LIBRO XIII

Una vez levantado el mantel, el juez permaneció sentado junto a la mesa y varios otros se sentaron a su lado; en cambio, Clarimond se mantuvo de pie y, después de que Carmelin ordenara silencio como si fuera el oficial de justicia, este docto abogado empezó a hablar así:

—Si no hubiera quedado en el mundo más que una memoria confusa de tantos libros fabulosos como ha producido la antigüedad y se viesen únicamente los títulos en algún sitio, no tendría motivos para enfadarme contra algo que solo habría hecho daño en su época y no habría venido a perder también esta; mas observo ahora que las ensoñaciones más absurdas del mundo han vivido más que los que las tenían como artículos de fe y han llegado hasta nosotros a pesar de que nuestra religión las condene, así que no puedo evitar hablar de ellas y mostrar el poco juicio que hay en tomar tales despropósitos por oráculos. El mal debe perseguirnos infinitamente, pues no solo se aprecian esas viejas locuras, sino que se siguen encontrando todos los días hombres que quieren hacer otras nuevas a imitación de aquellas. Por eso, sin otra intención que la de servir al público y, principalmente, a algunos particulares que se complacen en leer semejantes obras, he resuelto demostrarles cuánto pierden el tiempo y qué despropósitos se encuentran en las novelas y en la poesía.

p. 381»Aquel que deseara mencionar a todos los poetas antiguos no acabaría hoy con su exposición: debo hacer frente únicamente a los principales de la compañía241 y traer el primero a Homero, que es llamado el príncipe de los poetas griegos. Basta con leer su Ilíada y su Odisea para encontrar todas las tonterías que se puedan imaginar reunidas juntas. No quiero alegar contra él que ha trastocado toda la historia y, en vez de sostener que los troyanos vencieron a los griegos, fingió que los griegos vencieron a los troyanos para honrar a su patria. Hay tanto que decir contra él que podemos olvidarnos de esto. Leed todas sus obras y encontraréis menos invenciones que en las de nuestros viejos caballeros de la Tabla Redonda. Todo el argumento de la Ilíada es, para abreviar, que, al quitarle Briseida a Aquiles, se quedó solitario en su bajel sin querer ya ir a los combates mientras los troyanos hicieron varias salidas contra los griegos y estos, que se llevaron la peor parte, recurrieron al hijo de Peleo, pero él no quiso tomar las armas hasta que resultó muerto su amigo Patroclo. Luego, venció a Héctor en combate singular y, tras atar el cuerpo a su carro, lo arrastró por todo el campo de batalla. A pesar de que el nombre de Ilíada parezca anunciar un relato entero del asedio de Ilium, que es una fortaleza que se toma por toda la ciudad, no pone ni el principio ni el fin y, si otros poetas no lo hubieran dicho, no se sabría gran cosa. Demostraba tener poca cabeza al no poner ni la causa ni el desarrollo de tantos vaivenes. Eso le habría costado bien poco: bastaba con que lo recitara un capitán veterano a algún bisoño; si apenas sabemos que pasó en un mes o dos de guerra, cómo saber lo que se hizo en diez años o más, pues dice que eso duró el asedio de Troya, lo que nos ha impedido saber cómo pudieron aguantar tanto tiempo unos y otros y qué buenas aventuras corrieron. Más habría valido que Homero se hubiera entretenido en hablar de eso que en empezar la Odisea.

»Y esto no es nada todavía, pues se puede decir que murió en la empresa o que se ha perdido una parte de lo que había escrito. Hay que conformarse si lo que nos ha dejado contiene algo loable. En lugar de hacer que transcurra en el Olimpo la guerra que sus dioses imaginarios quieren emprender unos contra otros, les hace venir a combatir entre los hombres. Les hace decir injurias uno a otro y cometer insolencias tan grandes que no sé cómo pudieron aguantarlas los griegos, que los adoraban. Como si griegos y troyanos fueran los únicos hombres del mundo, muestra a los dioses atentos solo a ellos. No hablan nunca de otros que podía haber en gran cantidad en toda la tierra y de quienes tenían la obligación de ocuparse. No piensan sino en hacer que se batan estos dos pueblos y que se junten en todo momento a este efecto, y, a pesar de que haya tantos de un bando como del otro, no tienen bastante ingenio para arreglar la disputa e impedir la ruina de los héroes más señeros que se hallasen entre sus tropas. ¿Acaso es un buen ejemplo para los hombres ver que Júpiter y Juno se peleaban sin parar, aunque fuesen hermano y hermana, marido y mujer? ¿Acaso es un bonito cuento el que le hace Júpiter a esta diosa cuando, para amenazarla, le pregunta si no recuerda el tiempo en que por estar enfadado con ella la había atado en el aire mientras colgaban dos yunques de sus pies? ¿Estaba bien mostrarla en tal estado y era digna esta invención de un dios? Era la manera de que su mujer creciera una toesa. Era también una gran borrachina: cuando estaba enfadada, Vulcano no tenía más que darle de beber para que se calmara, y ella sabía adormecer a su marido para llevar a cabo todos sus planes, pues, aunque era el rey de los dioses y de los hombres, no sabía lo que pasaba en el mundo mientras dormía.

p. 382»En cuanto a los ornamentos que hay en la Ilíada, veréis que son todos de la misma clase y que Homero no tiene otras figuras poéticas más que el símil, de modo que no sabría hablar del menor combate que se haga entre los ejércitos sin poner uno; y lo que es más ridículo es que todos tienen la misma forma. Veréis por doquier que a un hombre que cae herido de muerte se le compara con un árbol abatido por el viento o por el hacha de un leñador; y, lo que es algo más enojoso aún, es que casi en cada página vais a encontrar que algún héroe se lanza enfurecido contra sus enemigos y siempre se le compara con un animal salvaje que se lanza sobre un rebaño de ovejas o con algún ave de presa que ataca a las demás y se come a sus pequeños. Si no se encuentran en el libro parecidas comparaciones más de cuatrocientas veces, contando bien, quiero que no se me tenga nunca por sincero. Además, hay otras que no son tan frecuentes, pero no dejan de ser las más impertinentes del mundo. A los griegos que marchan al campo de batalla se los compara con grullas que vuelan en bandadas y, en otro lugar, al haber mucho ruido alrededor de Sarpedón, que acaba de ser herido de muerte, se le compara con las moscas que zumbaran alrededor de tarrinas llenas de leche o virutas de queso. Poco después, se halla la comparación más fea y sucia que se pueda decir: los que tiraban, unos contra otros, del cuerpo de Patroclo son comparados con los criados de un curtidor, que embeben de grasa una piel de buey para hacerla flexible y tiran de uno y otro lado con las uñas para estirarla curvándola.

»En lo que concierne al lenguaje de Homero, hay que dictaminar que no es de un griego muy puro ni muy elegante, pues, si ha habido siete ciudades que se han disputado sobre cuál iba a ser la que se consideraría la suya, es porque se sirvió de muchos dialectos diferentes, así que no se ha podido determinar de qué región era. Os dejo pensar qué gracia tendría si uno de nuestros poetas, para acomodar sus rimas y cadencias, mezclara palabras francesas, gasconas, picardas, normandas y de Champaña. Sin embargo, el príncipe de los poetas griegos, habiendo hecho algo parecido, no deja de ser apreciado por todos; me expondrán que autores muy famosos piensan haber adornado mucho sus discursos por haberse servido de algunos de los suyos; y, si se les pregunta por qué lo alaban, os dirán que es porque está lleno de sentencias, pero ¿qué sentencias son, a vuestro parecer? Por ejemplo, no es razonable que un príncipe, que tiene a su cargo a otros, se entretenga en dormir o en no hacer nada. Que Júpiter dé a conocer fácilmente su poder a los mortales haciendo reinar al que le plazca y que sea un gran honor para los hombres morir por su patria, ¿hay algún campesino que no pueda decir otro tanto? Todo aquel que sabe hablar bien puede hacerlo, pues la razón nos lo dicta palabra por palabra, sin echar mano de la filosofía y sin adornar su lenguaje con las flores de la retórica. Hay bastantes que se sirven de ejemplos sacados de Homero para discursos morales y políticos, como decir que Agamenón deseaba tener diez Néstor, que Diómedes deseaba un compañero para culminar su empresa y otras cosas parecidas. Lo aplican de diversas maneras a sus argumentos, pero ¿de qué le sirve esto a su recomendación? ¿Hay algo tan maravilloso en ello? Las cosas más ínfimas del mundo pueden ser igualmente apropiadas.

p. 383»Se me alegará que, aun cuando Homero no fuera apreciado por el lenguaje, debería seguir siéndolo por los excelentes preceptos que da a los hombres de guerra y que los lacedemonios, que solo se dedicaban a las armas, decían que era su verdadero poeta, pero que Hesíodo, que no trataba más que de las cosas campestres, solo era el poeta de los ilotas, sus esclavos. Los pedantes no dejarán tampoco de recordarme lo que tan alto hacen resonar desde sus púlpitos y que se halla escrito en tantos libros: que, habiendo encontrado una caja de caudales riquísima entre los muebles de Darío, Alejandro Magno no encontró nada más digno de guardar en ella que su Ilíada de Homero, que tenía siempre a la cabecera de su cama; pero, aunque fuera verdad, diré que el libro no por ello es mejor y que este príncipe se conformaba con él a falta de otro, pues, ¿es creíble que él, que era tan gran capitán, apreciara los discursos de guerra que habían sido escritos por un hombre que jamás había estado en ella y que habla de las armas con tanta imprecisión que un colegial deseoso de hacer una novela en estos tiempos no cometería tantas faltas de apreciación? ¿Puede haberlas más grandes que hacer que sus héroes cuenten largas historias sobre sus genealogías o hacerles mantener otras alocuciones en medio de los combates, cuando ni siquiera podían coger aliento para respirar y los demás que estaban en la refriega no les daban cuartel? ¿No es también un despropósito hacer que Helenus, al ver que a los troyanos les esperaba lo peor, advirtiera a Héctor de que encargara a Hécuba orar a la diosa Minerva? ¿Por qué no iba él mismo, ya que era profeta? ¿Era eso un motivo para que ese gran capitán dejase a sus soldados para llevar un mensaje, lo que habría podido hacer un simple escudero? Y, sin embargo, Héctor es tan bromista que regresa a Troya y aún se entretiene bastante tiempo en hablar con su mujer y ver jugar a su hijo mientras los griegos llevan a cabo una auténtica carnicería. Alejandro era demasiado grande de mente y de coraje para encontrarlo adecuado, y yo no podría imaginar que se creyera menos afortunado que Aquiles por no contar con una voz así que entonara sus alabanzas, visto que sabía muy bien que, si se hubieran descrito sus conquistas fabulosamente como las de Troya, no se habría creído ni la mínima parte. Y si hizo levantar una ciudad en honor de Homero, no hay tanta gloria en ello como se piensa, ya que hizo levantar una en honor a su caballo.

p. 384»Este poeta no tiene nada que pueda complacer a los grandes. Hace que los héroes cometan acciones indignas. Le dan vueltas al asador, ponen a cocer la marmita y son tan glotones que, para hacerles recordar su deber, sus capitanes han de hacerles ver que las mejores tajadas se dan siempre en los banquetes y que en ellos se les ofrece siempre la jarra totalmente llena. Se aprecia así que el bueno de Homero no ha guardado ningún decoro y, si queremos pasar a la Odisea, nos encontramos que cuando Ulises quiso salir de la isla en la que lo retenía Calipso, esta ninfa le hizo construir su navío como si ella, que era tan poderosa, no supiera hallar a alguien que hiciera ese trabajo en lugar de su amante. Pero es cierto que no solo era carpintero, también era ebanista, pues había hecho en su casa una preciosa cama de madera que había tallado con escoplo, como le contó a su mujer tras su regreso. La tal Odisea solo está llena de tonterías y el tal Ulises es un hombre tan necio que al oír a un poeta cantar los combates de Troya, en cuyo relato debía complacerse, puesto que había tomado mucha parte en ellos, no podía dejar de llorar. Con todo, su anfitrión Alcínoo estaba tan satisfecho de su persona, a pesar de haberlo encontrado desnudo como un gusano en el borde de un río, que le pregunta ya el primer día si quiere ser su yerno; es cierto que hace su propuesta muy alegremente y que demuestra no desear demasiado que la cosa se lleve a efecto, pues le dice al mismo tiempo que, si no quiere quedarse más, le dará un bajel para que se vaya. Se hallan muchas bajezas por todo el libro, no hay nada noble ni generoso: el tal Ulises relata historias tontas a su porquero y va a pedir limosna a la casa de su mujer; uno de los pretendientes de Penélope, diciendo que le va a dar su parte igual que al resto, le tira una pata de buey a la cabeza y, si este buen hombre empieza a contar algo, se pone a llorar abundantemente. Y deja de hablar, con el fin, eso dice, de que no se piense que es el vino el que le hace llorar. No sé por qué Palas, que estaba siempre a su lado, no mostraba de una vez todo su poder para devolverlo a sus cabales sin aguantar que hiciera tantas necedades.

