lo miró y le habló de esta suerte en su lenguaje hiperbólico:

—Querido hijo, que no eres sino otro yo, ¿no quieres que una de tus flechas atraviese el cielo y la tierra, y sirva a esta gran máquina de tal forma que crean que tú solo la sostienes? ¿Son tus llamas las que han encendido el sol y los astros? ¿No han quemado ya a Neptuno y todas sus aguas? ¿Para conseguir la última victoria no tienen que ir a devorar las llamas de los infiernos? Ven a descansar en esta montaña, que es una columna que sostiene el cielo y alza incluso su cumbre más allá de esa bóveda para servir de trono a nuestra divinidad. Ven aquí, preciosidad, ya has cortado el aire con tus alas más veces que granos de arena tiene el mar. Ven, hijo mío, te limpiaré el sudor de la frente que forma un océano en el que podría conducirse una flota bastante grande para una guerra naval. No tardes, guapo mío, voy a enseñarte a tu tío, al que debes herir tan gravemente que su cuerpo sea todo él una llaga.

Venus se calló luego y todos los asistentes esperaban alguna respuesta buena de Cupido, cuando este empezó a gritar a pleno pulmón:

—¡Uf, amigos míos, socorredme, me ahogo!

p. 284Unos se quedaron sorprendidos y otros se pusieron a reír, pero todos miraron a Carmelin. El lacayo que estaba en el árbol tiraba de la cuerda tan fuerte que le apretaba el cuello más de lo razonable, de modo que le ordenaron que parara y el pobre Cupido, recordando un poco las tonterías que le habían aconsejado decir, habló de esta suerte con una voz tan clara como el sonido del cristal:

—¿Cuál es vuestro deseo, linda mamá? Si queréis que vaya a veros, prometedme que me vais a comprar un caballito de madera en la feria para que, cuando me canse de volar, pueda ir airosamente por el suelo. Me daréis también, si os place, un silbato nuevo, pues vendí el mío a Mercurio para que se sirviera en sus celestineos. ¿Qué deseáis de mí? ¿Queréis que os cuente lo que he perdido a las tabas contra mi hermano Anteros y vuestras tres Gracias? Jugué también el otro día al juego de los alfileres contra Ganímedes, pero es un tramposillo: quiere ganar siempre y, con el pretexto de que Júpiter lo ama, cree que todo le está permitido sin exponerse a los azotes y que podrá incluso ocupar mi puesto, desposeyéndome de mi antorcha; pero, cuando lo coja aparte, le voy a sacudir el polvo como dios manda y le diré a su maestro que hace siempre novillos; ya sabéis que va a aprender latín con Mercurio189. Hay muchas más noticias: os la contaré todas, pero, ¡ah, Dios mío!, me muero si no me bajan. Y pronto, amigos, sacadme de aquí o me lo haré en la camisa. Bajadme, bajadme. A fe mía, voy a estropear toda la ceremonia.

Después de que Carmelin hablara así, no sabían si lo que decía era de su personaje; pero, finalmente, gritó tan alto que debían bajarle que vieron que hablaba muy en serio y no como un personaje prestado. Lo sacaron, pues, del columpio y, de inmediato, huyó detrás de la montaña de Erice, donde se libró de la carga que le abrumaba. Pensaron que la agitación le había conmocionado tanto que le había sobrevenido el accidente de no poder controlar el vientre. Aceptado, pues, esto como disculpa, volvió alegremente y, trepando hasta el lugar donde estaba Venus, se fue a recibir sus caricias y besos. En esto, salió una llamarada desde los árboles y se oyó el ruido de algunos petardos, luego se vio llegar a Plutón en una carreta tirada por dos caballos negros que fustigaba a diestra y siniestra.

—Yo, que soy el hermano del Padre Altisonante –dijo en el lenguaje pedante que había escogido–, yo, digo, a quien la suerte dio la tiara del Aqueronte y la superioridad en el Averno, ¿tengo que soportar que la antorcha de Leto lleve los rayos de su cabellera dorada hasta el medio de mis sombras más opacas con los bostezos que acaba de dar la tierra190? Tengo que poner urgentemente un orden desmedido en este atroz tumulto.

Mientras Plutón profería estas palabras, llevaba su carro a uno y otro lado, y Cupido le decía entretanto a Venus:

—Voy a lanzarle mi flecha, ¿estáis contenta? ¿Lo hago? ¿Es el momento, madre?

Esta le hizo señas de que le parecía bien y, de inmediato, le dio en el tercer botón, lo que sorprendió mucho a Plutón, que habló de esta manera:

—¿Qué nuevo tiro acaba de herirme? ¡Ah! Fatuo celeste, ¿dónde voy a encontrar el bálsamo?

Al decir esto vio a Proserpina que preparaba ramilletes sentada a la entrada del bosque.

