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Capítulo VII
Una aventura del autor

En aquel lapso de tiempo, la condesa de Villafranca se había dispuesto para llevar a cabo su propósito y esperaba al Caballero de Laideval. Este apasionado amante veía aproximarse el momento en el que llevaría a cabo la mayor heroicidad de su historia. Así que le dio un codazo al autor, se lo recordó y ambos se despidieron de la compañía. El otro hidalgo se despidió poco más tarde del noble anfitrión y así este quedó completamente a solas. En este punto, sin embargo, las horas nocturnas y esta despedida dividen mi historia en escenas independientes que intentaré describir una tras otra con vivacidad suficiente para que mis lectores puedan imaginarlas como si de pronto vieran estas escenas ante sus ojos a un tiempo.

Así pues, el autor será el primero en aparecer en escena. No se había marchado a su alcoba, sino que había ido a buscar al intrépido Du Bois por la casa y el patio. Abrió la cocina, algunas despensas y cuartos para la servidumbre e incluso entró en algunos establos. En resumen, después de haber abierto y vuelto a cerrar varias puertas, se plantó delante de la casa, donde encontró durmiendo y roncando a pierna suelta al ayuda de cámara en un pequeño foso cubierto de yerba alta.

Le dio una sacudida, pero apenas si logró espabilarlo lo suficiente para sacarlo de su modorra. El ayuda de cámara abrió los ojos, se dio la vuelta y no era capaz de recuperar el sentido. El autor, por su parte, no sabía bien cómo espabilarlo del todo, pues una cierta necesidad natural le impidió llevarlo a cabo. Salió más tambaleándose que caminando del foso y se topó con el hidalgo que ya se marchaba. Este se había encomendado igualmente hasta tal punto a Baco o a Ceres –mi commentator podrá interpretar cuál de los dos– que iba dando tumbos de un lado a otro47. El autor lo reconoció, lo vio apoyarse en un árbol para asegurar el paso y en ese instante decidió, probablemente a causa de la anterior definición de la palabra musa, hacerle una jugarreta de la que solo podía ser capaz estando borracho. Así pues, se acercó a él y, en lugar del árbol, humedeció al noble. Este no sabía qué era aquel torrente cálido y susurrante que se derramaba sobre su jubón, pantalones, manos y calzas. Su estupefacción posibilitó que el autor completara su treta, mas en cuanto hubo recobrado los sentidos, le gritó:

—¡Qué hideputa...! –Su lengua de trapo no logró pronunciar más palabras, pero lo agarró con las manos y estuvieron forcejeando durante un buen rato. Se arrancaron el uno al otro las camisas y el pelo. El autor perdió el sombrero y la peluca mientras que el hidalgo solo perdió el primero. Du Bois, por su parte, estaba ahora ya tan despierto que se había incorporado. Guardaba un recuerdo bastante incompleto de las órdenes de su señor, pero no recordaba a qué hora debía ser.

p. 124Justo en el momento en que iba a levantarse porque el barullo por encima de su foso había llamado su atención, se precipitaron allí dentro el hidalgo y el autor con tal infortunio que lo arrastraron con ellos de nuevo adentro. No habrían caído de manera tan atropellada si no lo hubiera provocado una tercera fuerza, que además los asustó sobremanera. Mientras había estado buscando al ayuda de cámara, el autor había olvidado volver a cerrar la puerta de un establo en el que había cabras. Y así, había escapado de allí un macho cabrío que salió paseando por la casa hasta encontrarse con aquellos dos que peleaban a puñetazos. Enseguida les echó el ojo, salió corriendo hacia ellos y los embistió con tal fuerza que cayeron juntos rodando al foso. Habían reconocido los cuernos y además, mientras trataban de protegerse, habían sentido el cuerpo peludo e híspido. Su turbación podía advertirse por los horribles alaridos que soltaban. No obstante, el autor fue lo suficientemente consciente como para darse cuenta de que no podía ser un espectro aquello que notaban, así que agarró con una mano por el vellón a la bestia, a la que el hidalgo creía nada menos que el demonio al estimar que se trataba de una persona, mientras con la otra mano agarraba con la misma fuerza la melena del hidalgo.

El barullo que habían armado había reducido en parte el sobresalto del ayuda de cámara, pues reconoció la voz del autor.

—Por todos los demonios –dijo–, señor secretario, ¿qué hacéis?