»Al escuchar todo esto bien se ve que Homero, que ha sido el autor, solo era alguien que tocaba la viola para pedir pan de puerta en puerta y que pretendía describir una parte de su miseria bajo el nombre de un príncipe. Y si pensáis que omito las bellas invenciones que hay en la Odisea, veamos un poco si merecen que se hable de ellas. Ulises se encontró en Sicilia, donde Polifemo se comió a seis de sus compañeros. Le dijo que se llamaba Nadie, así que, tras saltarle el ojo, cuando Polifemo empezó a gritar y acudieron los demás cíclopes, le preguntaron quién le había causado el daño y no supo responderles sino que Nadie había sido, por lo que lo tomaron a risa creyendo que se había cegado él mismo. Ahí tenéis un cuento tan tonto e impertinente que los lugareños son muy capaces de hacerlos parecidos y os aseguro que las sirvientas más longevas de esta tierra hacen en ocasiones uno mucho más ingenioso a imitación de ese. En cuanto a la maga Circe, a cuyo palacio llega Ulises, no entiendo cómo hay hombres tan alelados como para hacernos creer que esa fábula era buena porque, al transformar a los griegos en cerdos, señalaba a los voluptuosos; y a Ulises, que se defendía de este encantamiento, lo señalaba como un hombre virtuoso y sensato; pero hay un secreto en el que ningún autor ha reparado: Homero cuenta que Ulises se acostó durante un año con Circe, ¿es esa la demostración de continencia que encuentran los hacedores de mitología? ¿Los que se habían limitado a beber una pócima agradable eran más censurables que el que cometía adulterio con una bruja?

p. 385»El poeta, queriendo después que las sombras de los muertos hagan su papel, le hace decir a Circe que Ulises tiene que ir a los infiernos a hablar con el adivino Tiresias para saber de qué manera había de salvaguardarse al llegar a su tierra: ¿cómo no pudo ayudarle ella misma, siendo hija del sol y docta maga? Comete, por otra parte, aquí un gran despropósito, pues, sin todas esas ceremonias, al pobre tonto le habría sido igual de fácil regresar a Ítaca que atravesar un mar espacioso que lo llevaba a la comarca de los cimerios, un camino horroroso y solitario por el que debía ir a los infiernos. Hay infinidad de cosas inútiles como esta en la Odisea, igual que en la Ilíada, donde Aquiles es avisado de su muerte por su caballo, y eso podría llevarse a cabo de otra forma y sin hacer hablar a un animal. En lo que concierne al encuentro con las sirenas, a Ulises, que tenía fama de ser tan sensato, ¿era necesario que lo ataran para abstenerse de ir con ellas? Por lo que se refiere al asunto principal de la historia, que habla de los jóvenes pretendientes de Penélope que la acosaban con tanto ardor, lo encuentro muy impertinente, pues, al tener un hijo tan mayor cuando se fue a la guerra veinte años atrás, ella debía contar cuarenta años por lo menos, así que no podía inspirar tanta pasión como Homero quiere hacernos creer. Se puede decir casi lo mismo de Helena: después de pasar diez años en una ciudad llena de desolación, su belleza debía haber menguado mucho y no había tantos motivos para poseerla.

—Ahora que os he dicho todo lo que se puede reprochar a ese poeta, es el momento de hablaros de Virgilio, que es en verdad más refinado por haber frecuentado a los grandes, pero no está menos libre de censura. No me meto con sus Églogas ni con sus Geórgicas, pues no es en ellas donde se ha mostrado más poeta ni ha hecho cuentos fabulosos; hay que ir directamente a la Eneida para mostraros que esta no merece la reputación que le dan: por una parte, todos saben que la casta Dido ha sido calumniada sin razón y que hay un gran error con la cronología, porque Eneas no podía ir a Cartago, ya que se fundó más de dos siglos después de la toma de Troya; por otra, afirmo que no hay en esta obra invención alguna que pueda deslumbrar. Cuando Eneas era batido por las olas, Juno le prometió una mujer a Eolo con tal de que hiciera su voluntad, lo mismo que le había prometido una al Sueño en la Ilíada. Eneas le cuenta a Dido la toma de Troya, donde se ve la estratagema del caballo de madera que es una agudeza muy burda, pero debe perdonársele a este autor porque la ha cogido de Homero, que habla de ella en su Odisea. Cuenta luego la navegación y cómo evitó los remolinos de Escila y Caribdis lo mismo que hizo Ulises. Si el griego fue a los infiernos, el troyano quiso ir también y no sé cómo no se encontraron allí. Los juegos de destreza que se organizaron en conmemoración a Anquises son los mismos que se hicieron en los funerales de Patroclo. Juturna ayudó a Turno en el combate y Venus a Eneas, pues los dioses no están menos interesados en todos estos asuntos de lo que lo estaban en la guerra de Troya.

p. 386»Para que la imitación sea mayor, igual que Tetis le dio un escudo a su hijo forjado por las manos de Vulcano, Venus le da uno al suyo. No os he hablado hasta ahora de ese escudo, aunque sea uno de los mayores despropósitos que Homero haya cometido jamás, porque me proponía hacerlo con el de Eneas para describirlos juntos. En el escudo de Tetis se veía el cielo con todos los signos que allí siguen su curso. Vulcano había grabado en él dos ciudades diferentes; en una solo se veían festines, bailes y bodas, y en la asamblea del pueblo había dos abogados que pleiteaban ante los jueces: uno decía que había pagado la deuda y el otro alegaba que no había recibido nada, finalmente acordaban resolver su disputa mediante arbitraje y el pueblo gritaba que estaba de acuerdo con que lo hicieran así; en la otra ciudad se habían levantado en armas las distintas facciones de los habitantes: unos estaban emboscados cerca de un río donde venían a beber los rebaños, eso cuenta Homero, y cuando los pastores se acercaban tocando la chirimía, se les echaron encima y, después de matarlos, se llevaron a sus bueyes y a sus ovejas. Al oír el tumulto, los demás montan a caballo y vienen a combatir con sus enemigos. Vulcano talló además en el escudo una cosecha y una vendimia con algunas otras lindezas de las que no hablo, pero ¿no se aprecia aquí un grabado bien descrito? Parece una verdadera historia más que una pintura y, tal como Homero la cuenta, habrá que creer que todos los personajes de los que habla caminaban dentro del escudo, se batían unos contra otros y hablaban tan alto que se les podía oír.

»No se halla menos falta de juicio en el escudo de Eneas. Virgilio quiere hacernos creer que Vulcano había incluido en él todo el destino del imperio romano y ved cómo lo representa: dice que se veía a la loba amamantando a los dos gemelos y, un poco más lejos, Roma con el rapto de las Sabinas; se veía también la guerra entre los dos pueblos y luego su acuerdo ante el altar de Júpiter; allí asaltaba Porsena la ciudad, Cocles hacía destruir un puente bajo él, Clelia atravesaba el Tíber a caballo, Manlio se hacía fuerte en el Capitolio y las ocas despertaban a los centinelas que dormían. El poeta lo describe como si todo hubiera sucedido el mismo día. Me gustaría saber cómo podría retratarse eso en el mismo lugar, pues la antigua Roma que Rómulo había fundado no estaba hecha como la del tiempo de los galos. Y luego está el medio de representar una ciudad ora llena de regocijo, ora de guerra, ora afligida por los etruscos y ora por los galos. Todas sus diversas caras no pueden retratarse y Virgilio da tantos detalles que para poder reconocerlos con la candidez con la que lo cuenta serían necesarias más de cincuenta separaciones en el escudo, como cuadros distintos, con el fin de representar los diferentes estados de la ciudad de Roma y algunos otros asuntos que sucedían más lejos, pero Virgilio no se preocupó de respetar este orden.

»Eso es lo que ha encontrado imitando a su predecesor y, si queremos hacer una búsqueda exacta, descubriremos que es digno de censura en muchos otros lugares. Dice que Vulcano forjaba un rayo compuesto de tres chispas de lluvia, tres chispas de nube húmeda, tres chispas de fuego y tres chispas de viento austral. ¿No es una inmensa tontería decir que un herrero trabaja en obras compuestas de cosas húmedas? Y no cabría perdonárselo respondiendo que se ajusta a los otros poetas, los cuales hablan tan variadamente de Vulcano que los dioses no llevan nada que no haya salido de sus manos. Hace armas, hace joyas guarnecidas de pedrería, hace carros y levanta casas, de tal forma que, echando cuentas, uno no podría descubrir nunca si es armero, orfebre, constructor o albañil. Así es como Virgilio falla al diferenciar las cosas, y no sé qué edad podía tener Ascanio cuando su padre se marchó a Italia, pues, aunque el poeta lo menciona normalmente como un niño que se lleva en brazos, le atribuye inmediatamente tanta fuerza y valor como a su padre. Además, nos embauca muy bien cuando habla del ramo de oro que tanto ha hecho sudar a los que explican las fábulas. Dice que el ramo era parecido al muérdago que crece en los robles y hace falta devanarse mucho los sesos para saber qué era, o creer infaliblemente que era el muérdago mismo.

p. 387»Quiero colocar a Ovidio a continuación de este poeta porque fue de su época y solo hablaré de sus Metamorfosis, que fue su obra maestra. No hizo con ello más que hacinar todas las fábulas que habían inventado quienes le precedieron y, si puso algo que no se hubiera escrito aún, son cuentos que le enseñaron las hilanderas de Roma. Empleo contra las distintas divinidades de las que ha hablado el tratado que hice del Banquete de los dioses, que, creo, ha leído el juez y varios de esta compañía también; y, por lo que se refiere a las distintas transformaciones, las he ridiculizado bastante en las explicaciones que he dado de vez en cuando en tantos lugares que nadie aquí las desconoce. No obstante, diré que, a pesar de que la metamorfosis solo sea una extravagancia, es menos censurable cuando parece que se le da un motivo pertinente, como decir que tal amante ha sido metamorfoseado en reloj de arena porque no habrá de tener descanso ni tras la muerte ni durante su vida; pero, cuando se hace transformar a un hombre en un árbol cualquiera y no se ha visto surgir una ocasión que se acerque a la verosimilitud, entonces merece ser despreciado.

»Así pues, veréis que Ovidio falla en esto casi en todas partes y, para contar sus tonterías, habría que citar su libro por entero. Solo voy a entretenerme con lo que parece más grave y más cargado de filosofía. Me refiero a la metempsícosis de la que se ha empeñado en hablar. Pone que Pitágoras afirmaba haber sido en otro tiempo Euforbio y que había reconocido en el templo de Juno el escudo del que se servía en la guerra de Troya; pero ¿cómo se le pudo aguantar tal despropósito sin reírse de él? No quisiera reprocharle que la transmigración de las almas de un cuerpo a otro es una falsedad: les permitimos esas licencias a los poetas paganos, pero es con la condición de que nos coloreen sus mentiras sin caer en contradicciones. Aquí tenemos una manifiesta, y no solo en Ovidio sino en todos los que cuentan lo mismo: aseguran que el dios Mercurio, queriendo que las almas que están en los infiernos vayan a ocupar nuevos cuerpos, hace que beban en el río del Olvido para que, al perder la memoria de los males que hicieron otrora en el mundo, no pongan dificultades en volver a él. Ahí se da uno cuenta de que Pitágoras no podía acordarse de los personajes que había interpretado antes y, aunque hubiera podido hacerlo, me habría gustado preguntarle por qué los demás no tenían el mismo privilegio.

»No me cabe duda de que la principal alabanza que se da a Ovidio es haber ensartado tantas narraciones diferentes; pero, al margen de todos los pedantes a los que he oído decir eso desde la infancia, sostengo que ese ensamblaje es justo lo más impertinente del poeta. Cualquiera que desee llenar un libro con distintos cuentos ha de establecer un orden y seguirlo siempre; por ejemplo, según la cronología, o bien tratar de cada cosa siguiendo los temas que se distribuyan en cada libro; pero Ovidio no ha hecho nada parecido. Sus cuentos no nacen naturalmente de sus metamorfosis: están clavados a la fuerza y se aprecia que se extravía en lugar de ir en línea recta; de modo que no hay memoria tan buena que, al leer su libro, no pierda de inmediato el recuerdo del asunto del que surgió el discurso en el que esté ocupado. Cuando se produce una metamorfosis hay alguien que cuenta una cosa igual de maravillosa y, tras su narración, el autor mete otra de su propia cosecha y luego le parece adecuado hablar de lo que pasó en todo el país al que ha llegado; al cabo, la continuación es tan mala que no podría leer su obra sin apiadarme de él y de tantos cegatos que lo aprecian. Hay algunos poetas latinos más de su época, pero no son famosos o bien solo han compuesto odas y epigramas que no causan mucho perjuicio.

p. 388»Está Ariosto*, que ha escrito una novela llena de invenciones absurdas: su historia imita las de los caballeros andantes y, a pesar de ello, contiene muchas cosas tomadas de las Metamorfosis de Ovidio. El caballo volador de Astolfo es el Pegaso de Perseo y ambos guerreros socorren a una joven expuesta a un monstruo. Cualquiera encontrará fácilmente otras relaciones. Por lo demás, el orden es tan malo que hay cincuenta cuentos amontonados unos sobre otros. El autor cuenta siete u ocho a la vez y os dejará a dos caballeros con la espada en alto, a punto de golpearse, para ir a ver lo que hace otro, y luego retorna a ellos para hacerles dar dos o tres espadazos y después los vuelve a dejar. Así es como nos hace languidecer con tonterías, y sus caballeros se transportan de un país a otro tan deprisa como si tuvieran alas todos sus caballos. En cuanto a Tasso, estamos en deuda con él igual que con Ariosto por haber hecho una fábula de nuestra historia. Este último lo hace con insensatez, pues, aunque esté obligado a hablar como cristiano en su Jerusalén liberada, no deja de hablar a menudo también como pagano y de meter en juego a las antiguas divinidades. Hay muchos que han mezclado las cosas con muy poco juicio, pero sostengo que hay que condenarlos a todos a la vez.