—¡Ay de mí! –exclamó–. Esta es la que ha aprisionado mi libertad en la cárcel de su inefable venustez. Quiero ser ya tanto su raptor como su amador.

p. 285Tras esto, echó pie a tierra y se fue a por Proserpina, a la que llevó hasta su soberbio carro y la tiró en él como un saco de trigo.

—¡Ay, cruel! –exclamó ella–. Deja al menos que lleve mis flores conmigo. Te lo imploro. Si quieres esperar un poco, me volveré luego al lazo que has querido tenderme. ¿Cómo quieres asirme sin rendirme*? No es seguro que seas mi raptor. No puedo doblegarte rogándote ni gritándote, ¡oh, ladrón!, que tanto daño me haces riéndote. Tus oídos no escuchan, pues mis tristes palabras dan fe de que sufro males tan fuertes o, más bien, tantas muertes.

A pesar de tan hermosas lamentaciones y otra ristra de alusiones, Plutón fustigó a sus caballos y los hizo volar como la tormenta para llevar velozmente a su bella amada hasta su infernal reino. Pasó por delante de un foso del que Ciane salió medio desnuda y con el cabello suelto como si acabara de bañarse, pero la carreta iba tan rápido que no pudo darle a Plutón la reprimenda que había premeditado. Pese a ello, no quería dejar de representar su personaje, así que corrió de un lado a otro para atrapar al dios de los infiernos. En lugar de ir al bosque, donde había entrado rodeando la montaña de Erice por detrás, se fue a un camino ancho en el que encontró otra carreta cubierta con una tela. Había dentro un hombre y una mujer que confundió con Plutón y Proserpina. Llevó a los caballos hasta el escenario, mientras el carretero se entretenía en orinar un poco más lejos.

—No irás más allá, ¡oh, ladrón de Plutón –exclamaba nuestro pastor Lysis, que hacía el papel de Ciane–, el amor prefiere la delicadeza a la fuerza! Había que conquistar a Proserpina con muestras de respeto y de cariño, no raptándola. Mientras tenga brazos pararé la violencia de tu carro y yo, frágil mujer, resistiré a un dios.

El carretero, que venía corriendo detrás de su carreta, se imaginaba que la mujer que se la había llevado era un fantasma, pero, al verse metido entre toda la gente que allí había, se quedó mucho más perplejo que antes y los que llevaba no lo estaban menos, ni dejaban de rogar a Ciane que les permitiera proseguir su viaje. Finalmente, el hombre que iba dentro de la carreta se armó de valor para bajar a repelerla. Al mirarla de cerca y escuchar atentamente su voz, exclamó enseguida:

—¡Ah, loco furioso! Así que eres tú con el que nos hemos topado ahora. Te hacía muy lejos de aquí y te vienes a presentar ante mis ojos en un estado más lamentable del que tenías en París y en Saint-Cloud. Aquí estás, disfrazado de bruja. ¡Ah, Dios! ¿Qué aflicción para nuestra familia? ¿Es preciso que este miserable nos deshonre a todos?

Anselme, que estaba entre el grupo de los espectadores, nada más ver al hombre lo reconoció como maese Adrian, el tutor de Lysis. Salió rápidamente de su sitio y se fue a saludarlo, rogándole que no se enfadara con su pupilo al ver lo que decía, que no era por locura, sino para cumplir con el personaje que se le había dado en unos divertimentos que estaban haciendo. Entretanto, Ciane se arrojó a su foso y comenzó a gritar así:

—¡Ay de mí! ¡Buen castigo tengo por mi temeridad! Mi sangre se transforma en agua, mis huesos se ablandan, no tengo nada que no se vuelva líquido. Plutón me ha metamorfoseado en fuente que llorará sin cesar el rapto de la bella Proserpina.

p. 286Al oírlo Adrian, no se dio por satisfecho con lo que le contaba Anselme; le dijo que era imposible hacerle creer que Lysis no fuera más insensato que nunca y que le mandaban hacer todas esas tonterías para reírse de él.

—¿Es que no veis –replicó Anselme– a seis o siete personas más, de condición noble, disfrazadas como él?

Y de improviso se mostraron ante Adrian, sin máscara, Hircan, Philiris y Meliante, a quienes la novedad de lo ocurrido les había forzado a salir del lugar al que se habían retirado. Comprobó que era gente muy sensata y se calmó un poco, imaginando que con ellos su pupilo no podía hacer daño alguno a propósito. Carmelin se acercó también con los demás y, al saber que Adrian no quería creer que estuvieran representando una comedia en ese lugar, le dijo:

—Yo mismo lo estaba también, señor, os lo digo para que no os quepa ninguna duda. Aquí está mi arco; mirad, ¿a qué es de buena madera?