Enseguida se hizo oír el macho cabrío, que seguía agarrado, y Du Bois sintió uno de sus cuernos. Así pues, habían imaginado, en especial el hidalgo, que allí estaban tratando con el demonio, y el hidalgo sabía ahora con quién debía batirse.

—Tú, condenado secretario –dijo–, ¿vienes y me orinas?

—¿Cómo diablos iba a saber que había alguien apoyado en el árbol?

Pese a ello, el hidalgo no aceptó esta disculpa, sino que de nuevo comenzó a golpearlo. Su contrincante tampoco se quedó atrás. Sin embargo, en lugar de a ellos, los golpes alcanzaban con mayor frecuencia a Du Bois. Este pensaba que no era justo recibir golpes sin devolverlos, así que golpeaba ya al autor, ya al hidalgo con sus poderosos puños, y también el macho cabrío recibió lo suyo. Su temible brega y la necesidad que impelía al autor a defenderse del hidalgo y del ayuda de cámara le arrancaron finalmente la mata de vello de los dedos. En cuanto se vio liberado, el animal salió corriendo del foso como si lo estuvieran cazando. Aquí vendría al pelo un símil, así que voy a comparar: este cabrón salió corriendo del foso como un estudiante que lleva cosida la jactancia en los labios y la pusilanimidad en el alma a la vista de la espada de un fanfarrón que quiera poner coto a su presunción.

p. 125Todos los revolcones, golpes, empellones y estrujones anteriormente reseñados surtieron en último término tal efecto sobre el estómago de Du Bois que este expulsó de sí la cerveza de que había disfrutado en grandes cantidades y bañó tanto a los demás como a sí mismo con un diluvio que incluía muchos pedazos de tortita de huevo, puré de mijo y otras viandas ingeridas, que se quedaron prendidas de las vestimentas de las personas en cuestión como los témpanos de hielo que una corriente violenta arrastra consigo hacia los caballetes que se colocan ante los puentes para partir en pedazos el hielo que baja por el río, o mejor aún, como los montones de ámbar gris en la costa de la India cuando las mareas del Índico lo arrastran hasta la orilla. Gracias a este violento desahogo se le pasó por completo la borrachera al ayuda de cámara. Comenzó a recobrar el sentido y notó que la sangre le salía a borbollones de la nariz. Los otros dos perdían asimismo su flujo sanguíneo a través de las mismas vías, muestra y prueba de que las peleas a puñetazos cuestan tanta sangre como las luchas en las que se hace uso de armas ordinarias.

En cuanto Du Bois volvió en sí, recordó al instante todo cuanto se le había ordenado. Se liberó de los dos y se dirigió a la alcoba que le habían asignado a él y al autor. Recordó que la ventana estaba abierta, así que entró por ella y de la mesa del autor tomó una espada y su sable. Sin embargo, encontró también en ese instante encima de la mesa un cacharro viejo de barro que había sido parte de una gran olla, el cual seguramente estaba destinado a las deposiciones nocturnas. Al agarrar el recipiente, le surgió la idea de aliviarse aún más de cuanto lo había hecho en el foso. Así pues, lo colocó en tierra y evacuó lo mismo que Sancho Panza hiciera en el bosque, en la aventura de los batanes, cuando una noche ató los pies del caballo de su señor. Sancho Panza tuvo su momento de tranquilidad para ello, mientras que a Du Bois lo interrumpieron.

El autor entró de un salto por la ventana.

—¡Déjame, maldito espécimen de hidalgo! –le gritó, pero aquel, que era del tipo de los nobles indómitos, quería llevar a término su venganza. Saltó así tras el supuesto secretario y entró en la alcoba. Du Bois dio un salto tan alto como un ciervo y salió al patio, con las armas en la mano, tan rápido como daban sus piernas.

Aquí se subió el pantalón, echó una ojeada en busca del guardián y puesto que no lo vio, se deslizó con la máxima discreción hacia la caballeriza. Ensilló los caballos y los condujo allí donde se le había indicado. El patio estaba abierto por un lado por el que se podía llegar a la parte del edificio en la cual se encontraban los aposentos de la condesa, que no daban a la aldea sino al bosque, que estaba separado de la casa por un foso lleno de agua y un prado de unos cien pies de largo.

47.Ceres, diosa de la tierra y de la agricultura en la mitología romana. Por su parte, Baco, es el dios romano del vino y la fertilidad, pero también de la locura ritual y del éxtasis. Dado el estado de embriaguez del hidalgo, la referencia a Baco parece más que justificada.