»Acercándonos a nuestro tiempo, os hablaré del poeta más célebre que haya habido jamás en Francia. Todos pueden imaginar que se trata de Ronsard y, por muy buena opinión que se tenga de sus obras, no puedo evitar atacarlas. Cuando vemos sus sonetos, poemas y elegías está todo lleno de absurdeces antiguas y, en cuanto a sus himnos, con los que se cree ha triunfado grandemente, coged el de las cuatro estaciones del año, que es el más apreciado porque hay fábulas de su invención. El padre y la madre que da en una de ellas al invierno no se los da a otra, y así les cambia de padres a las cuatro estaciones para acomodarlas a sus propósitos. Por lo que hace a su Franciada, se puede decir contra ella lo mismo que contra las demás poesías que hemos nombrado, pues si Virgilio imitó a Homero, Ronsard ha imitado a Homero y a Virgilio juntos, pero con una imitación tan vil y tan baja que no se le puede perdonar. Si Palas tapa a Ulises con una nube cuando va al encuentro del rey Alcínoo, y si Venus cubre igualmente a Eneas cuando va a encontrarse con Dido, Ronsard tenía que decir que esta diosa le hizo el mismo favor a Franción cuando fue a ver al rey Diceo, aunque no dice qué necesidad había de esconder así a este héroe. Franción sufre un naufragio en el mar como Eneas y sus buenas anfitrionas se enamoran también de él. Desdeña a las dos, aunque les ponga buena cara porque sigue pensando en el destino, que le advierte que debe fundar una nueva Troya. Es lo mismo que hace Eneas y, lo que es aún más ridículo, para imitar las tonterías de Homero, Ronsard no le haría dar tres pasos a su héroe si no fuese por orden de un dios. Tan pronto se disfraza Mercurio como Venus; los ve tanto durmiendo como velando; además, hay tantos augurios como avisos en los que se contiene todo lo que va a suceder, de modo que cuando le sucede, eso se repite una y otra vez si se lo cuenta a alguien, lo cual resulta tan aburrido que solo se puede leer con pesar. ¿No se aprecia que es siempre la misma invención, que se pone a falta de otra mejor? Además, ¿no es un despropósito, incluso entre los paganos, pretender que los dioses vayan tan prontamente de un lado a otro para socorrer a un mortal?

p. 389»A todos estos poetas les basta con que hagan una plegaria aquellos que se han propuesto honrar, para poner que se oyó inmediatamente un trueno a mano izquierda y demostrar que Júpiter se la concedía. El trueno no les costaba nada en ese tiempo, sin importar la estación en que estuviesen. Ronsard quiso añadir también comparaciones y descripciones como aquellos que tomaba como modelo, pero, a pesar de que sea lo más apreciado por algunos, es lo que menos aprecio yo. Se entretendrá en describir con detalle el ruido que hace un hacha al golpear contra el árbol, el sinnúmero de tablones que se sierran para construir navíos, cuántos clavos se ponían y el trabajo que costaba botar estos barcos al mar. Eso es muy mecánico y me gustaría mucho más que se hubiera entretenido en describir las distintas pasiones de los hombres y otras cosas de importancia; habría sido más provechoso para los lectores. No os he dicho si tiene malas rimas: es tan respetuoso que no se podría dictaminar si el hijo de Héctor se llamaba Franción o Francus, pues, para sacar la rima con Venus*, pone a veces Francus y, para sacarla con nación, pone a veces Franción. No os diré tampoco si los versos están bien o mal compuestos, ni si hay faltas de sintaxis: soy un enemigo tan delicado que no quiero perseguirlo con tanto rigor.

»Hablemos únicamente del propósito que tuvo Francus, o Franción, de conocer el porvenir, no yendo a los infiernos, sino haciendo que la maga Hyante evocara las sombras. Esta hace venir a sus sucesores, todos los reyes de Francia: esa es la invención que encontró Ronsard para ensartar toda nuestra historia en su Franciada. Forma ya un grueso libro y solo habla de la primera dinastía, así que habría necesitado al menos dos libros para las de Pipino y Capeto. Habría tenido una extensión muy aburrida y una desigualdad muy notable; además, ¿por qué se creía obligado a mezclar nuestra historia con las fábulas? Visto que han tratado de ella tantos autores, habría bastado con decir que Hyante le contó al hijo de Héctor algunas hazañas de Faramundo, de Clodión, de Meroveo y de otros reyes. ¿No se muestra más historiador que poeta? Y si se me argumenta que esta maga tenía el poder de predecir palabra por palabra las cosas venideras y que, por consiguiente, hay que hacer que las cuente, ¿no puedo responder que no es verosímil que una persona poseída de furor divino, como lo estaba ella, pueda hablar en términos tan claros y con todas sus consecuencias, como si hablara de algo pasado cuya historia supiera de memoria? Las profecías mayores y más creíbles que hayan existido no tuvieron nunca ese orden y siempre se encuentra en ellas oscuridad, con el fin de que aquellos que las conocen no les quiten valor y confiesen que tendrán siempre necesidad de Dios, bien para explicar lo que entienden solo a medias, bien para ayudarles a conseguir lo que les han revelado.

»Después de todo, no acabo de comprender cómo puede ser que Hyante, que es pagana, hable de Jesucristo, de Iglesia, de bautismo y del desprecio de los ídolos como si fuera ya cristiana, y luego me asombra cómo Francus, al que se lo cuenta y que admira tal novedad, no le pregunte qué quiere decir. Si Ronsard hubiera obtenido las pensiones que deseaba, habría seguido componiendo cosas hermosas. Le tendríamos que estar agradecidos por traer al hijo de Héctor hasta las orillas del Sena, para que levantara allí la ciudad de París en recuerdo de su tío. Es una bonita imaginación suponer que quisiera darle a su ciudad el nombre de quien había causado la ruina de toda su patria y de toda su familia: le habría dado más bien el nombre de Héctor242. Ronsard no tenía ninguna necesidad de defender con su poema la ridícula opinión de algunos cronologistas estúpidos, los cuales pretenden que los franceses desciendan del tal Francus, a pesar de que el nombre sea más alemán que frigio y de que no se pueda asegurar si hubo siquiera un Héctor y si fue tomada Troya.

p. 390»Después de este poeta hubo en Francia infinidad de ellos, de todas las clases, pero, como solo han hecho obras menores y, sin inventar ninguna fábula, han recuperado las fábulas antiguas, empleo contra ellos los argumentos que he alegado para conseguir que se desprecien todas esas ficciones; por ejemplo, que hay que dejar a los antiguos imaginar a su antojo y, si queremos hacerlo al nuestro acomodándonos a nuestra época, como ellos se acomodaron a la suya, habría que llevar a los dioses en carroza o en litera, en vez de darles un carro; y habría que fingir que Cupido nos hiere de un escopetazo, en lugar de un flechazo, aunque esto no le vendría mal, pues nos abrasa el pecho y es más verosímil ser alcanzados por una bola encendida que por una flecha, cuya punta sería solo de hierro o de algún otro metal. Así es como los nuevos poetas podrían adaptar las viejas poesías, contra las cuales quiero decir brevemente, además, que no encuentro en ella regla cierta y no sé cómo pueden ser inmortales los dioses si los hay expuestos a la vejez. Me extraña también que Apolo sea joven todavía, visto que Saturno ha envejecido tanto y, al oír hablar de dioses y semidioses, me cuesta mucho imaginar cómo se puede ser dios a medias. Los distintos signos que los poetas han colocado en el cielo me llevan igualmente a la fantasía: desearía saber si creen que no había estrellas en el cielo antes de las metamorfosis que cuentan.

»Y, si alguno me reprocha que espulgo la poesía con demasiado detalle y que yerro al querer ridiculizarla porque sus fábulas son otros tantos misterios y no hay nada que no tenga un significado escondido, responderé que se encuentra todo lo que se quiere alegóricamente en cualquier narración y que una mente inventiva le puede dar a un mismo tema diez mil explicaciones; pero que eso no quiere decir que el poeta pensara esconder verdades tan hermosas en sus fábulas. Con todo, aun cuando reconociera que los poetas hubieran pensado en ocultar algunos secretos, negaría que alguno hubiera salido con bien de ello. Sus ficciones están demasiado entremezcladas para encontrar algo cierto en ellas. Podrán proporcionar un mito al comienzo de una fábula para darle ese aspecto a algo de primeras, pero no se encontrará el resto o bien supondrá una gran contradicción. Cuando Homero dice que Júpiter abraza a Juno y que con ellos se renueva la primavera, los que se ponen a explicarlo dicen que Júpiter es el cielo y Juno el aire, y que cuando el aire se calienta por el calor del cielo, salen las hierbas de la tierra como los hijos de ese matrimonio. Esa es una explicación fácil de dar, pero ¿cómo van a continuarla? ¿Por qué el aire quiere tanto mal para los troyanos? ¿Por qué Neptuno, que es el mar, es también su enemigo? ¿Es porque Laomedonte no le pagó por el trabajo que se tomó en levantar sus murallas con Apolo, que es el sol? ¿Qué extravagancia es esa de decir que el mar y el sol han levantado las murallas de una ciudad?

p. 391»Pero veamos si Virgilio encuentra algo mejor. Eneas es hijo de Anquises y de Venus. Sería una gran vileza tomarse esto al pie de la letra. Habría que creer que una diosa se habría entregado a un mortal, pero me permito decirle al mitólogo que se ha tenido a varios mortales por hijos de dioses o de diosas, no porque los hubieran engendrado carnalmente, sino para dar a entender que se habían dedicado a las cosas que están bajo el poder de esas divinidades. Así, a los valientes se les ha considerado hijos de Marte; a los buenos músicos, hijos de Apolo y de las Musas; y a los buenos borrachos, hijos de Baco; se dice incluso que Eneas era hijo de Venus porque estaba entregado al amor. Eso va muy bien para el principio, pues esta diosa hace que Eneas arribe a Cartago, donde le permite gozar de Dido y después le promete otro reino y otra mujer; pero, cuando aparece en los combates para socorrerlo y lleva a cabo otras acciones que no conciernen en nada al amor, ¿qué explicación se le puede dar, visto que Venus ha sido apreciada siempre por el placer que se experimenta en el goce amoroso? Así, todo el sentido que le han dado a las fábulas bien los físicos, bien los filósofos morales, responde a una mentalidad cerrada, cuando no es porque toman las obras por piezas según su fantasía; pero, aunque lo hicieran tan bien que pudiese servir para algo, no estaría justificada la extravagancia de los poetas. Basta con lo que he dicho para dar a conocer lo absurdo de tales explicaciones y es una regla que puede enseñar a encontrar todas las demás.

»Es momento de hablar de los poetas que tenemos hoy, los cuales no inventan historias, a decir verdad, porque solo serían capaces de hacer sonetos y cancioncillas. No hay que decir contra ellos sino lo que dije una vez cuando se me vio sostener que sus encantos, sus atractivos y sus destinos eran los adornos más hermosos de sus obras junto con algunas antítesis e hipérboles. Pues bien, os aseguro que han llegado ahora al extremo de la sutileza y no podrían escribir nada ya que no hayan tomado a sus compañeros. Únicamente disfrazan las cosas y, cuando los vemos componer, nos dan la imagen de que su poesía es como un viejo jubón al que los ropavejeros le han dado la vuelta y han raspado tantas veces que uno no sabe ya por qué lado ponérselo. Unos dirán que los ojos de su amada son antorchas que alumbran el día de su muerte y otros que son soles que les proporcionan el día y la vida. Se encuentran a menudo pequeñas contradicciones en sus agudezas, que acomodan de todas las formas para que convengan el tema. Bien se ve que todo eso es una pura tontería y que es un oficio apropiado solo para los holgazanes, lo mismo que el amor. Además, tenemos ahora otro género de libros contra el que me he decidido a hablar. Estos libros se llaman novelas y son, propiamente, una poesía en prosa. Los hay de infinidad de formas. Los primeros que se vieron en Francia solo estaban llenos de caballerías, pero son monstruos que no quiero combatir: ya los hemos vencido y estoy seguro de que nadie de esta compañía los aprecia. En vez de encantamientos, hay libros en los que se encuentran cosas que pasan por verosímiles y hay, a mi parecer, uno sobre el que se han formado todos los demás: es la novela de Heliodoro.

p. 392»Esta ficción en forma de historia no está exenta de las fantasías de los antiguos poetas; todos los que aparecen en ella son advertidos en sueños de lo que deben hacer, como si bastara con silbar para tener sueños bonitos. El tal Cnemón del que habla Heliodoro es en mi opinión un impertinente. Intenta siempre imaginar las cosas que le cuenta Calasiris como si fueran presentes y, no contento con haber dicho que las ceremonias de un aniversario no han pasado para él y con hacer que se las muestre el bueno del anciano, le sigue molestando después de decirle que hizo el encargo en vano porque teme tanto por Teágenes como por los que estaban presentes. Repite demasiadas veces esta sutileza para que resulte agradable y, con el fin de tener ideas parecidas a las de Cnemón, diremos que nos da tanta pena oírle como al sacerdote Calasiris. Lo cierto es que este joven griego era un hombre muy despreciable; aunque Heliodoro lo haga hijo de un areopagita, nos da a pensar que era más bien flojo de mente. Tiembla de miedo a cada momento y no tiene más valor que una mujer; pero, en verdad, no le faltaba mucho para ser más valiente que Teágenes, el protagonista de la historia. Este no lleva a cabo acciones valerosas y no me parece adecuado en su historia el asedio de Siené, ni el combate de los persas con los etíopes, ya que no toma parte en ninguno de esos grandes asuntos y no es sino un pobre esclavo atado con cadenas; en cambio, le habría resultado fácil al autor emplearlo en las mejores hazañas de guerra para darnos verdadero contento. Heliodoro olvidó también perfeccionar su historia: debía hablar de los padres de Teágenes al igual que de los de Cariclea, y el rey de Etiopía entrega a su hija en matrimonio a un desconocido que no recibe noticias de su país.