Mientras se reían de esta simpleza, Philiris se fue hasta Lysis, vestido de diosa como estaba. Descubrió que tenía la mente tan trastornada que no podía darse cuenta de que acababa de encontrarse con su primo.

—Alma Ceres –decía esta ninfa Ciane hablando a Philiris–, ¿habéis ido ya por todas partes en busca de vuestra Proserpina con las antorchas encendidas? ¿Aretusa no os ha dicho que Plutón la retiene como esposa en el infierno? ¿No habéis elevado vuestra queja ante Júpiter, rey de los dioses?

—No estamos en eso –dijo Philiris–, venid rápidamente, es un asunto que os concierne.

—¿Cómo? –prosiguió Ciane–. ¿Se turba el orden de nuestra comedia? ¿A qué se debe que no continúe? ¿Quiénes son los perturbadores de nuestra alegría? ¿Es que no hago bien mi personaje de fuente? Se me antoja estar fundido en agua como azúcar en la boca.

—Os digo que ha llegado uno de vuestros parientes –replicó Philiris–, venid enseguida a saludarlo. Está preocupado por vos. Me parece haberle oído llamarse Adrian. Recordad un poco si lo conocéis.

Esta noticia emocionó a Lysis y, aun cuando estuviese acostumbrado a tomar todas las ficciones por verdades, el nombre de Adrian lo espantó de tal suerte que dejó de imaginar que el rapto de Proserpina pudiera continuar. A pesar de ello, se hundió en su escondrijo, no por creer que se había transformado en fuente, sino solo para no ser visto. Como Anselme deseaba que apareciera, fue hasta el foso con Adrian, que le dijo:

—¡Por amor de Dios! No os escondáis, primo, sé bien que sois vos.

Entonces, se vio obligado a salir de allí para saludar a Adrian y, luego, fue hacia la carreta donde estaba la mujer de su buen primo, que había tomado por Proserpina. Mientras le presentaba sus respetos y sus disculpas, Adrian le dijo a Anselme que le extrañaba mucho encontrarlos en Brie, cuando Lysis había asegurado que irían a Forez.

—Nos hallamos en esta región sin pensarlo –contestó Anselme– y creo que ha sido para contar con el placer de veros; pero, hablemos de vos, decidnos qué buenos propósitos os han traído hasta aquí.

—Voy de peregrinación a santa Burgundófora con mi mujer –respondió Adrian–, aunque yo no sea de los mejores de este mundo, hay que tratar de serlo.

p. 287—Hoy lo celebraréis, si os place, con nosotros –dijo Anselme–, proseguiréis mañana vuestro camino y estaréis tan temprano en Faremoutiers como si hubieseis dormido allí191.

—Me daréis por excusado –replicó Adrian–, volveré a subirme a la carreta, si no os importa.

—No será sin tomar algo –dijo Oronte–, tenéis que merendar con nosotros.

Tras esto, se trajeron allí muchas y buenas viandas y, como la comedia se había interrumpido, los actores y los espectadores se apuntaron al festín. Cuando terminaron, Adrian, su mujer y el carretero quisieron continuar el viaje, subieron a la carreta y preguntaron dónde residía Lysis.

—Está en tan buena compañía –respondió Anselme– que todos lo quieren tener consigo por turnos. Está ora en casa de Oronte, ora con Montenor, ora con Clarimond, pero tendréis siempre noticias nuestras en el castillo de Hircan, que no está lejos de aquí.

—Después de que haga mis devociones en Faremoutiers –dijo Adrian–, tengo que pensar en cobrar cierta suma que me debe un gentilhombre de la región, pero al volver, vendré aquí a recoger a Louis para llevarlo a París, pues creo que os causa demasiadas molestias. Adiós, señores y damas; adiós, primo; adelante, carretero.

El carretero arreó entonces a los caballos y toda la compañía deseó buen viaje al mercader y a su mujer. El único en quedar descontento fue Lysis. Le fastidiaba la promesa que había hecho su primo de volver a buscarlo y no sabía qué remedio darle. Clarimond lo consoló lo mejor que pudo e Hircan, queriéndole hacer pensar en cosas más agradables, le dijo que, visto que se había interrumpido el rapto de Proserpina y no parecía que se fuera a reanudar, había que representar al día siguiente la conquista del vellocino de oro.

—Este propósito es muy bueno –dijo Lysis– pero ¿dónde vamos a hacer el mar?

—Iremos a un estanque que está a un cuarto de hora de aquí –respondió Hircan.

—Vale más ir al río Morin –replicó Clarimond–, conozco un sitio en el que hay una islita que será la isla de la Cólquida.