»Esta historia merece ir acompañada de la de Dafnis y Cloe. El autor hace a estos jóvenes tan tontos y a la vez tan sagaces que no hay nada verosímil en ella; pero, lo que me indigna principalmente es que creo que este libro dio pie a varios para que quisieran hacer otros libros de pastores, y os aseguro que lo han imitado tan bien que todos hacen que sus pastores no conozcan ni a su padre ni a su madre, al igual que Dafnis y Cloe que, siendo pequeños y en la cuna, se los llevó el desbordamiento del río, así que los encontró un hombre que los crió. Comprobad si Baptista Guarini en su Pastor fido no es tan tonto como para usar la misma invención y si infinidad de otras no lo siguen haciendo, como si fuera esencial en los libros de pastores haber sido perdido en la infancia. Los españoles los tuvieron antes que nosotros; Montemayor les dio su Diana, en la que no hallo orden alguno. Es más, no veo en ella más que encantamientos de Felicia: esta bruja tenía una habitación en la que Orfeo permanecía encantado, a pesar de que los poetas digan que lo habían desmembrado las bacantes de Tebas. Tocaba la lira y enseñaba cantando a los pastores quiénes eran las estatuas de las damas que se veían a su alrededor: eran princesas de España de las que el autor conocería todas sus vidas, y es esta una sutileza de las que se sirven cantidad de autores que hacen contar como profecía lo que es de su tiempo. Adivinan cosas cuando ya han sucedido.

p. 393»Es verdad que el primero de nuestros pastores franceses, que es Ollenix de Mont-Sacré, no incluye nada parecido en su Pastoral de Julieta, pero más le habría valido imitar eso que haberlo hecho todavía peor. Divide su libro en jornadas y hace venir pastores a los prados y a los sotos sin hablarnos del lugar al que se retiran ni de la forma en que viven. Hay bastantes sátiros que preparan emboscadas a los pastores, pero se le perdonará también esto, pues se puede decir que quiere hablar como los poetas, que introducen tan fácilmente a estos dioses campestres en los bosques como a jabalíes o ciervos. Hay que tener cuidado únicamente con lo que obliga a hacer a aquellos de quienes describe los amores. Sus pastoras son las más descaradas del mundo: no solo descubren sin modestia su pasión a los pastores, sino que corren tras ellos por montes y por valles y quieren tomarlos a la fuerza. Sus discursos y sus versos son tan abominables que, en cuanto leo una página, es suficiente para ponerme de mal humor quince días si no tomo rápido un antídoto. No hay en ellos otras aventuras sino que los pastores y las pastoras se rehúyen o se buscan pero, en recompensa, tras reunirse en un lugar, hay alguien que cuenta una historia cada día. Aunque son a menudo pastoras las que cumplen con esta tarea, estas citan atrevidamente a los autores griegos y latinos (como si fuera creíble que personas rústicas y, encima, mujeres, hubieran leído tanto); más aún, dan siempre buenos ejemplos de los filósofos y de otros hombres ilustres. El autor, sin tener en cuenta tampoco que las ha hecho paganas, les hace hablar de varios personajes de la Biblia; por ejemplo, una dice que igual que Tobías, ciego y despojado de todos sus bienes, fue por mediación del ángel más dichoso que nunca, así el pobre enamorado del que habla obtuvo la felicidad gracias a su paje, que Dios resucitó* para socorrerlo.

»Es cierto que Ollenix respeta también mucho la cronología. Aunque pareciera, por toda clase de motivos, que su Pastoral fuera tan antigua como el nacimiento de Júpiter, ya no se vive en Arcadia, como dice, y las bonitas historias que cuentan sus pastoras ocurren, además, en nuestra época: una en Venecia, otra en Florencia y otra en Barcelona, y hay incluso una tan reciente que sucede durante el reinado del gran rey Francisco. La pastora que habla elogia a este príncipe como si lo hubiera conocido, lo que es un despropósito, pues, aunque el autor no se equivocara en el tiempo, seguiría equivocándose porque personas salvajes como las que introduce no podían conocer tan bien las noticias particulares de Francia, que les quedaba tan lejana. Después de faltas de juicio tan insignes y de haber profanado pasajes de las santas escrituras, como ha hecho alegándolas inoportunamente, creo, señor juez, que, si este autor estuviera todavía con vida, no se le habría de conceder otra gracia sino la de enviarlo a galeras por haber empleado tan mal su tiempo.

»Inglaterra ha contado también con su Arcadia, que nos ha llegado hace poco gracias a la traducción que se ha hecho. No hallo ningún orden ahí dentro y hay muchas cosas que no me pueden satisfacer. Al comienzo mismo se encuentran quejas del pastor Strephon y del pastor Claius por la marcha de Urania, sin decir quién es ni a qué lugar ha ido. Ahora bien, un autor solo ha de comenzar su libro hablando de las personas principales de la historia, cuyas acciones quiere hacer valer por encima de las demás; sin embargo, este ya no habla luego de esos dos pastores, como si no los hubiera nombrado, y aunque los haga venir a participar en los juegos ante el rey Basilio, eso no me sirve de nada, ya que no se ve el final de sus aventuras y los versos en que hablan de sus amores son tan oscuros que se toman como oráculos de una sibila. Es verdad que Sidney, al morir joven, pudo dejar su obra imperfecta, pero no tenemos que sufrir las consecuencias de ese infortunio y vernos forzados a considerar algo perfecto porque pudo ser tal.

p. 394»Nada me impide hablar ahora de La Astrea, que coloco después de la Arcadia por ser una obra más reciente, a pesar de que no viéramos la otra tan pronto. La última vez que su autor vino a París fui a visitarlo con algunos conocidos y comprobé, en efecto, que lo que me habían dicho de su virtud y de su ingenio estaba por debajo de lo que veía en él, pero ¿acaso no puede ocurrir que las personas más excelentes dejen salir de sus manos obras en las que se encuentre algo que reprochar? Si quisiera explayarme aquí, ¿creéis que iba a quedarme mudo? ¿Parece oportuno que el libro se llame La Astrea, visto que en todos los volúmenes se habla más de Diane, de Galathée, de Silvie y otras, más que de esa pastora? Si Hilas habla en serio dando pruebas de una inconstancia superlativa, ¿no hay que reconocer que está loco en grado máximo y, por consiguiente, no se le desprecia tanto como se debería? Y, si me hacen creer que no está loco y que solo está de buen humor, responderé que es un error no haber deslizado alguna palabra entre tan amplios discursos y no habernos quitado los escrúpulos que nos producían las discordancias de su mente. En cuanto a Silvandre, pongo en duda si son siempre buenas las razones de su filosofía y si no responden en ocasiones a las fantasías más sutiles de Platón. Todas las historias que se cuentan en ella pertenecen a personas forasteras, pero vienen todas a Forez por la misma invención: siempre es un oráculo el que las envía. Hay, asimismo, en ciertas partes discursos muy largos y me habría gustado que el autor no los hubiera hecho y se hubiera entretenido más bien en acabar toda la obra; entonces habríamos dado un dictamen más sólido. No obstante, de lo que hemos visto hasta ahora, puedo afirmar que no es creíble decir que en Forez había pastores tan civilizados en tiempos de Meroveo, visto que las historias nos enseñan que todos los galos seguían siendo en esos tiempos muy salvajes. Con todo, el libro está tan en boga que he oído decir varias veces a Lysis y a sus compañeros que era el breviario de los enamorados.

»Se han escrito otras novelas que no hablan de pastores, sino de príncipes y de gentilhombres. Tenemos Argenis, que es un libro al que no estoy dispuesto a concederle la reputación que algunos le han querido dar. Veis al comienzo que el universo no había adorado aún a Roma ni el océano había cedido aún ante el Tíber cuando, en la costa de Sicilia donde el río Gelas entra en el mar, tocó puerto un navío extranjero del que salió un joven caballero extraordinariamente hermoso. ¿Cómo no reconocer que es una observación demasiado general para algo demasiado particular? Si fuera cuestión de la conquista de una de las cuatro partes del mundo, o de un cambio universal de religión y de costumbres que hubiera afectado a toda la tierra, seguramente no sería malo mostrar así el tiempo; pero como se trata solo del momento en el que un navío arribó a Sicilia, bastaba con decir qué hora era, si era de día o de noche, si era en invierno o en verano; o bien, todo lo más, estaría permitido hablar del estado en que se encotraban los asuntos de esa isla. En efecto, todos me reconocerán que, si el autor hubiera dicho que Méléandre reinaba en Sicilia y que Licogène, que se había levantado en armas contra él, estaba a punto de firmar la paz cuando un bajel tal llegó al puerto, sería algo mucho más juicioso. Cuando se falla así desde la primera palabra, no sé qué cabe esperar a continuación. Veis primero que una dama encontró a dos caballeros muy amables y que se comprometió a que los retrataran y, aunque no cumplió su promesa hasta tiempo después, el autor se desvía de la narración para decir versos que esta manda poner debajo del cuadro. Eso supone trastocar el orden para enseñarnos algo que no era muy necesario. Veis igualmente en todo el libro muchos versos que interrumpen la historia y no sé de ninguno que no esté puesto sin venir al caso, salvo algunos himnos que se cantan en honor de los dioses.

p. 395»En cuanto a las distintas aventuras que se encuentran dentro, no tienen nada tan maravilloso que no se halle algo parecido en todos los libros de amor. Un joven príncipe es criado con personas de condición baja por miedo a que lo hagan morir. Unos ladrones se lo llevan y lo venden a un rey que lo quiere como si fuera su hijo. Al perder una batalla este rey, el joven príncipe es capturado y llevado a su patria, donde su madre lo rescata. Tiempo después, tras ser reconocido como lo que es, la fama de la belleza de Argenis lo cautiva. Va a Sicilia y se disfraza de mujer para permanecer con ella. Cuando unos traidores quieren matar al rey Méléandre, lo defiende y luego se evade tras ser reconocido por su amada. Regresa tiempo después con traje de hombre y se granjea el aprecio de Méléandre y de Argenis, pero, finalmente, sus enemigos lo fuerzan a dejar Sicilia. Se desplaza dos veces a Mauritania y, a la segunda, le sirve de gran ayuda a la reina de ese país. Esta lo reenvía con Arcombrote, que es reconocido como hijo de Méléandre, de modo que, tras dejar las pretensiones que tenía de casarse con Argenis, la cede a Poliarque. Ese es el resumen de toda la historia, en la que no encuentro nada que deba fascinarnos. Al contrario, en mi opinión nos debe desagradar, ya que no se respetan las costumbres de los países y no se gobernó nunca Sicilia como lo aprendéis ahí. Los más sutiles nos dicen que hay una clave en Argenis; me temo mucho, sin embargo, que la cerradura está confundida y que no pueden abrir la alacena en la que prometen hacernos ver tantas rarezas. Pretenden que Méléandre sea Enrique III, que Poliarque sea Enrique el Grande y que Argenis sea Francia pero, aun cuando el autor hubiera querido hacer tal cosa, ¿qué manera tenemos de relacionar toda nuestra historia con las distintas aventuras de la novela? Únicamente veis que los discursos de estado tienen relación con nuestra forma de gobernar y, cuando se habla de hiperesanios, todos reconocen que son los hugonotes, que Ulianco es Calvino y que Aquilio es el emperador*; pero no se va más allá y, al final, aunque supiéramos todas esas explicaciones, solo habríamos aprendido cosas que nos son muy conocidas. ¿Por qué íbamos a preferir la verdad escondida tras un velo a cuando está al descubierto?