—Excelente –le dijo Lysis–, tú harás de Jasón y Meliante hará de Medea; Hircan, que toca el laúd, hará de Orfeo, que acompañaba a los argonautas y los entretenía con la música. Yo seré Zetes y Philiris, Calais, hermanos gemelos ambos e hijos de Bóreas y de Oritía; y Carmelin hará del rey Fineo, un personaje que le conviene bastante, a mi entender, porque siempre está hambriento. En cuanto al resto de personajes como Cástor y Pólux, algunos otros argonautas y las arpías, los representará gente que no tendrá que hablar si no quiere192.

Como la idea pareció buena, la compañía se separó con la esperanza de pasar un buen rato al día siguiente. Cada uno de los actores se leyó la fábula de Jasón y pensó en las palabras que habrían de servirle a su personaje. En cuanto a Carmelin, dijo que solo quería hablar en adelante como docto, no como necio, y que quería dar muestras de su doctrina. Clarimond compuso con él todo lo que debía decir y le escribió un gran cuaderno que no hizo más que leer mañana y noche, por el deseo que tenía de hacerlo bien. Su estilo era la mitad proverbial y el resto solo fantasía.

p. 288Llegada la hora de las representaciones, todos los comediantes se vistieron y se fueron al río Morin, a donde llegó el resto de la compañía al mismo tiempo. Los únicos que actuaban eran los del grupo de Hircan porque parecían ser de humor más alegre y dispuestos siempre a contentar a los demás. Anselme, Montenor y Oronte solo estaban allí para mirar con las damas y algunos de sus amigos. Una vez que los espectadores ocuparon sus sitios cerca del agua, se plantó una mesa bastante cerca de ellos y, frente a ella, un sillón. Carmelin se sentó en él llevando un bonito batín, una falsa barba blanca y una corona de cartón azafranado. Estaba encantado de verse rey por una vez en su vida y, al ver a tres o cuatro criados que iban a poner algunos platos ante él, se ufanaba de que le sirvieran tan magníficamente. Recordaba bien que Clarimond le había dicho que no tenía que comer y que vendrían a quitarle todas las viandas, pero creía que era para burlarse de él y que no había peligro en tragar alguna porción si se podía. Apenas le había servido su escudero trinchante un ala de pollo cuando llegaron las dos arpías vestidas grotescamente193: una cogió el ala con los dedos y la otra robó la pieza entera con un gancho de hierro. El rey Fineo, viendo que se habían dado a la fuga, comenzó a hablar de esta suerte:

—¡Ah, cuán miserable príncipe soy! ¿De qué me sirve tener tantos escudos que los remuevo con una pala y los mido con un celemín194? ¿De qué me sirve tener tantas casas campestres que me nutren de toda clase de animales si no puedo comer a causa de estos abominables monstruos que me roban todo? No hacen más que matar para mí tiernos pollos, que sacrifican muy jóvenes para que yo viva más tiempo, y de todo eso no recibo nada más que humo. Mis cortesanos me hacen ver que la paciencia es la madre de la ciencia, pero un estómago hambriento no tiene orejas. En el estado en que estoy me comería un caballo, que la mejor salsa es el hambre*.

Dicho esto, el rey Fineo echó una ojeada a su cuaderno, que había puesto en la mesa para mirarlo de vez en cuando si le fallaba la memoria. Clarimond había escrito en él todo lo que debía decir, así que leyó en alto las palabras que allí se hallaban:

—Es preciso que Carmelin, que representa el personaje de Fineo, pida de beber en este momento. Que me den, pues, de beber, lo mando, ya que el escrito lo ordena –prosiguió.

Todos dieron en reír de tan graciosa simpleza, pero él, que solo pensaba en su provecho, se las arregló para coger rápidamente el vaso de las manos de los sirvientes, imaginando que, por lo menos, bebería si no podía comer; sin embargo, cuando iba a llevarse el vaso a la boca, llegó una arpía que le dio un golpe con la garra y lo rompió en mil pedazos. Eso lo encolerizó de veras y, a pesar de las instrucciones de Clarimond, decidió tragar algo. No bien le habían llevado una paleta de cordero cuando se lanzó sobre ella sin esperar a que le cortaran un trozo. La mordió incluso con tantas ganas como si quisiera devorarla de golpe, pero enseguida llegaron las arpías que se la arrancaron y casi le rompieron los dientes. Viendo que habían salido victoriosas, mandó traer un solomillo y, con un bastón que le cogió a uno de los sirvientes, les dio con fuerza en los dedos de esos monstruos cuando se aproximaron a la mesa, aunque no le habían enseñado a hacer eso para representar bien su personaje. A pesar de ello, las arpías se llevaron la carne y lo dejaron tan desconsolado que no quiso que le sirvieran nada más. Mientras gemía sobre la mesa, se vio venir a lo lejos un barco donde iban los Argonautas vestidos de bravos gentilhombres. Llevaban un remo en la mano, salvo Orfeo, que tocaba el laúd y cantaba una canción marinera que empezaba así:

Señores, tienen algo que mandar
Que este bajel ha de cruzar el mar.

p. 289Los demás le respondían a coro y componían una música muy hermosa.