»Habrá quienes vengan a advertirme de que no debo hablar de ese libro como de una novela vulgar y que está lleno de máximas de estado que lo elevan por encima de los demás, pero leed algún libro que solo trate de ciencia política y encontraréis cien veces más. Y si se ha empezado a apreciar este primero es porque en las otras novelas no es habitual encontrar tales cosas en tan gran cantidad y los autores solo se ocupan de describir pasiones amorosas. Además, cualquier otro discurso sería tan adecuado como los que halláis en Argenis y preferiría que el autor se hubiera puesto a hablar más bien de cosas necesarias. Cuando Arcombrote coincidió con Poliarque en casa de su madre, los dos enamorados se enfurecieron en ese primer encuentro: temblaban de cólera y se miraban de los pies a la cabeza como dos hombres que están a punto de batirse. Todo eso está bien, pero quisiera saber si hablaron y lo que dijeron en presencia de Janisbé, que los obligaba a mantener alguna conversación. Dos palabras me habrían bastado, pero era lo más difícil de toda la obra. Los autores, al verse en semejante situación, pasan ligeramente y he observado en libros muy señalados que, cuando es necesario mantener una conversación sobre un asunto muy puntilloso, aparece únicamente un fulano que dice palabras muy hermosas a su amada y ya nos damos por satisfechos; en cambio, cuando se da con un tema fácil, se encuentran intervenciones bien largas. Por lo que hace a Argenis, si lo que se aprecia es la lengua latina, pienso lo contrario, pues hay infinidad de palabras que no tuvieron nunca curso en Roma, de suerte que, si Salustio levantara la cabeza, apenas podría entenderlas. Se pueden añadir algunas palabras a una lengua que vive todavía porque el uso puede naturalizarlas a la larga, pero hay que dejar una lengua muerta tal cual la encontramos en los monumentos de la antigüedad y es un sacrilegio tocarla.

p. 396»Quiero mostraros ahora lo que pasa con la historia de Lisandre243. Os manifiesto que este libro no tiene invención alguna. Habiendo oído decir el autor que las buenas novelas deben tener aventuras cargadas de maravillas, no tiene más secreto para cautivarnos que meter muchos encuentros inopinados con los que abarrota el libro, y esto resulta algo muy insulso y muy aburrido. Lisandre, al volver de casa de Caliste, socorre al padre de esta frente a unos ladrones en el bosque de Fontainebleau; al día siguiente, secunda a Clairange contra Lidian, hermano de su amada. Cléandre deja a su mujer para ir a Holanda con todos esos esforzados aventureros. Lisandre vuelve allí a socorrer al marido y al hermano de su Caliste. Regresan todos como caballeros extranjeros para desafiar a los franceses y, al estar cortado el camino, se quitan los yelmos y se dan a conocer. Lisandre, que estaba en Borgoña, es consolado durante su enfermedad por un capuchino que reconoce como Clairange y, al llegar a Montserrat con traje de peregrino, se encuentra con Cléandre y sus criados vestidos de esclavos porque habían sido capturados, volviendo de Italia, por un corsario en la costa de Génova. Una vez que comienza el sermón, descubren que el predicador era Lidian, al que un desengaño amoroso había llevado a la devoción, igual que a su rival Clairange. Lo devuelven a París y se dan a conocer uno tras otro con sus distintos trajes. Tras la muerte de Cléandre tienen lugar muchos otros encuentros. Lisandre fue a un torneo en Gran Bretaña, donde se batió contra Lidian y luego reconoció a Alcidon y a Beronte, que se encontraban también allí. No obstante, Lucidan había pedido al rey que le permitiera batirse con Lisandre por haber matado a su tío, pero su padre Adraste se presenta en lugar del hijo; lo mismo hace Dorilas, padre de Caliste, e incluso esta disfrazada de hombre. La amazona Hypolite se presenta también, pero el combate se detiene por la llegada de Lidian, de Alcidon y de Beronte, que se habían separado de Lisandre por una tempestad.

p. 397»En fin, sin querer contaros todo el libro de memoria, veis que todo son encuentros y reconocimientos. Unos se separan, otros regresan y luego se reencuentran siempre en el momento justo, de modo que el autor hace de sus personajes como un titiritero con sus marionetas, que hace entrar y salir de su teatrillo a su antojo. Esa es toda la sutileza que se encuentra ahí dentro. Por otro lado, allí encontráis bastantes cosas que no son verosímiles. ¿Quién se va a creer que, por haber herido Lisandre a Cloridan con una lanza, un pariente de este y algunos amigos vayan a asesinarlo a casa de Cléandre? ¿Cómo pudieron entrar en la casa completamente armados y qué rabia podía llevarles a dar ese golpe si Cloridan aseguraba no saber nada de sus intenciones? Con todo, poco después, como el autor no sabía qué invención escoger para batir a su Lisandre, hizo que le enviaran un desafío de parte del tal Cloridan. En cuanto al cirujano que curaba los jubones en lugar de los cuerpos, le permito esta magia a una novela; pero, en lo que hace al espíritu que se le aparece a Cléandre rogándole que haga enterrar su cuerpo, que está en el fondo de un pozo, me parece que es un cuento a imitación del de Atenodoro244, aunque no es tan bueno, pues algunos paganos creían que los que no eran enterrados no podían ir a los Campos Elíseos. Los cristianos, sin embargo, si se preocupan de ser sepultados en tierra santa, es solo por una costumbre devota, y a los que no pueden no se les considera más desgraciados por ello; así que no es creíble que haga esas consideraciones un alma en el otro mundo, ni que halle descanso en venir a rogar a un hombre que entierre su cuerpo donde ha vivido. Por lo demás, ese espíritu hace cumplidos graciosos: le pregunta a Cléandre si quiere mandar algo a la región donde va. Sobre la promesa que le hace de venir a advertirle de su muerte tres días antes de morir, está por saber si Dios permite que tengamos semejantes advertencias. Tengo para mí que solo los santos reciben esta gracia. A pesar de ello, el espíritu vino una mañana a avisarle de la muerte y fue de una manera divertida. Se cree que los espíritus van repentinamente donde quieren y nos encontrarían tanto en el fondo de una bodega como en lo alto de una torre: no tienen que echar mano de una escalera para subir ni para bajar, ni de puerta ni ventana para entrar; pero este llamó a la puerta del castillo de Cléandre hasta que el gentilhombre fue a abrir él mismo, y es que era tan discreto que no quería sobresaltarlo. Resulta algo menos difícil de creer que ver a un gentilhombre francés como Lidian* convertido en poco tiempo en un excelente predicador español.

»El autor se olvida de que había emprendido una historia e incurre después en fábulas a la manera de Amadís. Hace tomar las armas a Caliste, a Hypolite batirse contra Lisandre, como si la delicadeza de las mujeres pudiera soportar tal esfuerzo. Lisandre va de Ruán a París armado de arriba abajo, como si fuera la costumbre en Francia ir así en tiempos de paz y estuviéramos aún en tiempos de los caballeros andantes. El rey Enrique el Grande, queriendo hacer justicia también por la vía de las armas, permite al acusador de Caliste batirse en combate singular con quien se preste a defenderla. A ella la colocan entretanto en un cadalso tapizado de negro conforme a los usos antiguos. Hay, asimismo, otras cosas muy extrañas, como cuando Hypolite y su doncella Erisile guardan las armas en el campamento de Tournelles. No se debían poner aventuras tan reconocibles como mentiras, pues son tan extraordinarias que, si hubieran sucedido, las habrían visto algunas de las personas que todavía viven y algo de ello se contaría en la historia del difunto rey. Como colofón a las bodas de Caliste, una ninfa inunda la sala de tinieblas y hace surgir luego un obelisco del que sale tanta agua que todos pensaron que se iban a ahogar; finalmente, el agua se retiró y se leyeron las profecías que se hallaban allí escritas. Nada nos dice el autor de si eso ocurría por artificio o por verdadero encantamiento, porque él mismo no lo sabía y su propósito era seguir con su estilo de caballerías. En esto consiste el libro de Lisandre y, si pensáis que debe ser apreciado por su lengua, os digo que hay muchas frases gasconas y que los períodos son tan largos en ocasiones y tan enmarañados que cuesta encontrarles el sentido.

p. 398»No creo que las aventuras de Polixène sean capaces de sostener la causa de todas las demás novelas de esta época. Es un libro mal empezado y mal continuado. El autor no cuenta casi nada por sí mismo, son Polixène o Cloridan los que hablan siempre; además, todos los sucesos son tan corrientes que no merecerían ser contados. Tenemos muchos libros de los que no hablo, pues se pueden dar por criticados aquellos que tienen los defectos que ya he censurado en otros. Quienes los han leído saben bien que no se encuentran en ellos más que repeticiones y mucho desorden. Por otra parte, casi en todos ellos hay una falta de juicio insoportable. El autor cuenta que fulano ha contado su historia y este cuenta que otro le ha contado la suya como sigue, y este último aporta la narración de otro, de modo que uno se pierde ahí dentro y ya no se sabe quién habla: se podría decir que se trata del autor y de tres o cuatro personajes todos juntos. Estaría bien ver a un hombre que nos hablara durante tres horas de la misma manera que le hubiera hablado otro, ¿no se confundirían a menudo los oyentes creyendo que era él mismo el que hablaba? Se siguen hallando tonterías enormes en la composición de casi todas las aventuras; así, para que se descubra algún secreto, siempre se encuentra a alguien que habla demasiado alto y, sin pensarlo, les cuenta sus pensamientos a los enemigos que están escondidos cerca de él. Tales autores no se dan cuenta de que ya no se ven a esos locos que, estando solos, se quejan en voz alta y recitan sus infortunios.

»Después de tantos despropósitos como he encontrado en las novelas y en la poesía, veis, señor juez, que hay motivos para despreciarlas y os diré claramente que, aun cuando una de esas obras estuviera exenta de todas las faltas que he observado, no la apreciaría tanto como el relato verdadero más minúsculo que pueda haber en el mundo. En una historia se aprenden cosas que se pueden alegar como autoridades, pero en una novela no hay ningún fruto que recoger. Al contrario, la mayoría de las mentes se pierden en ellas y podría dar pruebas de ello sin salir de esta compañía. Hay jóvenes que, tras leerlas y viendo que todo les sale a pedir de boca a los aventureros de los que tratan, desean llevar una vida semejante y dejan así el oficio que les era propio. Por otra parte, todos los hombres tienen motivos sobrados para presentar quejas contra tales libros, visto que no hay una sola burguesita en París ni en otro lugar que no las quiera tener y que, después de leer tres o cuatro páginas, no se crea capaz de darnos lecciones. Esta lectura es la que les enseña a ser tan coquetas y la que nos quita la posibilidad de entrar en amores con inocencia. Si consideráis todas estas cosas, señor juez, ordenaréis que ya nadie de esta compañía aprecie en adelante tantos libros perniciosos, con el fin de sacar poco a poco de sus errores al resto del pueblo francés.

Una vez Clarimond hubo terminado su diatriba, no quedó casi nadie que no compartiera su opinión por las buenas razones que había dado; pero Anselme se dirigió a Musardan y le preguntó qué tenía que alegar contra él. Se esperaba que hiciera una buena perorata cargada de flores de retórica, cuando empezó a hablar así:

—A fe mía, señores, este gentilhombre ha dicho la verdad en muchas de las cosas. No tengo en mayor estima que él varios de los libros que ha nombrado, pero, si cuento con el honor de veros en París dentro de poco, os mostraré un libro que estoy componiendo y que valdrá más que todos ellos.

p. 399Nadie pudo aguantar la impertinencia de este hombre. Llevaban bien que Clarimond hablase contra las novelas porque tenía una buena cabeza y se apoyaba en argumentos sólidos, pero ese tunante, que censuraba lo que era incapaz de comprender, merecía que lo mantearan. Además, pensaban que erraba al hablar contra algo que había prometido sostener, pero no podía cumplir su promesa, aunque hubiera querido hacerlo, por cuanto no había leído todos los libros que Clarimond había propuesto y no era lo bastante ingenioso como para defenderlos. Le dieron, pues, un gran abucheo a ese ignorante y, cuando cesó el ruido, Lysis le reprochó que dejara abandonada su causa. Le aseguró también que no trabajaría en su historia, como había tenido intención de proponerle. Viendo que se burlaban abiertamente de él, solo respondió meneando la cabeza y se retiró detrás de los demás. Clarimond no dejaba de decirle a Anselme:

—Señor juez, pronunciaos en mi favor, os lo ruego. Musardan ha llegado a conclusiones parecidas a las mías y nadie se opone.