Después de que el bajel arribara al puerto que estaba cerca de la mesa de Fineo, Zetes y Calais bajaron a tierra y fueron al encuentro del rey.

—¡Oh, hermosos jovencitos! –les dijo este–. ¿Qué viento favorable os ha traído a mis tierras? Sed bienvenidos y aún mejor recibidos. ¿No me libraríais de unas aves malvadas que roban todo lo que ponen en mi mesa para sustentar a mi persona?

—Gran rey –respondió Zetes–, la pluma nos ha salido de la espalda al mismo tiempo que la barba del mentón. Volamos igual de bien que el viento Bóreas, nuestro padre. Mandad traer la carne que sirve de cebo a esos monstruos y veréis quiénes somos.

Fineo ordenó entonces a sus sirvientes que le trajesen algo. Le pusieron un enorme capón en la mesa y las arpías no tardaron en venir de inmediato a robárselo, pero Zetes y Calais echaron mano a la espada y les dieron tanto miedo que las pusieron en fuga, corriendo tras ellas con tanta velocidad que bien cabía imaginar que volaban. Carmelin, entretanto, al mirar el papel, vio al margen una nota que le encantó y a la que no había prestado atención todavía. No pudo resistirse a leerla en voz alta tal y como la encontraba escrita:

—Es ahora –dijo– cuando el rey Fineo, liberado de las arpías, podrá comer a su antojo.

Comió luego con muchas ganas del capón y pronunció este discurso, mitad de memoria, mitad leyendo:

—¡Ah, qué deliciosos son estos platos tras un largo ayuno que me había encogido las tripas como un pergamino asado! ¡Qué placer obtendré de ahora en adelante al saborear viandas de las que había olvidado el gusto! No pensaré ya que mis criados son más felices que yo, como en el pasado, cuando comían hasta saciarse mientras que yo me iba de vacío.

Conforme decía esto, los hijos de Bóreas volvieron victoriosos, así que les dijo estas palabras que leyó una a una en el papel:

—Vaya, jovencitos, me habéis salvado la vida, pues me habéis devuelto el comer. Tened por seguro que este buen servicio no se pagará con ingratitud. Os haré levantar un templo tan alto como las nubes, en el que os adoraré todos los días como dioses salutíferos.

Al cabo de esto, gritó muy alto: «Fin», porque Clarimond había escrito esta palabra en el pie de su cuaderno.

Se retiró luego hacia los espectadores, que le aplaudieron tanto como si hubiera hecho maravillas, porque las faltas que había cometido eran tan graciosas que, si hubiera seguido las instrucciones que le habían dado, no habría resultado igual de agradable. En cuanto a los hijos de Bóreas, se retiraron al bajel que empezó a bogar y abordó la isla de la Cólquide, en la que se veía un vellocino atado a un árbol. Una vez bajaron a tierra los argonautas, Jasón, que asomaba muy por encima de los demás, empezó a hablar así en su galimatías:

—He aquí la tierra donde se halla la mayor riqueza del mundo y donde hay un mundo de riquezas. Veo ya relucir el vellocino de oro que, con rayo levemente radiante, hiere los ojos sin herirlos y nos hace vivir de esperanza al tiempo que morimos de temor.

p. 290Los demás argonautas respondieron a esto en distintos estilos y lo hicieron tan alto que podían oírlo bien los que estaban de este lado del río. Medea apareció un poco después con encantos que le robaron la libertad a Jasón. La abordó de inmediato con estas palabras:

—Hermosa alma de mi alma, deseo de mi deseo, morada de mis ideas, ¿cómo no vais a creer que mi independencia se ha inmolado en el altar de vuestra belleza? Desde que os conozco estoy maravillosamente enamorado de tan amorosa maravilla y no busco ya sino morir por vos de una muerte viviente que vale más que una muriente vida. Que si vuestra atractiva dulzura se muda en una crueldad tan cruel que me despreciáis cruelmente y que el poder con el que podéis curarme es impotente en su poder, no dudo de que mi infortunio amoroso y mi amor desafortunado me precipiten precipitadamente a un precipicio.

—Todas esas hermosas palabras –respondió metafóricamente la hechicera Medea– con las que enjaezáis vuestro lenguaje no pueden verter en mi mente la creencia en vuestro amor. No me dejaré adormecer por la suave almohada de vuestra perorata. Venís de una tierra que rebosa de mujeres más bellas que yo y no seré nunca tan presumida como para convencerme de que os hayáis quedado prendado de mi afecto. Por eso me imagino que hacéis ostentación de disimulo, pero mi razón lleva tan bien la guardia en el fuerte de mi alma que más vale que no esperéis tomarlo al asalto. Sé bien que si entrarais una vez lo pondríais todo a sangre y fuego y arrasaríais mi firme constancia. No tengo que seguir las banderolas de la locura ni dejarme llevar por encantos embaucadores que quieren hacerme caer en la trampa. Prefiero con mucho frecuentar una ribera dichosa para verme cuando quiera al abrigo de las desdichas.