Philiris, que profesaba las letras igual que Clarimond, había decidido llevarle la contraria por acumulación. Bien sabía que Musardan no diría nada oportuno y su propósito había sido siempre unirse a su causa. Al encontrar la ocasión de hablar, se levantó para rogar a Anselme que le diera audiencia y le permitiera responder a las calumnias de Clarimond. El juez le concedió todo lo que quiso y, cuando todos se prepararon para disfrutar de una nueva diversión, habló de esta suerte:

—No sé en qué ha pensado Clarimond, doctísimo y más ecuánime juez, no sé qué humor le ha llevado a hacernos una discurso tal, ni si pretende alcanzar la gloria apartándose del sentido común; pero, haya hablado en serio o contra su propia opinión, es necesario replicarle y no soportar que quienes han oído lo que ha dicho lo tomen como la verdad. Por otra parte, como habéis sido elegido para juzgar quién tiene mejores argumentos sobre la materia que se presenta, no puedo evitar hablar para no dejar perder la mejor causa del mundo por no ser defendida. Clarimond ha tratado de demostrar que en todas las poesías y novelas no se halla nada que no sea digno de censura, pero, ¡oh, dioses!, ¿no teme que todos esos hombres excelentes que ataca se vean forzados a dejar las bondades de los Campos Elíseos par venir aquí a mostrarse crueles castigando su maledicencia o, por lo menos, a animarme a emprender su defensa? Pienso más bien esto último y estoy seguro de que no dejaré de decir todo lo que haga al caso, ya que estos magníficos genios me lo soplarán al oído.

p. 400»¡Ah, divino Homero! ¿Quién iba a pensar nunca que fuera necesario buscar motivos para defenderte en tan buena compañía como esta? Hay que hacerlo, sin embargo, y ya que se burlan de tu Ilíada por contener solo los combates que se dieron durante la soledad de Aquiles, con la muerte de Patroclo y de Héctor, basta con responder que tu propósito no era poner más y que, como dices al comienzo, no te planteaste escribir sino la furia del hijo de Peleo. El resto de la historia era bastante conocido entre los griegos para que te molestaras en hablar de ello y, en cuanto al nombre de la Ilíada, que se ha condenado, no es inoportuno, pues los combates que allí se dan suceden durante el asedio de Ílion. Respecto a si el poeta hace a los dioses demasiado vigilantes en esta guerra, como si los griegos y los troyanos fueran los únicos hombres en el mundo, no cabe asombrarse, ya que realmente valían más por entonces que todo el resto de la Tierra, y era necesario poner a prueba las fuerzas de Europa contra las de Asia. Por lo demás, aunque la Ilíada no habla más que del cuidado que los dioses tenían de esos pueblos, eso no significa que hubieran olvidado a los otros, ni que Homero los hubiera olvidado tampoco, sino que no podía hablar de estos sin apartarse de su tema. Y no hay que extrañarse de que los más queridos por las distintas divinidades no estén exentos de desgracias, pues estaban tan divididas que un poder se oponía al otro. En cuanto a sus molestas disputas, hay que perdonárselo a las fábulas.

»Me ocupo ahora de las comparaciones, que Clarimond encuentra tan malas porque la mayoría están tomadas de la caza. ¿Con qué se pueden comparar mejor que con este ejercicio, que es un aprendizaje para la guerra? Y si Homero trata a menudo de hacer a sus guerreros parecidos a algunos animales furiosos, ¿no debería eso maravillarnos más, ya que diversifica tanto los accidentes de las comparaciones que parecen todas distintas, aunque hable de un solo animal? Por ejemplo, se sirve varias veces de la comparación con el león y, si hace combatir a un gran héroe con un mísero soldado, dice que es como un león contra una oveja; y si viene en su ayuda un valiente capitán, dice que es como un buen pastor que quiere proteger a su rebaño; y si un héroe se enfrenta a otro héroe, dice que es un león contra otro león. Así es como se comporta y encuentro verdaderamente en ello una gracia sin par, pues se sirve siempre para los mismos hombres de las mismas comparaciones, lo que es mucho más razonable que verlos tan pronto soles como árboles o ríos. No se puede poseer la naturaleza de tantas cosas distintas todas juntas. Y las demás comparaciones no son tan sucias ni tan bajas como se imaginan. La lengua es despreciada asimismo por Clarimond, quien dice que Homero no hablaba un buen griego si tantas regiones se peleaban por ver de cuál era hijo, pero ha de saber que se ha dicho también que no era de ninguna provincia de la tierra y que su patria era el cielo. Si se sirve de varios dialectos o de algunas palabras desconocidas para los autores vulgares es porque la poesía, al ser el lenguaje de los dioses, se crea un estilo particular que no es común a los hombres. No quiero más testimonio de la excelencia de sus palabras, sino que se encuentran en todas partes preceptos que le sirven a todo el mundo.

p. 401»Sus sentencias no son tan innobles como se os ha dicho, señor juez, no se pueden concebir de otro modo; y, si no habéis encontrado la majestad que se busca en ellas, la culpa es de Clarimond que, con su traducción francesa, les quita la belleza que tienen en su propia lengua. Los filósofos más sabios las han ido a rebuscar para apoyar su doctrina y los pintores, los armeros y todos los artesanos se han encomendado tanto a este poeta que han reconocido que les había enseñado su arte. Se lo denomina, asimismo, maestro de todas las ciencias y alguien lo pintó hace tiempo vomitando y los demás poetas debajo de él para que se aprovecharan de lo que devolvía. A los que más instruye es a la gente de armas y en su libro se aprende con qué valor se debe atacar a los enemigos, cómo deben obedecer los soldados y debe mandar el jefe, y de qué elocuencia viril ha de servirse un capitán para arengar a sus tropas. En cuanto a las conversaciones que tienen los héroes en medio del combate, no están tan fuera de lo razonable: podían escapar de las prisas dejando de combatir a causa del cansancio y, al descansar, se conocían uno y otro. No es fingido el aprecio que Alejandro y tantos otros tuvieron a Homero; todos los historiadores están de acuerdo y nunca nadie imaginó que este gran poeta hiciera algo contra el decoro. Ni en su tiempo ni en el de Aquiles reinaban el lujo y el orgullo como hoy día, así que los héroes no desdeñaban preparar ellos mismos lo que iban a comer y, si hablan de las buenas tajadas que les presentan en los festines, es para mostrar el honor que se les hace hasta en los menores detalles, como era costumbre tener seguramente con los más grandes.

»Y, si Ulises construyó un bajel, la necesidad le obligó a algo nada deshonroso para un guerrero, y era solo una barquita en la que no tenía tanto trabajo como si hubiera necesitado carpinteros para ayudarlo, y la soledad de su ninfa se habría visto turbada por la presencia de tantos hombres. Y, si le habla también a Penélope de una cama salida de su mano, podía haber hecho algo como pasatiempo, al igual que los príncipes tienen diversos entretenimientos. En fin, las estaciones y los lugares pueden haber hecho loables cosas que ahora son ridículas. Por lo que hace al escaso valor que mi enemigo reprocha a Ulises, sostengo que habla con falsedad. Si este gran héroe lloraba con el relato de la guerra de Troya, no era por sus penalidades, era por las de sus amigos y posiblemente por amor, que es algo permitido a los más valientes. Añoraba la ausencia de su querida mujer. Después de todo, Alcínoo reconoció su condición por su actitud majestuosa, aunque se hallara completamente desnudo, y el ofrecimiento que le hizo de entregarle a su hija si la deseaba es una prueba cierta del honor con que lo trataba. Si Ulises es maltratado por los pretendientes de Penélope, la falta hay que imputársela a ellos; y, en todo caso, no hay que meterse con su disfraz, que necesitaba veradaderamente, porque no podía entrar en su casa más que con sutilezas, por estar muy divididas sus antiguas amistades. Palas bien quiso que tuviera tantas aflicciones, sin socorrerlo en el primer momento como habría podido hacer; tanto más cuanto que la divinidad nos muestra siempre que no nos ayuda si no nos ayudamos igualmente y permite que los buenos sufran para hacerles obtener alegrías mayores de lo que fue su tristeza.

p. 402»No le voy a conceder a Clarimond que Homero fuera un pobre mendigo que se ganaba la vida cantando de puerta en puerta: bien sé que algunos han sido de esta opinión porque era ciego y los cantores lo son habitualmente; pero no es creíble que un pordiosero pudiera concebir cosas tan originales. ¿Dónde aprendió el arte de la guerra y los consejos de los grandes capitanes? ¿Se revelan estas cosas a personas tan humildes? Si es verdad que cierto músico iba cantando la Ilíada y la Odisea por toda Grecia, creeré que este no había compuesto estas obras incomparables, sino que se las apropiaba tras encontrar secretamente las notas del autor, que era algún gran personaje de su tiempo. Clarimond, queriendo rebajar la Odisea, pretende hacernos creer que son cuentos rústicos, pero no hace brillar lo hermoso que se encuentra en ella. ¿No resulta muy agradable la cortesía de Polifemo al prometerle a Ulises que se lo comerá el último por haberle dado buen vino? ¿Puede representarse mejor el talante de un bárbaro? En cuanto al nombre de Nadie que tomó Ulises, la astucia resultó tan buena que ninguno del resto de cíclopes se puso a buscarlo para castigarlo por el daño que le había hecho a su compañero, creyendo que nadie le había saltado el ojo y que se lo había hecho él mismo.

»Aun cuando una acción fuera pequeña en sí, no se deja de apreciar si produce grandes efectos. La metamorfosis de los compañeros de Ulises tiene que ver con esto: Clarimond se burla del héroe que resistió bien a los hechizos que habían hecho cambiar de forma al resto, pero que se dejó atraer hasta tal punto por las caricias de la maga que se acostó tranquilamente con ella; daré aquí, no obstante, una explicación* que demostrará que no hay contradicción y que Homero no hace a Ulises casto y lujurioso todo junto. Circe, hija del sol, significa la influencia celeste que llevaba los griegos a la voluptuosidad y estos se dejaron domeñar fácilmente; sin embargo, Ulises, superando toda suerte de tentaciones, no fue hechizado con el mismo brebaje; es decir, no siguió los mismos vicios. Circe le hizo un sitio en su cama, como si se hubiera prendado de su amor. Esto quiere indicar que un hombre sabio como él impone su autoridad a la influencia celeste más que recibirla de ella y, cuando se da cuenta de que esta solo le aconseja algo virtuoso, no la rehúye sino que, por un feliz casamiento, se une a ella para que todo redunde en su gloria. Así es como se puede contentar a los que se imaginan que no hay más que absurdeces en las fábulas.

»Por lo que se refiere al encuentro con las sirenas, se toma igualmente como ejemplo para tramas tan buenas y se dan de ello explicaciones tan excelentes que todo el mundo sabe que es algo que se defiende por sí mismo. En cuanto al viaje que emprende Ulises a los infiernos, no es inútil en absoluto, ya que Circe quería que fuese para que viera las cosas maravillosas que allí se encontraban, con el fin de incitarlo a vivir bien merced a los ejemplos de la recompensa para los buenos y del castigo para los malos. Así pues, no hay en las obras de Homero nada que no sirva y, si en la Ilíada el caballo de Aquiles da una profecía, es para mostrarnos que la divinidad quiere servirse en ocasiones de los animales irracionales y advertirnos de nuestro deber. No hay mucho más que decir sobre este asunto, sino que, aun cuando Penélope fuera tan mayor como dice Clarimond, podía muy bien darse que hubiese muchos jóvenes pretendiéndola, ya que solo venían a su casa para acabar con todo su patrimonio. Y, en lo que hace a Helena, aunque su belleza hubiera perdido su brillo, Menelao no dejaba de buscar la manera de recuperarla con tanto afán como si siguiera siendo hermosa y él estuviera locamente enamorado, porque él y todos los griegos estaban obcecados con tal empresa y, si hubieran abandonado Troya sin hacer nada, habría caído la vergüenza sobre ellos.

p. 403»A continuación de la censura a Homero, Clarimond ha puesto la de Virgilio, y no me extraña que arremeta contra la poesía en general si ataca a este poeta. Le critica por hacer que Eneas vaya a Cartago y es eso lo que los romanos más alababan. Consideraban su artificio maravilloso por haber realzado el motivo de la guerra que existía entre Cartago y Roma cuando se peleaban por ver quién iba a tener el dominio del mundo. La ciudad de Cartago y Juno, que la apoyaba, guardaron un odio eterno, a su entender, contra la raza de Eneas, que había abandonado a Dido, y de ahí vinieron las guerras que la nación púnica tuvo con la latina. Es cierto que son solo ficciones de poeta, pero no dejan de alegrar el espíritu. Por lo que se refiere a los lugares en los que Virgilio ha imitado a Homero, me parece que no podía hacer nada mejor. Como tenía que describir lo sucedido después de la guerra de Troya a uno de los héroes más ilustres que allí hubo, debía acomodarse al estilo de quien había empezado a escribir sobre ese tema. Clarimond ha hablado aquí del escudo de Aquiles con motivo del de Eneas, pues su afán por denigrar le ha producido una zozobra mental que le ha hecho perder el hilo y confundir muchas cosas. Censura a Homero por haber descrito lo que estaba grabado en ese escudo de tal suerte que parece que contara una historia verdadera, pero no reconoce que si el poeta habla de la disputa de dos abogados y del combate de dos facciones contrarias, como si se oyese el ruido de unos y otros y se les viese andar para realizar las acciones oportunas, es porque quiere decir que la obra era tan perfecta que solo por la postura de los personajes se adivinaba que podían decir tales y tales cosas y, de lo que hacían entonces, se deducía lo que habían hecho y lo que harían después.