Jasón y Medea, que eran personas muy capaces, prosiguieron durante bastante tiempo con sus discursos de hechura parecida a la que acabáis de oír. Si quisiera transcribirlos enteros, con toda la continuación de la comedia, supondría colocar un libro dentro de otro e importunar a los lectores con gentilezas ya anticuadas que no tienen tanta gracia en el relato como tuvieron la primera vez que se compusieron. Me contentaré pues con decir que Medea, tan prendada del mérito de Jasón como Jasón lo estaba de su belleza, le dio drogas para adormecer al dragón vigilante que guardaba el vellocino de oro. Se acercó al lugar donde se hallaba según la fábula, pero, cuando pensaba atraparla, apareció el dragón para espantarlo. Era una máquina de cartón que movía un hombre metido dentro. Jasón le echó encima cierto licor y, de inmediato, el animal se quedó tendido sin movimiento alguno, de suerte que fue a descolgar tranquilamente el precioso vellocino que deseaba y cogió a Medea por debajo del brazo para embarcarla en su bajel y llevarla a Grecia. Lysis, que lo observó, no quiso contentarse con las palabras que le habían aconsejado decir. Se fue a detener a Jasón asiéndolo por el brazo.

—No te vas a ir así –le dijo–, solo has cumplido la mitad de la tarea. ¿Crees que es tan fácil conseguir el vellocino de oro? ¿No has leído que, además del dragón vigilante, lo guardan también los toros de patas de bronce y astas de hierro? Has de encantar a esos animales y someter su testuz al yugo para hacerles labrar el campo en el que sembrarás dientes de dragón. Esta simiente fatal germinará en la tierra nuevamente regada de sangre y de veneno y luego saldrán hombres armados contra los que tendrás que combatir hasta que, al surgir desavenencias entre ellos, se deshagan ellos mismos. Será después de esos trabajos cuando te verás recompensado. Quédate, pues, aquí o te juro que ninguno de los argonautas te seguirá, así que manden traer a los toros.

p. 291—No tenemos aquí –dijo Hircan–, ¿pensáis que se puede representar cualquier cosa punto por punto? Nos dais argumentos demasiado difíciles. No hay comedia en la que no se omita siempre algo de la historia, o bien se hace creer que lo más difícil se ha realizado entre bastidores y se viene a contar luego sobre el escenario195.

—Esta moda no vale nada –dijo Lysis–, quiero que todo aparezca con llaneza. Hay que seguir mis consejos si se quieren hacer buenas migas conmigo. Ya se han estropeado todas nuestras obras a falta de una buena previsión. Que la próxima vez no olviden nada de lo necesario los que han de ocuparse de los preparativos.

Después de hablar así, Lysis se subió al barco y todos los que estaban en la isla también, pues, en efecto, toda la comedia había terminado. El desorden que se produjo era más agradable que el mejor orden del mundo y se divirtieron oyendo las quejas de Lysis, que no dejó de importunar el resto del día a Clarimond y a Hircan por no haber hecho traer bueyes a la isla. Lo apaciguaron finalmente con la promesa de representar todas las comedias con gran aparato o, en caso contrario, de no representar ninguna. A su juicio, una vez que se hubiera mandado confeccionar toda suerte de trajes, habría que escenificar todas las Metamorfosis de Ovidio una tras otra, y luego toda la Eneida de Virgilio y algunas otras poesías más. Imaginaron que sería un gran pasatiempo ver representar en son de burla tantas fábulas; no obstante, le dieron muchas largas a Lysis porque los cambios gustan mucho a todos y la compañía tenía la intención de ocuparse de otra cosa; además, era muy complicado representar tantas acciones distintas tal y como se las imaginaba Lysis, pues aun cuando se hubiera querido hacer bajar dioses del cielo, ¿de qué artificio se habrían servido? Y no se habría representado tan fácilmente como los infiernos, que habrían hecho en una cantera o en algún horno para fabricar ladrillos.

Nuestro pastor tenía un propósito aún más extraño. Quería que, para interpretar más llanamente una comedia, no se sirviesen de un solo escenario porque, decía, se representaban a veces cosas que habían sucedido en distintas tierras. Quería, pues, que lo que había ocurrido en un pueblo se hiciera en un pueblo y lo que había ocurrido en una montaña se hiciese en una montaña, aunque los actores tuvieran que caminar una legua para encontrar una; de modo que les habría costado a los espectadores seguirlos así, de un lado para otro, e ir con ellos, bien hasta el borde de una fuente, bien hasta un templo para verlos interpretar a su personaje. Eso es lo que quería hacer Lysis, y no edificar un escenario con castillos de cartón ni llamar al mismo decorado tan pronto Tracia como Grecia. Veis bien que con estas ideas extraordinarias su afán era acercarse a la verdad lo más posible, pero empezaban a aburrirse de tantas dificultades. Además, pensaban que, si se hubieran representado largo tiempo obras tan públicamente, habría venido la nobleza de veinte leguas a la redonda para divertirse y burlarse seguramente de tal generosidad que podía no ser del gusto de todo el mundo, pues le ocurría a esta historia verdadera como al sencillo relato que os hago, el cual no podría complacer a las mentes vulgares que no saben disfrutar de la burla auténtica. Algunos campesinos y burgueses que pasaban por allí se habían quedado ya a mirar la comedia de nuestros pastores y los habían dejado con asombro, creyendo que tenían todos algo de locura en la cabeza.

Abandonaron, pues, el placer de la comedia y a Lysis no le quedó otra preocupación que saber si su amada había visto algo, porque se le antojaba que no se había dignado en aparecer. Aunque no había salido de la casa, le hicieron creer que se había acercado a ver la conquista del vellocino de oro de pasada y que se había vuelto de las primeras.

—Bien sé que no le agrada nada de lo que hago –dijo el pastor–, pero ya que en todas mis acciones pasadas no ha encontrado pruebas de mi cariño, quiero que sea mi muerte la que se las haga conocer.

p. 292—Modera tu desesperación, pastor incomparable –dijo Hircan–. No debes poner fin a tu vida sin que lo quieran los dioses. Tienes que preservarte por el bien de los demás, que no has nacido solo para ti. Te hago saber ahora, sin fingimientos, que eres la paloma que debe convertirse en águila. Ha llegado el momento en el que debo explicarte mi profecía. Tienes que dejar el talante pacífico para adoptar una valentía marcial y solo por ti la amada de Meliante se librará de la prisión. Para hacerte entender cómo podrá hacerse, te informo de que te volveré tan invulnerable como Aquiles196.

—Si puedes hacer eso, docto mago –respondió Lysis– no cabe duda de que iré a todos los combates con más audacia que ninguno de los héroes que hubiera jamás.

—No me jacto de nada que no cumpla –replicó Hircan–, pero has de saber que no puedes poner fin a la aventura sin el pastor Carmelin, aunque el mago de la fortaleza encantada no haya hablado de ello: los dioses me lo han revelado. Por lo demás, el gentil Carmelin no podrá ser herido tampoco, pues no quiero serle menos favorable que a su amo.

Lysis y Carmelin, que confiaban en la palabra de Hircan, se imaginaron que disfrutarían mucho cortando monstruos en trozos con la condición de que no se vieran en peligro de recibir golpes. Tras despedirse de todos los que no se quedaban en la casa del mago, se fueron con él a su castillo. Solo se habló de valor durante la cena y el pastor Lysis, creyendo que se convertiría fácilmente en un valiente campeón, le aseguró a Hircan que no había profetizado nada más que la verdad y que estaba muy dispuesto a trocar el hábito pastoril por el hábito militar. Dijo que ya no seguía en el error, en el que había incurrido antaño, de creer que para ser feliz no había que llevar armas, teniendo en cuenta los valerosos actos de tantos héroes antiguos, que habían subido a los cielos por este buen camino.

FIN DEL NOVENO LIBRO

i En francés branle, antiguo baile de movimientos muy vivos, en vigor en los siglos XVI y XVII, que los danzantes ejecutaban dándose la mano.

ii En el texto se precisa que se trata de una courante, danza antigua cuya melodía, compuesta con una medida de tres tiempos, iba acompañada a menudo de una suite instrumental.

iii En el texto original se utiliza la antigua locución «ce n’est pas viande pour vos oiseaux», literalmente, ‘no es comida para vuestros pájaros’, a la que se le ha buscado el refrán más ajustado en español y que aparece en el Quijote en boca de Sancho (I.52).

iv Juego de palabras en el texto, en un cruce de réplicas que pretenden rimar, con el doble significado de rendre: ‘devolver’ y ‘rendir’ (homenaje, honores).

v En el texto original «il n’est saulce que d’apetit», es decir, ‘la mejor salsa, el apetito’. Cfr. Don Quijote: «La mejor salsa del mundo es la hambre; y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto» (II.5).

180 El juego presentado, de naturaleza netamente pastoril, va acompañados de una referencia explícita a dos obras extranjeras, muy relevantes entre los libros de pastores. Ambas contienen episodios similares: la italiana Pastor Fido de Guarini y la Arcadia inglesa, de sir Philip Sidney.