»Teniendo en cuenta esto, Homero ha obrado aquí un milagro más que una falta de juicio; y, en cuanto a Virgilio y al escudo de Eneas, no merece que se le reproche haber grabado los hechos más notables que debían suceder en Roma. Puede que estuviera dividido en compartimentos como desea Clarimond. Aunque no fuera así y solo hubiera una ciudad de Roma en su escudo, y que en un sitio se viera el puente destruido bajo Horacio Cocles, en otro el asedio al capitolio y un poco más lejos otra cosa, a pesar de que fuesen aventuras que sucederían en distintos momentos, la invención me parece más hermosa. Al ser una especie de profecía, todo tenía que aparecer embrollado para respetar la costumbre de las divinidades, que enredan siempre de oscuridad sus oráculos. Clarimond cae con este motivo en reprimendas frívolas y se irrita porque Virgilio ha dicho que Vulcano forja un rayo de Júpiter compuesto de chispas de lluvia y de chispas de fuego: no cree que los herreros puedan trabajar con algo húmedo; pero no ve que hay un sentido escondido debajo y que Vulcano significa ese aire sutil que se transforma en fuego en las altas regiones y, rompiendo con gran fuerza los obstáculos de los que está rodeado, arma un ruido que se llama trueno y hace que caiga al mismo tiempo lluvia de las nubes húmedas que ha atravesado. Los físicos esconden así sus secretos bajo estas fábulas y, si Vulcano realiza todos los oficios para los dioses, es para mostrar que las operaciones de la naturaleza y el arte no se producen nunca sin fuego, ya sea un fuego corpóreo o espiritual, que se forma por la acción impetuosa o por la diligencia de los obreros. Clarimond se sigue entreteniendo con detalles insignificantes, como buscar con exactitud qué edad tenía Ascanio y si era una rama de oro lo que encontró Eneas. Se fija aquí demasiado en las palabras y creo que no merece respuesta. No piensa en la hermosa cadencia de Virgilio ni en la delicadeza de sus versos, la cual es tan grande que puede reconocerla alguien que no sepa latín.

p. 404»Luego empieza a hablar de Ovidio y lo ha criticado tan injustamente que no se podrá encontrar nunca a nadie que sea de su opinión. No le parece bien que el poeta hable de tantas divinidades diferentes, como si fuera posible hablar de otra cosa en un tiempo alimentado por la idolatría. En lo que hace a las transformaciones, no son tan extravagantes como ha intentado pintarlas, pero haría falta recitarlas todas para demostrarlo. Él no habla sino de la opinión que Pitágoras tenía de la metempsícosis. Si el filósofo no hubiera sido nunca Euforbio, la culpa sería suya que lo había publicado, no de los que lo han escrito después; de todos modos, si se quiere sostener que podía estar diciendo la verdad es fácil hacerlo, a pesar de que se afirme que Mercurio obligaba a tomar el agua del olvido a las almas que pretendía devolver a nuevos cuerpos: se puede fingir que solo Pitágoras tenía el privilegio de no beberla, con el fin de poder contar a los demás hombres que ya había venido varias veces al mundo y que así ocurría con todos ellos, que pasaban algunas veces a cuerpos de animales, así que debían abstenerse de comer todo lo que tuviera un alma. Queriendo hundir por completo a Ovidio, Clarimond no tiene ninguna dificultad en decir que ha puesto todas sus narraciones sin orden alguno. Debía tener en cuenta que Ovidio es un poeta y no un historiador, y que si respetara el orden que los historiadores no osan traspasar, las metamorfosis no serían ni la mitad de agradables. La poesía es un arte lleno de furor que busca sus adornos en la mezcla: por este motivo Ariosto, que no quería aburrirnos, entremezcla sus narraciones. Tasso no es tampoco censurable por haber hablado de divinidades antiguas en sus descripciones: no sabría ser poeta quien no se sirva de figuras poéticas.

»Omito así a todos esos poetas que pueden defenderse con una sola palabra y paso ahora a Ronsard, que Clarimond ha tenido la osadía de atacar y reprocharle infinidad de cosas que ha puesto en relación con las divinidades y con el propósito que tuvo de imitar a Homero y a Virgilio. No sería capaz de entretenerme en refutar sus impertinentes argumentos, tan endebles, además, que no los he tenido en cuenta y no he permitido que dejaran impresión alguna en mi mente. Recuerdo únicamente que ha criticado los presagios y algunas otras supersticiones sin las cuales no se puede hablar con naturalidad de las cosas antiguas. Rechaza también las descripciones que hacen a Ronsard tan digno de estima, pues las palabras de un poeta no deben ser tan severas como las de un filósofo estoico y, muy a menudo, para alegrar a los lectores ha de recrearse en describir el ruido que hace la rueda de un carro que va muy cargado, o los graznidos de algunas aves rapaces que se pelean. En cuanto a la delicadeza de los versos de Ronsard, no podía ser mayor para su tiempo. Todos reconocen que se le debe el honor de habernos desbrozado el camino para cultivar la lengua francesa. Lo que la parte contraria encuentra luego reprochable en la Franciada es que toda nuestra historia debería estar incluida, pero ¿no se aprecia que Ronsard había empezado a escribir con un estilo poético y que no habría existido desproporción alguna en la obra cuando se hubiera terminado?

p. 405»Y si Clarimond se queja de que Hyante recitara sus palabras con tanto orden como si leyera en algún libro una historia ya sucedida, y si cree que usaba términos demasiado claros para una adivina, no se lo tendré en cuenta, aunque le haya dicho hace nada que las profecías deben ser oscuras, pues sostengo que las suyas lo eran todo lo que podían ser y saco mi argumento de lo que el propio Clarimond ha manifestado. Ha dicho que hablaba algunas veces de los misterios de la religión cristiana y, a pesar de que al oírlos nosotros nos parecieran algo muy claro, para Franción no podía haber nada más oscuro. Y, si él se pregunta por qué no intentaba saber qué era y cómo hablaba Hyante de ello si era pagana, le respondo que Franción lo dejaba pasar como algo desconocido que no le concernía y el espíritu que incitaba a expresarse a Hyante la poseía de tal forma que ni siquiera sabía lo que decía. No me cabe ninguna duda de que Ronsard nos habría dado parecidas satisfacciones si hubiera continuado su obra. Por lo que se refiere al propósito que tenía de hacer venir a Franción a la Galia para fundar una ciudad, resulta muy indecoroso censurarlo por esto, pues, siendo poeta, le estaba permitido fingir todo lo que quisiera y, además, su ficción no estaba tan alejada de la realidad como para no tener de garantes a la mayoría de nuestras historias.

»Tras la crítica a Ronsard, cuya primacía reconocieron tantos poetas de su tiempo, Clarimond no duda en despreciarlos a todos ellos; a pesar de lo cual, no se ha atrevido a espulgar sus obras por miedo a que le diera demasiado trabajo, pues es de creer que le costaría mucho encontrar argumentos tan alejados del sentido común. Los condena a todos en general por haber hablado de las fábulas antiguas. No es posible, a su parecer, que pueda darse una buena explicación de ellas, pero las hay tan excelentes y en tal cantidad que no sé cómo tiene el descaro de hablar de esa forma. Omito todas sus pruebas por considerarlas nulas de pleno derecho. Sé muy bien que el señor juez ha leído bastantes libros como para conocer lo contrario de lo que alega, pero tengo muchos motivos para indignarme con un hombre que no aprecia ni siquiera las poesías que se hacen hoy en día. Cómo es posible que tantas mentes refinadas que hay en la corte no hayan compuesto aún nada que le satisfaga. ¿Sus delicadas canciones no son capaces de embelesarle y hacerle cambiar de opinión? Con esto ha terminado la segunda parte de su alegato y se ha lanzado sobre los libros que llama novelas. Ha tratado indignamente a la Historia etiópica y, al no encontrar nada en esta obra que merezca un reproche, se ha entretenido con formalidades nimias. No le parece bien que los campesinos presten atención a los sueños, cuando están repletos de supersticiones. Quiere hacer pasar como una tontería la impaciencia natural que siente Cnemón por saber el final de una historia y, sin tener en cuenta que el mundo está lleno de cobardes y de valientes, se enfada porque el autor haya pintado a este hombre tímido. Aunque Teágenes se mostró valiente en todas las acciones que se le presentaron, le parece que no lo fue bastante.

p. 406»Nos quiere persuadir también de que los amores de Dafnis y Cloe son inconvenientes, a pesar de que estén llenos de una naturalidad incomparable. Por ahí empieza a meterse con los libros de pastores, contra los que no tiene nada que decir, salvo que todos los que tratan esta materia se imitan unos a otros. Eso es poca cosa, con tal de que sean buenos, y lo que ha alegado contra la Diana de Montemayor no tiene tampoco mucho más peso. Aun cuando el orden estuviera alterado, no parecería menos agradable y todo les está permitido a las fábulas y encantamientos que allí se encuentran. En cuanto a la Pastoral de Julieta, como creo que es el primer libro que se compuso en Francia sobre este tema, me veo obligado a defenderlo escrupulosamente: me obliga a ello la feliz condición de pastor a la que me ha llamado el cielo. Respondiendo a Clarimond digo, pues, de la obra de Ollenix du Mont-Sacré que, si este autor no habla de la morada de sus pastores ni de otros detalles, es porque son inútiles. Y si hace que las muchachas cortejen a los hombres, es que quiere reflejar que en el lugar donde estaban se vivía como en la Edad de Oro, cuando los preceptos de la honra no se habían inventado. Y si, al contar historias, citan a autores profanos y sagrados, y hablan incluso de los sucedido en nuestra época, es porque, como todo es una ficción y todos saben que es el autor quien habla en todo momento, se ha tomado la licencia de presentar las cosas tanto a la moda de estos tiempos como de los siglos pasados, con el fin de proporcionar más placer a los lectores. No hay que injuriarlo por ello con tanto escándalo. En cuanto a la Arcadia de Sidney, después de que haya atravesado el mar para venir a vernos, estoy molesto porque Clarimond le haga tan mal recibimiento. Si no comprende nada de los amores de Strephon y de Claius, tiene que culparse a él mismo y no al autor, que ha hecho de su libro uno de los más hermosos del mundo. Hay discursos amorosos y de estado tan excelentes y deleitosos que no me cansaría nunca de leerlos.

»Os diría muchas cosas en su alabanza si no tuviera prisa en hablar de La Astrea, que Clarimond pone después. Le agradezco de veras que reconozca el mérito del autor, pero yerra al suponer que este libro no alcance la perfección. Si en lugar del título de Astrea llevara el de Galatea o el de Diana, seguiría quejándose igual que ahora. Preguntaría por qué le habían dado ese título y no otro, pero no se da cuenta de que el libro comienza con los amores de Astrea y de Céladon, y que la mayoría de las historias son solo circunstanciales, de manera que el plan está maravillosamente trazado. Por lo demás, aclararé a Clarimond que Hilas puede ser inconstante sin ser insensato, como piensa, y que se encuentran hoy bastantes hombres que los son mucho más que él. En cuanto a Silvandre, si su filosofía es platónica, es con mucho la mejor, ya que este filósofo nos enseñó a amar divinamente. Y si se alega que en tiempos de Meroveo y de Childerico no había pastores en Forez que fuesen tan doctos y corteses como estos, es una tontería enorme hablar así. ¿No se sabe que en los libros se pintan las cosas más perfectas de lo que son? Y ese ingenio incomparable que compuso La Astrea ¿no ha dado a conocer suficientemente que no cuenta las historias de unas personas rústicas, sino de varias personas nobles de los que disfraza nombre y condición? Clarimond se enoja porque no acabó el libro: ¡oh, qué injusticia!, ¡oh, qué imprudencia! ¿Va a tomarla con el cielo? No éramos dignos de tener por más tiempo entre nosotros a ese hombre maravilloso que la muerte nos arrebató; pero espero que una docta pluma nos dé la alegría de acabar sus planes siguiendo las fieles notas que ha dejado. Y, si esto no ocurriera, sigo diciendo que, a pesar de que le falte la conclusión a esta obra, no podemos abstenernos de considerarla perfecta. Aquel que lo ignore no tiene más que leerla: se verá súbitamente embargado de admiración, encontrará con qué despreciar todas las objeciones de nuestro adversario, se verá conmovido en la parte más sensible de su alma y, si no llora una veces de alegría y otras de tristeza según los temas, les reconoceré a los envidiosos y a los maledicentes que han ganado el caso.

p. 407»Diría lo mismo de la historia de Argenis, que solo puede desagradar a quienes no tienen juicio. Clarimond critica al autor erróneamente por haber contado en qué estado se hallaban los asuntos del mundo cuando llegó un bajel a Sicilia, pero eso no se relaciona únicamente con ese bajel ni es cuestión de eso solo, sino de todo lo demás que está en el cuerpo del libro, que concierne a los asuntos de Sicilia, Galia, Cerdeña, Mauritania y muchas otras regiones; así que no hay ningún desequilibrio en esas relaciones y no se mezcla lo grande con lo pequeño. Por lo que atañe a los versos que se han dispuesto aquí y allá, visto que son tan excelentes, ¡oh, injusto Clarimond!, ¿os vais a quejar de quien nos los ha dado para alegrarnos el espíritu tras ocuparlo en una materia más seria? Hacéis bien en decir que no se respetan las verdaderas costumbres de Sicilia en la historia: todos lo reconocemos con vos, ya que el autor no ha tenido otro deseo que el de representar distintos sucesos acaecidos en Francia. Y si no apreciáis su intención porque trata estas cosas con cierta oscuridad, ¿no deducís que se ha visto obligado a controlarse así, por cuanto es muy peligroso hablar al descubierto de los asuntos de los grandes? Por lo que se refiere a la entrevista de Poliarque y Arcombrote, es posible que solo se expresaran con esas acciones furiosas que describe Barclays y que Hyante los separara enseguida. Clarimond arma además mucho revuelo por el lenguaje de este libro. Cree que hay palabras nuevas, pero no se da cuenta de que no hay ninguna que no derive de otras palabras latinas, que son raíces que pueden seguir creciendo.

»No ha sido menos injusto con Lisandre: ha hecho largas narraciones de los distintos hechos de toda la historia para hacernos ver que no son sino casualidades, pero ¿qué otra cosa más maravillosa quiere para una historia de nuestro tiempo? No tenemos ya ceremonias antiguas ni esos triunfos que presentaban un aparato tan soberbio. No podemos describir guerras ni combates maravillosos sin que se nos acuse de falsedad. Nos vemos reducidos a hablar solo de cosas comunes. A Clarimond le parece mal que Lisandre sea asesinado por los amigos de Cloridan, que no estaba implicado en esa empresa, como le declaró al rey. ¿No puede ser que le tuvieran tanto afecto como para arriesgarse por él? Y luego, por otro lado, cabe imaginar incluso que estuviera confabulado con ellos, pero lo hubiera negado para conservar el favor de su príncipe. El desafío que envió luego a Lisandre da bastantes pruebas de su indignación y es lo que justifica a d’Audiguier, al que Clarimond acusa de no saber ya con quién hacer que se bata ese gentilhombre, pues Cloridan podía encontrar fácilmente un motivo para desafiarlo por haber recibido una lanzada suya a la vista de toda la corte. Sobre el cuento del espíritu, no voy a sostener que sea veraz: habría que hacer aquí de teólogo con el fin de cuestionar si pueden regresar las almas de los fallecidos. Basta con que os diga que d’Audiguier, al hacer una novela a nuestra usanza, no lo podía adornar mejor que poniendo cosas semejantes a esta, en lugar de las apariciones de los dioses de los paganos que se encuentran en las novelas a la antigua. Además, no es necesario poner siempre cosas verdaderas dentro de esas historias, solo hace falta poner las que tiene por tales la mayoría de la gente; con todo, no se puede ignorar que varios aseguran que se puede hablar a los espíritus y que los han visto incluso en otro tiempo.

p. 408»Clarimond no encuentra tampoco verosímil que Lidian* pueda predicar, como si supiera de qué mente estaba provisto ese gentilhombre. No quiere que Caliste tome las armas porque es muy delicada y no entiende el oficio de la guerra, pero ¿no lo hace creíble d’Audiguier al decir que esta solo se quería batir para morir? Por otra parte, Hypolite y Erisile se habían ejercitado desde mucho tiempo atrás como caballeros y no era algo tan extraño ver a gente armada alrededor de París, pues el autor ha querido fingir que se batían a menudo en la punta de Tournelles. Todo lo que ha puesto a continuación guarda relación con el talante guerrero del rey Enrique el Grande y, a pesar de que todo eso no haya sucedido, basta con mostrar que pudo suceder. A la admirable aventura de la ninfa no hay nada que reprocharle tampoco, pues en las historias recientes veis que han hecho algo semejante magos de este tiempo. Por lo que atañe a las faltas de lengua, si se ha olvidado algún artículo, el autor no es responsable de las faltas de impresión y, si se encuentran algunas palabras gasconas, hay que mirarlas con buenos ojos. En efecto, Clarimond se parece a cierto pintor ladino que representaba las patas del pavo real en lugar de su hermosa cola: no dice que le desagrade, pero no habla de cosas que no podría desaprobar. ¿Cómo no piensa en los duelos que están tan bien descritos? ¿Cómo no presta atención a esas respuestas ingenuas de Lidian a quien le alababa las grandezas del mundo para hacerle abandonar su mísera celda de capuchino? ¿No se ha dado cuenta de qué forma Lisandre se apartó del matrimonio con Caliste por el mal humor de esta, cuando todas las familias estaban de acuerdo? Es ahí y en otros lugares donde encontramos intervenciones tan encantadoras que, aunque deseamos conocer rápidamente el final, aun así querríamos que el libro no terminara nunca. En cuanto a las aventuras de Polixène, el libro no deja de ser agradable, aunque solo esté hecho de relatos. Teniendo en cuenta que las novelas se componen principalmente para dar entretenimiento, es preciso que las haya de todas clases.

p. 409»Por lo que se refiere a todas las novelas en general, Clarimond no tiene otra cosa que decir sino lo que había dicho en varias ocasiones. Se imagina que todos los autores se plagian unos a otros; ha sido, incluso, tan injusto como para afirmar que no hay aventuras en Argenis que no sean comunes a todo el resto de novelas; pero no las juzga bien. Si hay una guerra en un libro, el rapto de una doncella, la muerte de algún rey, y en otro se hallan los mismos sucesos, ¿significa eso que los libros sean parecidos? De ninguna manera, pues, a ese paso, la historia romana no sería distinta de la historia griega porque en una y en otra se encuentran guerras, doncellas raptadas y fallecimientos de príncipes. Las circunstancias aportan bastantes diferencias a las cosas: las guerras se hacen por muchas razones, las doncellas son raptadas por distintos medios y los príncipes no están sujetos a un solo tipo de muerte; de modo que siempre encontraréis variedad en nuestros libros y, si no os conformáis, es desear en vano que Dios haga un mundo nuevo y otra naturaleza: mientras seamos lo que somos, todas nuestras historias solo se compondrán de litigios o de guerras, cuando no de muertes y de matrimonios. Y, si a mi adversario le parece mal que, en una novela, alguien cuente una historia en los mismos términos que la ha contado otro, no tiene en cuenta que toda la gracia de un libro está ahí y que, si no comprende nada, es por falta de atención. Se aprecia que no sabe qué decir contra nosotros y no hace sino seguir los desvaríos de su mal humor, visto que para concluir no ha sido capaz de reprochar más que las quejas que se hacen en voz alta: es algo tan natural que las distintas pasiones no lo son más. Os conjuro pues, señor juez, a no tener miramientos con los endebles argumentos con los que pretende demostraros que las mejores novelas no valen nada. Es harto conocido que, al estar hechas a placer y no tener que guardar las fastidiosas leyes de la historia, se puede meter en ellas todo lo que se quiera, así que se ven todos los ejemplos de virtud que se puedan imaginar. Ahí es donde se puede hallar placer y provecho juntos, y las mujeres aprenden cortesía y buenas maneras. Siendo tan cierto esto, señor juez, que no ha habido hasta ahora nadie salvo Clarimond que haya dudado de ello, os ruego que sigáis manteniendo para las novelas el crédito que han adquirido en el mundo y les atribuyáis, sobre todo a los que he nombrado, los honores que merecen.

Después de que Philiris hablara de este modo, las mentes de los oyentes, que se había ganado Clarimond, se tornaron de golpe en favor del que había alegado el último. Es cierto que, cuando se acordaban de todos los argumentos que había aducido Clarimond contra las novelas, se volvían a poner de su lado, de tal manera que seguían estando en la incertidumbre y habrían querido que Anselme dictara prontamente su veredicto; pero, cuando esperaban que se pronunciara, se levantó Amarilis y pidió ser aceptada como parte concernida en la causa que se juzgaba ante él. Este le dio permiso para que dijera todo lo que quisiera y la hermosa dama habló así:

p. 410—Aunque sea la menor de todas las de nuestro sexo que se encuentran en este lugar, sabio y ecuánime juez, no quiero dejar de hablar en un asunto que nos importa, visto que las demás no se prestan a ello. No podría soportar que Clarimond criticara las novelas hasta tal punto que, si le creyéramos, las arrojaríamos todas al fuego. ¿Qué ocurrirá si se prohíbe su lectura a toda suerte de personas? Nosotras, las mujeres, que no vamos a la escuela y no tenemos preceptores como los hombres para aprender las diversas cosas que suceden en el mundo, es únicamente en las novelas donde encontramos la manera de hacernos doctas. Si nos las quitan, nos mantendrán completamente estúpidas y montaraces, pues, como nuestras mentes no son adecuadas para los libros de filosofía ni para otras obras serias, no vamos a aprender con ellos ni la virtud, ni la elocuencia. Digo más: cometerán con nosotras gran entuerto porque, al no entregarse ya nuestros enamorados y nuestros maridos a tan agradable lectura, echarán en el olvido todas las gentilezas del amor, de modo que no nos atenderán ya con pasión y no viviremos más aventuras que proporcionen materia para escribir a los autores de este tiempo. Pensad en ello, señor juez, y haceos a la idea de que, si condenáis a las novelas, no solo haréis entuerto a todas las mujeres, sino también a todos los hombres, que no las encontrarán ya tan agradables como antaño. Que una consideración tan poderosa os mueva a hacernos justicia.

Tras decir esto, Amarilis hizo una profunda reverencia a Anselme y todos comentaron la gentileza con la que había intervenido, sin advertir de ello a nadie con antelación alguna. Anselme le hizo una leve señal con la cabeza y una sonrisa, como para mostrarle que estaba muy satisfecho con su conclusión; luego, pronunció estas palabras:

—Después de haber oído las razones que ha alegado Clarimond contra las obras poéticas y las novelas más señaladas que haya en el mundo, y haber prestado atención a lo que Philiris le ha respondido en defensa del honor de los diferentes libros, junto con la denuncia de Amarilis, que ha intervenido en nombre de las mujeres para que no se prohíba la lectura de las novelas; después de haber examinado atentamente todo ello ordenamos que, puesto que todas esas obras no están hechas sino para proporcionar placer y que el propósito de los escritores se cumple bastante bien cuando pueden entretener a los lectores, se seguirá permitiendo al pueblo que busque su contento en todos los libros en los que pueda hallarlo y, habida cuenta de que Clarimond ha criticado libros que no merecen serlo tanto y de que Philiris ha alabado también otros que no son dignos de alabanzas, las mentes preclaras se ocuparán en adelante de juzgar sin pasión las distintas obras que se presenten.

Una vez que Anselme pronunció su dictamen, todos se alegraron; no obstante, muchos habrían querido saber concretamente qué pensar de todos los libros que se habían citado. No estaban en condiciones de aprender más por el momento, pues los sentimientos estaban muy divididos para resolver el asunto y, si uno elogiaba un libro, otro lo censuraba. Anselme siguió explicándoles que no había en ello nada contra la razón y que, al ser las novelas algo que solo servía para el placer, como había dicho en su sentencia, no cabía extrañarse si se apreciaban unas y otras no, porque no era como las cosas necesarias que deben ser aprobadas generalmente.

FIN DEL LIBRO DECIMOTERCERO

i Aristote en el texto original, es decir, Aristóteles, por error del impresor, seguramente. Sin duda se refiere a Ariosto, el autor del Orlando furioso, pues presenta las características descritas por el autor, y Astolfo es el amigo de Orlando. Sorel lo corrige ya en una nota previa a la tercera parte.

ii Vaincus, ‘vencidos’, en el original, para que rime con Francus. Se ha reemplazado en la traducción por Venus, que remite a la diosa, muy presente en este poema.

iii Susciter en el texto original, en una acepción desusada sacada de la Biblia y que solo tiene a Dios como sujeto: equivale a resucitar.

iv Usinalca en el texto original, anagrama de Calvinus (Calvino, en español), mientras que Aquilius escondería a Carolus (el emperador Carlos V).

v Clairange en el original, que Sorel corrige, con otras erratas, en una nota previa a la tercera parte.

vi El término empleado en el texto original es mythologie, con el sentido de ‘explicación de las fábulas’, y estas en la acepción de «narraciones de asunto mitológico» (DLE).

vii Clairange en el original, corregido luego por Sorel.

241 Sorel pasa revista pormenorizada a los autores de ficción más importantes –y otros no tanto– desde la la antigüedad hasta el momento, destacando los episodios más inverosímiles que fueron siempre su mayor preocupación. Desfilan así Homero, Virgilio, Ovidio, Ariosto, Tasso, Ronsard, Heliodoro, Longo, Nicolas de Montreux, Philip Sidney, d’Urfé, Barclays, Vital d’Audiguier y, de pasada, Molière des Essertines.

242 El autor le supone, malévolamente, a Ronsard el error de asociar el nombre de París con el Paris que desencadenó la guerra de Troya. Sorel, al menos, debía saber que la ciudad lleva el nombre de la tribu celta de los Parisii.

243 Aunque no cite aquí al autor, se refiere a la Histoire de Lysandre et de Caliste, de Vital d’Audiguier, ya mencionada.

244 Atenodoro Cananita o de Tarso (74 a.C.7 d.C.) fue un filósofo y profesor del futuro Octavio Augusto. De él cuenta Plinio el Joven que, tras alquilar una casa poseída por un supuesto fantasma, localizó el esqueleto de un hombre encadenado, le dio sepultura y la casa quedó desencantada.