181 Andrómeda fue entregada por su padre, rey de Etiopía, a un monstruo marino para salvar a su país de la devastación. Perseo, que acababa de vencer a la Medusa, la vio encadenada, se enamoró de ella y obtuvo del rey el permiso para desposarla si derrotaba al monstruo; lo consiguió y se casó con la joven, pero en la boda Fineo, con quien estaba comprometida anteriormente, atacó al héroe y este lo convirtió en piedra sirviéndose de la cabeza de Medusa. Por su parte, los centauros, invitados a la boda de Pirítoo, rey de los lapitas, con Hipodamia, se embriagaron e intentaron violar a las mujeres de los lapitas: se desencadenó una batalla campal y los centauros raptaron a la novia.

182 Célebre poema de Pierre Ronsard que apela a una nueva Edad de Oro, que sitúa en las mitológicas Islas Afortunadas, en las cuales se han querido reconocer las islas macaronésicas, de las que forma parte Canarias.

183 Pueblos celtas o celto-germánicos provenientes de la península de Jutlandia que llegaron hasta la Galia, incluso al norte de Hispania, y amenazaron al imperio romano en el siglo II a.C.

184 Referencia a una tradición, aún vigente en casi todos los territorios francófonos. Con motivo de la Epifanía se toma una torta en la que se introduce un haba: la persona a quien le toca se convierte en rey o reina por un día, corona incluida. En el sur de Francia la tradición coincide con la del roscón de reyes español.

185 Entre las historias, todas ellas mitológicas, que se plantean representar los amigos de Lysis a instancias de este, se encuentran: el rapto de Proserpina por Plutón para hacerla su esposa y llevársela al inframundo; el de la mortal Psique por Eros para desposarla también; el descenso de Orfeo a los infiernos para recuperar a su amada Eurídice; los amores de Píramo y Tisbe, contrariados por sus familias, que acabaron con la muerte trágica de ambos; la conquista del toisón de oro por Jasón y los argonautas; y la violación de Filomena por Tereo, el marido de su hermana Procne.

186 Ciane y Aretusa eran dos náyades, ninfas del agua de la mitología griega.

187 Ceres, madre de Proserpina, es el nombre romano de la griega Démeter, diosa de la tierra cultivada y, en particular, del trigo. En su honor se celebraban en el mes de septiembre los misterios de Eleusis, en los que se unía simbólicamente con Zeus.

188 Nicolas des Escuteaux fue autor de un gran número de novelas cortas de amor y aventuras que contaron con notable éxito en el primer tercio del siglo XVII.

189 En la mitología griega, Anteros, hijo de Ares y Afrodita, según algunas versiones, habría sido dado como compañero de juegos a su hermano Eros, que se negaba a crecer solo; en todo caso, representaba el amor recípoco. Las tres Gracias o Cárites acompañaban a Afrodita y eran las deidades de la alegría, la belleza y la fertilidad. Y Ganímedes fue un príncipe muy hermoso que Zeus tomó como amante.

190 El Aqueronte es, en la mitología griega, el río que atraviesan las almas de los muertos para llegar a los infiernos y el Averno representa el inframundo. A la diosa Leto, madre de Artemisa y Apolo, se la representa con una antorcha llameante, como en el altar de Zeus en Pérgamo. También se asocia este atributo con Apolo, que lo habría heredado de su madre.

191 La abadía de Notre-Dame de Faremoutiers se halla a pocos kilómetros de la villa de Coulommiers, en el actual departamento de Seine-et-Marne. La fundó en el siglo VII su primera abadesa, de origen burgundio, venerada luego como santa Fara o, mejor, Burgundófora en español.

192 Se mencionan aquí a algunos de los argonautas, los guerreros que acompañaron a Jasón a la Cólquida para hacerse con el vellocino o toisón de oro: los gemelos Zetes y Calais, alados por ser hijos del viento Bóreas; Cástor y Pólux, gemelos también, conocidos como los dioscuros; y Orfeo, que contrarrestó con su música el canto de las sirenas. También aparece Medea, que ayudó a Jasón y luego se vengaría cruelmente, por despecho, con los hijos de ambos; y el rey Fineo, liberado por los argonautas de las Arpías, que le impedían comer.

193 El escudero trinchante era el «empleado de palacio que trinchaba, servía la copa y hacía la salva de la comida» (DLE).

194 El celemín es una «medida de capacidad para áridos, que tiene 4 cuartillos y equivale en Castilla a 4,625 litros aproximadamente» (DLE).

195 Esta es la opción que escogerá el teatro clásico francés por razones de decoro, a diferencia del teatro áureo español, en el que todo se mostraba en escena, muertes y duelos incluidos.

196 Aquiles, hijo de Peleo y de la nereida Tetis, fue uno de los héroes principales de la guerra de Troya y es celebrado por Homero en la Ilíada. Era invulnerable salvo en el talón: en él recibiría una herida que le causaría la muerte.